Sobre el autor
José Saramago (Portugal 16 de noviembre de 1922– España 18 de junio de 2010) fue un escritor, novelista, poeta, periodista y dramaturgo portugués. Su origen humilde no impidió que desde muy joven manifestara gran interés por la literatura y, aunque no pudo terminar los estudios primarios y tuvo que realizar labores como la cerrajería para garantizar su subsistencia y la de su familia, desarrolló de manera autodidacta una obra que lo ha convertido en una de las principales figuras de la literatura contemporánea.
Caracterizada por interrogar la historia de su país y las motivaciones humanas, su obra no esmeramente histórica, sino que en ella los acontecimientos reales se entremezclan con la ficción y con lo que podría haber sido, siempre a través de la ironía y al servicio de una aguda conciencia social.
Saramago publicó su primera novela, Tierra de pecado, en 1947 y, aunque recibió muy buenas críticas, decidió permanecer sin publicar más de veinte años. A finales de los sesenta se reapareció con dos libros de poemas: Os poemas possiveis y Provavelmente alegría. Sus siguientes publicaciones en prosa ―Manual de pintura y caligrafía (1977) y Alzado del suelo (1980)— lo acreditan como un autor de indiscutible originalidad, por su controvertida visión de la historia y de la cultura. La celebridad y el reconocimiento a escala internacional le llegan con la aparición en 1982 de su ya legendaria novela Memorial del convento, a la que siguió El año de la muerte de Ricardo Reis (1984). El trabajo narrativo de José Saramago goza desde entonces de una admiración sin límites, como la suscitada con La balsa de piedra (1986) e Historia del cerco de Lisboa (1989).
Ha sido distinguido por su labor con numerosos galardones entre los que destaca el Premio Camões (1995) considerado el más importante de la lengua portuguesa y el Premio Nobel de Literatura (1998), siendo el primer escritor portugués en conseguirlo.
Como homenaje en su centenario compartimos una selección de minicuentos en los que se manifiesta la destreza estilística, la fina ironía y las temáticas que lo apasionaron como escritor.
Fragmentos de su obra
La falsa locura de Alonso Quijano
El verdadero yo está en otro lugar
(Podría haber dicho Rimbaud)
Don Quijote no está loco: simplemente finge una locura. No tuvo otro remedio que obligarse a cometer las acciones más disparatadas que le pasasen por la mente para que los demás no alimentaran ninguna duda acerca de su estado de alienación mental. Solo fingiéndose loco podía haber atacado a los molinos, solo atacando a los molinos podría esperar que la gente lo considerara loco. En virtud de esa genial simulación de Cervantes, el bueno de Alonso Quijano, convertido en don Quijote, consiguió abrir la puerta que todavía le estaba faltando: la de la libertad. La curiosidad lo empujó a leer, la lectura lo hizo imaginar, y ahora, libre de las ataduras de la costumbre y de la rutina, ya puede recorrer los caminos del mundo, comenzando por estas planicies de La Mancha, porque la aventura —bueno es que se sepa— no elige lugares ni tiempos, por más prosaicos y banales que sean o parezcan. Aventura que, en este caso de don Quijote, no es solo de la acción, sino también, y principalmente, de la palabra.
Divina fragilidad
Dios creó el universo porque se sentía solo. Desde que la eternidad empezó, había estado solo, pero, como no se sentía solo, no necesitaba inventar una cosa tan complicada como es el universo. Con lo que Dios no había contado era que, incluso ante el espectáculo magnífico de las nebulosas y los agujeros negros, el tal sentimiento de soledad persistiese en atormentarlo. Pensó, pensó, y al cabo de mucho pensar hizo a la mujer, que no era a su imagen y semejanza. Después, habiéndola hecho, vio que era bueno. Más tarde, cuando comprendió que solo se curaría definitivamente del mal de estar solo acostándose con ella, verificó que era aún mejor. Pasado algún tiempo, y sin que sea posible saber si la previsión del accidente biológico ya estaba en la mente divina, nació un niño, ese sí, a imagen y semejanza de Dios. El niño creció, se convirtió en joven y en hombre. Ahora bien, como a Dios no le pasó por la cabeza la simple idea de crear otra mujer para dar al joven, el sentimiento de soledad, que había afligido al padre, no tardó en repetirse en el hijo, y ahí entró el diablo. Como era de esperar, el primer impulso de Dios fue acabar ahí mismo con la incestuosa especie, pero le entró de repente un cansancio, un fastidio de tener que repetir la creación porque, de hecho, el universo no le parecía ya tan magnífico como antes. Se dirá que, siendo Dios, podía hacer cuantos universos quisiese, pero eso equivale a desconocer la naturaleza profunda de Dios: lógicamente había hecho este porque era el mejor de los universos posibles, no podía hacer otro porque forzosamente tendría que ser menos bueno que este. Además de eso, lo que Dios ahora menos deseaba era verse otra vez solo. Se contentó, por lo tanto, con expulsar a sus deshonestas y malagradecidas criaturas, jurándose a sí mismo que no las perdería de vista en el futuro, ni a la perversa descendencia, en caso de que la tuvieran. Y fue así como empezó todo. Dios tuvo, por lo tanto, dos razones para conservar la especie humana: para castigarla, como merecía; pero también, oh divina fragilidad, para que ella le hiciese compañía.
Café en suspenso
En Nápoles existe la costumbre de mandar traer un café y pagar más de lo que se consumió. Por ejemplo, cuatro personas entran, se sientan, piden cuatro cafés y dicen: «Y tres más en suspenso». Pasado un rato, aparece un pobre a la puerta y pregunta: «¿Hay algún café en suspenso?». El empleado mira el registro de los adelantados, verificando el saldo y dice: «Sí». El pobre entra, bebe café y se va, supongo que agradeciendo la caridad.
Llega la Coca Cola a la aldea
Cuando el camión se detuvo en la plaza para la distribución gratuita, de promoción, de la bebida, el cura nos estaba dando clase de catecismo a unos cuantos niños. Usando su autoridad de mentor de almas, nos impuso a los ansiosos niños la obligación de confesarnos antes de ceder al nuevo pecado de gula que invadía al país. Nos pusimos en fila en el confesionario; poco a poco, el cura fue despachando al grupo. Yo era el último y cuando la confesión acabó y corrí a la plaza, el camión ya se había ido.
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