
En una ocasión un conocido escritor español comentó, entre un grupo de amigos no tan cercanos, que un pintor mediocre amigo de su familia le estaba persiguiendo para que escribiera el prólogo del catálogo de una pequeña exposición que realizaría en cierto local, en cierto barrio madrileño con enjundia, en un futuro no muy lejano.
—No sabía cómo quitármelo de encima —reconoció consternado—. Hasta en tres ocasiones decliné su invitación cortesmente, alegando que tenía muchos compromisos.
Pero por lo visto el señor era muy cabezón y estuvo días erre que erre con qué le importaba escribir un par de párrafos o tres, si fueran necesarios, con tal de ayudarle a vender sus cuadros.
—No tendré que explayarme demasiado, ¿verdad? —terminó asintiendo, más por cansancio que por otra cosa—.
—No hará falta —le replicó el otro esperanzado—. Valdrá con lo primero que se te ocurra.
Cuando un día fueron a visitarlo dos amigos a casa, tras fumarse algunos porros y beberse varias copas de vino, no pudo evitar comentarles el comprometido encargo que tenía encima. Entonces, se le ocurrió la brillante idea de escribirlo a seis manos. Es decir, él empezaría una frase y ellos la completarían con lo primero que se les ocurriera o pasara por la cabeza. ¿Una locura fruto de las drogas y el alcohol? No tan rápido. Al final, el artista quedó tan satisfecho que llegó a decirle que había sido el que mejor supo entender su obra.
Resumido: un texto idiota para un lector idiota.
Este mes de octubre se cumplen 100 años desde que André Breton presentase al mundo el Manifiesto Surrealista, un manuscrito que reivindicaba cualquier tipo de expresión artística nacida al margen de la razón. El surrealismo en pintura, incluso siendo de las últimas vanguardias en aparecer en escena, abrió un universo nuevo y prácticamente infinito: el de la materialización del subconsciente; además de presentar a grandísimos artistas como Duchamp, Magritte, Frida Kahlo, Dalí, Remedios Varo, Giorgio de Chirico o Miró, entre muchos otros.
Pero los planes de Breton pasaban también por crear una nueva forma de escritura. Una manera automática de escribir que consistía en colocar el lápiz sobre el papel y, sencillamente, dejarse llevar por nuestros más hondos instintos. Él mismo de hecho la puso en práctica en Los campos magnéticos, libro que escribió junto a Philippe Soupault. Tan seguro estaba de sus ideas que hasta llegó a expulsar del movimiento a varios artistas y descalificó a grandes poetas y escritores como Baudelaire, Poe, Sade o Rimbaud.
El tiempo, sin embargo, no ha parecido darle la razón.
Dadaístas, surrealistas y otros libros imposibles
«Nosotros no tenemos talento», llegó a vaticinar con contundencia el propio autor. Se sobreentiende que era una manera de hablar. Pero, ¿y si no lo era? Igual hablaba Breton por él y por su colega Philippe. Para disipar las dudas, se le podría dar una segunda oportunidad: la novela Nadja, que es un poco autobiográfica y un poco no, de hecho es un poco novela, pero un poco no, ya que el libro está cuajadito de divagaciones y excursiones por los géneros de la introspección. No hace falta más que citar el comienzo: «¿Quién soy yo?». Incluye anécdotas, secuencias dispares, fotografías que funcionan como localizaciones… Y no hay trama, no hay un final: cuando la historia de o con Nadja se acaba, el autor reflexiona sobre el interés de los libros una vez terminados y todo mientras se acerca una nueva pasión amorosa, que también se incorpora al relato.
En resumen, un buen ejemplar de libro surrealista que no aporta nada a la historia de la literatura más que como muestra de eso para lo que nació: dotar de referencias al movimiento en el que se inscribe, hacer más grande —por la cantidad, más que por la calidad— al surrealismo y a su patrocinador.
Más interés tuvieron otras obras como En el río del amor, de Joseph Delteil, editada por Periférica en español. Los amores salvajes de dos oficiales y la comandante de una tropa de mujeres con el río Amur de fondo. —Amur/amour… no, no es casualidad— en tiempos de la Revolución rusa le trajo a su autor la bendición de Breton. No duró mucho. Se la retiró con su siguiente obra, Juana de Arco, que le pareció una «auténtica porquería». Carl Dreyer haría de ella su gran película. La vida de los surrealistas también era surrealista y la de este autor que, después de retirarse, acabó escribiendo sobre Jesús, Francisco de Asís y la cocina paleolítica… más.
También ejemplo de escritura surrealista, de esa que nunca le pone fáciles las cosas al lector, pero que por ello abre caminos, El aldeano de París (en Errata naturae), de Louis Aragon. Una novela sin personajes, cuya protagonista es la ciudad a los ojos del paseante. Una delicia surrealista firmada por un surrealista en tránsito. Fueron los mejores. Aragon, Eluard, Artaud… Aquellos que vinieron, protagonizaron algunos de los momentos estelares del surrealismo y se fueron o más bien los fueron, erigido Breton en expendedor y recogedor de credenciales surrealistas.
Con sus ensoñaciones por delante, su combate frente a la realidad, su mezcla de géneros, sus automatismos, los surrealistas escribían, por separado o juntos –los llamados cadáveres exquisitos–, pero escribían. Es decir, juntaban palabras. Más difícil lo habían puesto los dadaístas con algunos libros o piezas literarias o piezas sencillamente.
Y es que si los surrealistas habían impugnado la realidad con sus armas ocultas, la especialidad dadaísta era hacerla estallar hasta dejarla irreconocible. Y quien dice la realidad dice la literatura porque…«jolifanto bambla ô falli bambla». Esa es la primera línea de Karawane, la oda dadaísta inaugural con la que Hugo Ball celebra la destrucción del lenguaje y, con ella, el método tradicional de producir significado. En una sociedad donde todo está corrompido, solo los sonidos iniciáticos, rítmicos o guturales pueden iniciar la regeneración.
Así, escribe en sus diarios:
Con este tipo de poemas fonéticos se renuncia de forma global a la lengua arruinada y corrompida por el periodismo. Se retrocede a la alquimia interior de la palabra, se renuncia también incluso a la palabra y se preserva así a la poesía su último espacio más sagrado.
De la década siguiente es la Sonata de sonidos primitivos (o presilábica) Ursonate de Kurt Schwitters, un artista que resultó excluido del dadá berlinés —comprometido políticamente—. En el sitio merzmail está documentado el origen de esta composición:
Surgió a través de la repetición del poema cartel de Hausmann fmsbw. En sus primeros recitales lo llamó Retrato de Raoul Hausmann, repitiéndolo hasta cincuenta veces, posteriormente añadió el «scherzo lanke trr gll» y otras partes que publicó en la revista MERZ bajo título definitivo de Ursonate. Fue construida en una forma clásica y matemática. Consta de cuatro movimientos, una cadencia o improvisación en el cuarto movimiento y un final con el alfabeto leído al revés.
¿Está claro, no? Por si no lo estuviera, el artista añade instrucciones para que se represente correctamente:
Esta sonata está construida simplemente sobre 19 melodías diferentes. He señalado al margen cada melodía con números rojos. Estas melodías están constantemente modificadas, repetidas, de forma que el conjunto dura 55 minutos. Verá también que la construcción en grandes partes está señalada por trazos rojos horizontales al margen. Como orientación, la sonata está dividida en 26 trozos señalados con las letras del alfabeto, de A a Z.
De vuelta a las palabras, no puede faltar Tristán Tzara, creador del dadaísmo y nexo entre esta corriente y el surrealismo. De 1916 es su obra teatral Primera aventura divina del señor Antipirina. Teatral porque hay personajes que se repiten y dicen cosas. El protagonista, Sr. Antipirina, cosas como esta al principio de la obra:
Sr. ANTIPIRINA
puerta cerrada sin fraternidad estamos amargados fel
cornisa devolver escolopendra de la torre Eiffel
enorme panza piensa y piensa pienso
mecanismo sin dolor 179858555 iého bibo fibi aha
Dios mío oh Dios mío a lo largo del canal
fiebre postparto encajes y SO2H4.
¿Temática? Dadá. ¿Argumento? Dadá. Pero parece haber cierta rima. ¿Será también poesía? En todo caso poesía dadá. Es decir, todo puede pasar.
Una derivada muy interesante de las corrientes dadaístas y surrealistas fue la fundación del Taller de literatura potencial o Oulipo (Ouvroir de littérature potentielle) del inclasificable escritor Raymond Queneau y el matemático François Le Lionnais.
Queneau había publicado en 1947 el inaudito Ejercicios de estilo, un libro que cuenta una historia anodina, pero tuneada de 99 formas distintas. Como forma de soneto, con metáforas, en modo comedia o propagandístico, como una carta oficial… El despliegue supone una reflexión sobre el hecho literario y recuerda que no es el qué, sino el cómo.
Pero para despliegues, el de Cent Mille Milliards de poèmes (1961), donde Queneau creó una serie de sonetos cuyos versos, escritos en tiras, son intercambiables hasta formar 100.000 millones de combinaciones posibles. Otro de los que posteriormente se unieron fue Georges Perec, autor de la novela La disparition (1969), un libro de unas 300 páginas donde lo que había desaparecido era la letra e, la más frecuente en francés. Algo que pasó inadvertido para la crítica. El reto de traducirla lo asumió en España Anagrama y lo que se secuestró fue la a. Las personas encargadas de la hazaña, Marisol Arbués, Mercè Burrel, Marc Parayre, Hermes Salceda y Regina Vega, obtuvieron el Premio Stendhal de traducción en 1998. Por cierto, el hecho de omitir deliberadamente una letra o grupo de letras en un texto es una figura literaria y se llama lipograma.
El día que Miró incrustó literatura dentro de un cuadro
Uno de los motivos por los que ningún ser humano que no haya consumido antes algún tipo de sustancia psicotrópica sea capaz de aguantar este tipo de escritura, es porque somos tremendamente visuales. Mientras el personalismo que se le proyecta al surrealismo en la literatura limita el diálogo entre el autor y su público, convirtiendo la escritura en un monólogo, en la pintura este tiene más margen de participación al poder interpretar sus obras. Además, el mundo onírico de nuestra imaginación está conformado por imágenes, no por letras.
Esto de sobra lo sabía Joan Miró, quien en Estrellas en los sexos de los caracoles incrustó el título en el propio lienzo. Las letras, lejos de estar simplemente ahí plantadas, están íntimamente relacionadas con la composición pictórica. El texto se escribe en tres líneas sobre suaves espirales azules. La última letra de la palabra escargot, la t, está dentro de un círculo rojo que aparece en el centro de la parte superior del lienzo. Justo en el otro lado una estrella fugaz atraviesa sus suaves curvas. Por su peculiar contenido y por su irregular grafía el texto recuerda el proceso de la escritura automática.
Esto lo hizo también en su obra Foto. Este es el color de mis sueños. Un cuadro de escritura. Al respecto, Miró solía decir que «más importante que la obra de arte en sí, es su efecto. El arte puede perderse, un cuadro puede destruirse. Lo que cuenta es la simiente».
No fue el único. El periodo surrealista de Pablo Picasso se caracteriza por mostrar un fuerte interés por la literatura. La pubertad cercana o Las Pléyades de Max Ernst, también contrapone la imagen y el texto. El extenso comentario que aparece al pie de la representación condiciona el acceso a la imagen: «La pubertad cercana no ha arrebatado todavía su gracia a las Pléyades. La mirada de nuestros ojos llenos de sombras se dirige hacia el adoquino que caerá. Todavía no existe la fuerza de gravedad de las olas».
La escritura automática ha sido estudiada desde muchos ángulos, especialmente desde la teoría y la crítica literaria y artística; pero también desde la historia de la ciencia, la filosofía, la neurología, la psicología y la psiquiatría e incluso desde el ocultismo, el hermetismo y el esoterismo.
Tras la publicación de Los campos magnéticos tuvo lugar una ola de automatismos. En su mayoría, construcciones poéticas a años luz de las de grandes autores como Baudelaire o Wordsworth. En 1933, Breton publicó en el número 3 de la revista Minotaure, un artículo sobre la escritura de los médiums de la que se ofrecían numerosos ejemplos gráficos. El francés, no obstante, aprovechó la oportunidad para hacer balance de todos esos años de surrealismo y, en un arranque de sinceridad, afirmó que la historia de este tipo de escritura había sido «un infortunio continuo».
Gérard Legrand afirmó en cierta ocasión que el principal problema de la escritura automática era que acababa en un punto muerto, «pero no en el sentido de un muro, sino un punto muerto que da sobre un inmenso descampado en el que la misma cosa se reproduce una y otra vez».
Aunque probablemente uno de los que mejor lo resumiera fuera Aragon en su Tratado del estilo:
Si escribes según un método surrealista tristes imbecilidades, son tristes imbecilidades. Sin excusas. Y sobre todo si perteneces a esa lamentable especie de particulares que ignoran el sentido de las palabras, es probable que la práctica del surrealismo no saque a la luz más que esa crasa ignorancia.
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