La aseveración puede resultar polémica, aventurada, pero dentro de una intelectualidad tan variopinta como la cubana del siglo XX, dentro de un proceso cultural con manifestaciones tan ricas, dentro de un catauro tan bien nutrido de personalidades atractivas, Carlos Enríquez, el pintor escritor, o el escritor pintor, según prefiera, es uno de los personajes más singulares del contexto de la cultura cubana del siglo XX.
Fue un personaje real con visos de leyenda. Su morada taller en el municipio habanero de Arroyo Naranjo, el conocido Hurón Azul, es sitio de culto y de obligada visita para cuantos pretendan adentrarse en su personalidad, en su mundo interior, en su bohemia de artista multifacético.
De su pintura se ha escrito bastante. «El pintor debe ser algo más que una foca mansa o un caballo adiestrado que asombran por sus habilidades a los espectadores embaucados en un circo provinciano… Es necesario buscar lo vernacular en el campo de Cuba», sentenció tiempo atrás. Y fue él mismo quien, dando el ejemplo, expresó su interpretación estilizada y personal del folclore guajiro en varios cuadros, si bien uno devino emblemático: El rapto de las mulatas, con otras muestras de su oficio en los que nombró Manuel García, rey de los campos de Cuba y Campesinos felices, un título mordaz cuando se observan los conmovedores rostros que en él se captan.
Menos se ha comentado acerca de su condición de narrador, que no entregó frutos excepcionales pero sí decorosos, por los cuales se le puede juzgar también. La naturaleza fue generosa con él al dotarlo del dominio de dos artes, en él complementarias, que ilustran un carácter en apariencia agreste, y en realidad irreverente y antidogmático.
Su obra narrativa ‒que es lo que nos concierne‒ se publicó casi toda póstumamente. Comprende tres novelas: Tilín García, La vuelta de Chencho y La feria de Gaucanama; en ellas se entretejen paisajes en prosa de alto vuelo con otros en que el estilo decae.
El primero de los textos citados se publicó con un prólogo de su amigo el poeta Félix Pita Rodríguez, compañero de cuarto en el París de los años 30; acerca de este título escribió el crítico Max Henríquez Ureña que es «una novela realista del campo de Cuba, con acertada descripción del ambiente y buena presentación de tipos y caracteres», aunque califica la prosa de Carlos Enríquez como desigual, pues «se ve que siempre escribía de prisa y al desgaire», reconociendo no obstante «su don de observación y ameno arte de narrar». En cualquier caso, la prosa de Carlos Enríquez revela su sensibilidad cuando pone en ejercicio el arte de narrar.
Nacido el 3 de agosto de 1900 en Zulueta, hoy provincia de Villa Clara, e hijo del médico Enríquez Costa, el gusto por los pinceles lo heredó de un abuelo aficionado a la pintura.
A Norteamérica enrumbó por el designio familiar de que estudiara Comercio en Trenton y después ingresó en la Academia de Bellas Artes de Filadelfia, de la que fue separado por la incompatibilidad del joven alumno con los preceptos académicos allí enseñados.
Regresó a Cuba justo en los momentos en que Víctor Manuel aglutinaba a los plásticos de la denominada ‒entre nosotros‒ «generación del 27», en que confluyen, con edades similares, Amelia Peláez, Marcelo Pogolotti, Wifredo Lam, Antonio Gattorno, Eduardo Abela, además de Carlos Enríquez y el propio Víctor Manuel.
Expuso en la muestra colectiva que Revista de Avance auspició en 1927 y en la del Lyceum dos años después. Antes de cumplir los 30 años se le reconocía como uno de los pintores jóvenes de obra más significativa en las tres primeras décadas de la centuria.
Los perfiles de su carácter, de su vida y ocurrencias bordean los límites de un episodio novelesco. Si en el plano de las opiniones era un crítico implacable de cuanto le parecía injusto, en el orden personal fue individuo desprendido y generoso, despilfarrador de sus bienes y talento, rebelde natural según su modo, bohemio, y para quienes le buscaban reparos que desacreditaran la fuerza testifical de sus telas, un «loco», un «maldito», un «excéntrico», un «borracho», un «malcriado» y otras lindezas por el estilo. Murió a los 57 años, el 2 de mayo de 1957. Celebrar cada cumpleaños suyo ‒aun cuando no sea una cifra cerrada‒ implica honrar a una personalidad cuya presencia en los lienzos y las palabras lo convierte en un artista que merece el interés creciente de que hoy es objeto.
Foto tomada de Arteporexcelencias
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