El autor de los “aforismos” más conocidos y leídos de la literatura cubana, el maestro por excelencia, el habanero que vivió para engrandecer la pedagogía y enaltecer el amor a la nacionalidad. Tal fue José de la Luz y Caballero, de quien ahora recordamos el 220 aniversario de su natalicio, el 11 de julio de 1800.
Convienen estas notas porque ya no se habla lo suficiente de José de la Luz. Es él uno de esos intelectuales, cubanísimos, ilustrados, servidores, cuya luz se nos apaga entre el aluvión de acontecimientos que marcan y rigen la cotidianidad. Como además no se trató de un mártir, ni de un combatiente (de los que empuñan las armas), ni de un hombre que llegó a vivir los días de la Guerra de los Diez Años, corre muy bien el peligro de caer en lo que este redactor llama “la papelera de reciclaje”, fuera del ámbito del día a día.
Tuvo Don Pepe, como con cariño y respeto se le llamó, su vena de filósofo, de pensador, que le sale en los aforismos: Lo más difícil del mundo es ser imparcial…, Quien no sea maestro de sí mismo, no será maestro de nada, y este tan conocido: Solo la virtud nos pondrá la toga viril.
Y curiosamenrte llevó por apellidos De la Luz y Caballero, uno y otro honrados por su conducta, por lo que pocas veces la vida pone a un hombre apellidos tan merecidos: de su ejemplo emergió luz, y de su conducta caballerosidad. Vástago de una familia criolla con raíces afincadas en la aristocracia, dueña de ingenio y de hacienda, alcanzó una educación privilegiada, primero en el Convento de San Francisco de Asís y con posterioridad en la Real y Pontificia Universidad de San Jerónimo de La Habana. La familia lo había predestinado para el sacerdocio, y él lo intentó hasta convencerse de que su brújula vital no apuntaba a ese derrotero.
Quizá la forma, lo externo, se ajuste en él a la norma, a la disciplina, pero el espítitu, lo de adentro, es bien inquieto. Profundiza en el espíritu científico renovador del XVIII europeo, sigue a los presbíteros Felix Varela y a su tío José Agustín Caballero en el rompimiento con los métodos escolásticos de enseñanza, comparte con el obispo Juan José Díaz Espada sus criterios de mejoramiento científico y cultural. Estudia varios idiomas, conoce sus culturas, viaja abundantemente, por Estados Unidos y Europa.
En el magisterio se inicia por el año de 1824, en la cátedra de Filosofía del Seminario de San Carlos, donde cubre la vacante dejada por otro cubano ilustre del XIX, su amigo el bayamés José Antonio Saco.
Honrado consigo mismo y tenaz, se mantuvo invariablemente en las filas de los seguidores del pensamiento de Varela. Fue un ciudadano con preocupaciones sociales y una figura digna en circunstancias en que no abundaban todavía en Cuba los criterios definidos en cuanto al futuro político de la Isla.
Quienes pretenden censurarle porque políticamente no fue “un audaz” deben remitirse a su carácter: Don Pepe no fue hombre de trinchera, o mejor dicho, la tuvo en el diario acontecer, en la mesura y la honestidad de criterios. Sus propios detractores lo respetaron y reconocieron estas virtudes. Quiso reformas políticas, no para eternizar el coloniaje español, sino para que estas condujeran al proceso de la independencia, como algunos ya alentaban. A José de la Luz lo acompañaron cualidades poco comunes.
Pasó por enormes sinsabores, como el de la muerte de su única hija, durante una epidemia de cólera. Su fallecimiento en La Habana, el 22 de junio de 1862 conmocionó a la ciudad. Hubo luto en las escuelas del país. Sus aforismos le sobreviven. He aquí algunos:
-El hombre no muere cuando deja de existir, sino cuando deja de amar.
-Instruir puede cualquiera; educar, solo quien sea un evangelio vivo.
-Escribir es escoger, y hablar es dejar correr.
-La sencillez suele ser la señal del progreso o de la perfección.
-No estamos en cómo se enseña, sino en el espíritu con que se enseña.
-Antes proveeer que prohibir.
Y uno final:
-¡Bienaventurados los que conocen las señales de los tiempos, y las siguen!
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