Una casa con fantasma, Los desafíos de la ficción y el Premio Nacional de Literatura
Estas fueron mis palabras en el acto de entrega del merecido Premio Nacional de Literatura a Eduardo Heras León, en 2015. Así me dijo, con su hablar correcto y sincero: «Querida, no sé cómo pedirte, pero me gustaría que dijeras algunas palabras, en nombre de los alumnos del Centro Onelio, en la ceremonia». ¿Cómo negarme a quién nos ha dado tanto de sí?
En la trayectoria de cada escritor hay un libro que marca un punto de giro. Un libro bisagra donde, por fin, la autenticidad y honestidad de un estilo doblarán una página dentro de la totalidad de su obra y dispondrán, a su vez, los nuevos retos que todo creador debería imponerse a sí mismo. Digo debería, si es que se pretende lograr obra digna. En la trayectoria de cada escritor puede que haya un libro que se vaya de las manos y, por esa autonomía de que gozan las obras, recorra mundo. Con algo de suerte, marcará una generación, una época, la memoria de un país; con algo de publicidad, venderá bien; con algo de genialidad, será convertido en libro de culto; con algo de valor histórico o de contenido, será incluido en el plan de clases de alguna universidad; pero con algo de tragedia de seguro ese libro devorará al escritor, lo convertirá en un personaje con destino antojadizo. Le hará padecer, por capricho o por casualidad, una versión de las penas en el libro descritas.
Hasta su volumen de cuentos Los pasos en la hierba, Eduardo Heras fue lo que todo joven escritor: un hombre que cuenta la verdad de su tiempo. Luego esa verdad tan bien contada, irónicamente, sería su condena. En medio de esa contrariedad no es difícil suponer, menos a estas alturas, el horror que inundaba la mente, la vida, del joven escritor. Cualquiera habría apostado, para decirlo en buen cubano, a que se rajaría, a que no tendría la osadía de escribir otro librito como ese, a que la sentencia arrojaría como resultado el total abandono de la literatura. Seamos honestos, ¿a quién le quedarían deseos de escribir tras semejante experiencia?
Por suerte, si algo le sobraba al Chino eran deseos y, puesto que solo había cambiado el escenario, Heras siguió escribiendo cuentos bajo los mismos principios, solo que ahora eran personajes de una fábrica que machacaban el hierro y se paraban en medio de las reuniones del sindicato para llamar a las cosas por su nombre. A estas alturas sería tonto no admitir que, en el fondo, nada había cambiado, la única lamentable diferencia es que para él había pasado el tiempo con altas dosis de dolor y de rechazo, tanto, que valdría la pena preguntarse: ¿qué motivos llevarían a un hombre que vivió todo esto, más que a seguir escribiendo, a ejercer el magisterio para los jóvenes aspirantes a escritores? Vocación, claro está, dirían algunos, y llevarían razón. Heras León, además de revolucionario, obrero, miliciano, periodista, crítico y editor, es un maestro. Basta escucharle un poco y ya se le nota. Pero una cosa es el magisterio en una de esas academias que, a través de los años, han graduado pintores, músicos, bailarines y actores, donde ambos —la institución y el maestro— han alimentado de generación en generación la tradición y el prestigio, y otra bien distinta es echar los cimientos de una que hasta ese momento no había existido en nuestro país. Salvo por la experiencia de los talleres literarios, las tertulias y algún que otro escritor que a cada tanto gusta ofrecerse de mentor, no había existido algo de la magnitud de lo que hemos venido llamando, durante diecisiete años, Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso.
Como todas las grandes historias esta nació sin lugar fijo, al principio fue un sueño repartido entre unos pocos hasta que una casita pintoresca en la esquina marcada con el número veinte de la Quinta Avenida, en Miramar, se convirtió en la sede del Centro a partir de su quinto curso. Una casita elegante y ventilada que por tener tiene dos pisos con varias habitaciones, un par de terrazas y, esto pocos lo saben, hasta tiene un fantasma. Algunos juran haberlo visto, mientras otros solamente lo hemos sentido merodeando por la sala de los Cronopios, entre las estanterías de libros, o por las oficinas del piso superior. Pero del fantasma les hablaré después, antes debo contarles que también hay un libro llamado Los desafíos de la ficción, compilación de valiosísimos autores que no se hizo para vender, sino para entregarla de forma gratuita a todos los estudiantes del Centro y desde cuyo prólogo Heras ilustraba claramente sus intenciones:
Quote: Este libro, más que una recopilación de materiales sobre las técnicas narrativas, es el resultado de un sueño, una vocación, una voluntad. El sueño comenzó hace más de treinta años, cuando después de conocer la experiencia del Taller del Centro de Escritores Mexicanos, que dirigían Juan Rulfo y Juan José Arreola en la década del 50, quisimos intentar una experiencia similar en Cuba que, por diversas razones, en aquellos años, no pudo realizarse. El sueño continuó siendo sueño y comenzó a alimentar una sostenida y terca vocación, que ha enriquecido mi vida desde entonces: la de ayudar a la formación de jóvenes narradores.
Y el Chino ha cumplido su promesa. Hoy el centro cuenta con cientos de graduados que han acudido a sus aulas desde todos los rincones del país, creó la editorial Cajachina —llamada así por la técnica narrativa que lleva precisamente ese nombre—, la revista El Cuentero —en honor a ese gran cuento de Onelio—, una biblioteca, una sala de navegación, la posibilidad para los alumnos de imprimir sus trabajos, estar al tanto de la convocatorias de los concursos literarios, teclear textos y encontrarse con sus homólogos para sentir que, gracias a ese sueño del maestro, el oficio de escritor ya no tiene por qué seguir siendo, en muchos sentidos, el más solitario del mundo.
Mucho puede aprenderse en esas aulas si se sabe escuchar, entre tantas otras, su primera conferencia de la evolución de las técnicas narrativas a través de la historia de la literatura, cuando se es testigo de las emotivas palabras de despedida de los estudiantes egresados que dan comienzo a cada nuevo curso, y sobre todo, cuando los profesores Sergio Cevedo y Raúl Aguiar, juegan al policía bueno y al policía malo, respectivamente, mientras a uno no le queda fragmento vivo del cuento que leyó delante de todos. Como se imaginarán, un ejercicio duro, pero necesario. Tan necesario como llegar a entender qué significa cuando el Chino asegura al final que, en materia de literatura, no todo está dicho. Tan necesario como la labor de esa personita que ha acompañado al maestro durante todos estos años, su esposa Ivonne Galeano, y digo de nuevo su nombre porque ella se queja de que los cubanos no lo pronunciamos bien, Ivonne, a usted también le debemos esta gran obra literaria que es hoy el Centro Onelio. Justamente es esa vocecita uruguaya la encargada de llamar por teléfono a los aspirantes para informarles que han sido seleccionados, coordina todo tipo de actividades, como la de aquel Festival Internacional de Narradores Jóvenes que nos atrevimos a hacer sin tener la más mínima idea de cómo se organizaba algo así, pero lo hicimos.
Con una generosa cantidad en metálico cada año se concede, gracias a la madre de Ivonne, que en memoria de su esposo, quien fue en vida un entusiasta defensor de la literatura, el premio César Galeano al mejor cuento de entre los que presentan los estudiantes, optando a su vez por las becas de creación «El caballo de coral», que tanto impulso les dan a los proyectos de los principiantes. Una vez al año el claustro se reúne, valora, opina, eligen a los dos afortunados jóvenes que habrán de representar al Centro Onelio y a la literatura cubana en la Feria del Libro de Santo Domingo. Una vez al año se convoca al concurso de minicuentos El Dinosaurio y varias veces durante el curso hay que hacer malabares económicos —si lo sabrá Mariela, la administradora— para traer a los alumnos desde sus provincias, hospedarlos, alimentarlos, mostrarles este como uno de los mundos posibles. Y todo esto ocurre, no pocos hemos tenido la posibilidad de verlo con nuestros propios ojos, en presencia de un fantasma que recorre, a veces de buen humor, a veces de no tan buen humor, los pasillos. Toca la campanita de la entrada haciendo que uno vaya por gusto porque en la puerta no hay visitante alguno, quizás fue él mismo quien provocó que llegaran aquellas ruedas de tractor en lugar de la ultra moderna impresora Riso que media humanidad esperaba como cosa buena para descargar en la editorial, sin saber que la impresora le había llegado, por error, a unos agricultores en Túnez. Quizás también sea el responsable de que en ocasiones escasee el papel, que no haya repuesto para la impresora, que a veces se rompa alguna computadora y cueste trabajo reemplazarla, o de que falle la conexión a Internet y entonces el Chino tenga que andar tocando puertas y más puertas hasta resolver el problema.
Estarán de acuerdo conmigo en que, en la trayectoria de cada maestro, hay un discípulo, en este caso unos cuántos, que marcan un punto de giro y hacen que cobren valor los años dedicados a la enseñanza. Con algo de empeño, esos discípulos le añadirán aún más valor a la obra del maestro; con algo de talento, iniciarán obra propia; pero con algo de honestidad esos discípulos no podrán menos que agradecer y lo harán, también, escribiendo, promoviendo la literatura, dirigiendo talleres, ejerciendo la crítica, llevando a la práctica lo que aprendieron en aquella casita con fantasma de la Quinta Avenida: siendo mejores seres humanos.
Hoy suman más de cincuenta los años de docencia dedicados a una cada vez más grande familia de escritores, donde se celebra y se comparte cada premio literario obtenido por un egresado como si fuera propio. De modo que este largamente esperado Premio Nacional de Literatura es una más, solo que esta vez la más grande de nuestras celebraciones. ¿Cómo le harán ellos para repartir un solo premio entre tanta gente?, imagino que se estarán preguntando, pero eso no es problema para nosotros, porque si algo nos ha enseñado el maestro es que en el mundo de la literatura hay lugar para todos. Compartir, esa ha sido una de sus grandes enseñanzas. Y ahora me permito, en nombre de todos los egresados del Centro, de los que no pudieron asistir a esta ceremonia pero han hecho llegar su enhorabuena desde sus provincias y hasta desde otros países, decirle a Eduardo Heras León que su obra está a salvo con nosotros, que cada uno dará de sí para seguirla impulsando y con ese orgullo limpio de quien ha tenido un padre digno, decirle, maestro, usted merece este premio.
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Tomado de Cuerpo público
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