Discurso para la recepción del Premio Nacional de Literatura 2019
Siempre que me preguntan sobre el oficio del escritor y la escritora, acudo a una definición atribuida a los franceses hermanos Goncourt: «facilidad innata y dificultad adquirida». A lo que yo añado dos premisas: el dominio de la lengua y la conciencia de pertenecer a una cultura determinada.
Yo también he tenido otras divisas como persona y como escritora, y una de estas ha sido un hermoso y lúcido verso de la poesía lírica azteca que se preguntaba qué debía dejar uno después de su muerte y contestaba: «Al menos flores, al menos cantos».
Recibir el Premio Nacional de Literatura me ha redondeado los afanes de mi vida literaria. No solo lo agradezco enormemente, sino que estoy conmovida por tantas muestras de afecto. Y lo comparto con todos aquellos, familia, amigos, colegas, que me han ayudado a llegar a este punto.
Deseo aprovechar la ocasión de este acto para rendir sincero homenaje a aquellos ganadores anteriores de la distinción con la que hoy se me honra, afirmando que el ser merecedora del premio por ellos ya alcanzado prestigia aún más mi propia condición de premiada y el honor de compartir este pase de lista.
Antes de continuar quiero agradecer de manera particular a los jurados, a los amigos como Lázaro García que me han estimulado a no perder las esperanzas y a los editores de mi obra. Y agradecer a mis amistades en el extranjero que han traducido y publicado mi obra: Colette Casado, Irina Bajini, Sara Cooper y Fabio Murrieta.
Como tantas personas me han ido diciendo, siento que al fin he alcanzado algo que hace mucho quería. Lamento que por haber pasado ese tiempo, no estén a mi lado algunos difuntos que lo hubieran celebrado conmigo como Ezequiel Vieta, mi hermano Albertico Yáñez y Nancy Alonso. Pero el obtenerlo ha sido una emoción y un honor grande. Como ya he repetido, las manifestaciones más importantes han estado en las tantas demostraciones de afecto y aprobación que he recibido.
Si mi padre Alberto Yáñez estuviera vivo, diría que me acaban de dar un equivalente al balón de oro. (¡Gol!), Y yo añadiría también con un toque de humor negro que este premio me ha cambiado hasta mi epitafio que consistía en «Al fin en todas las listas negras». Ya no.
Cómo y cuándo nació esta vocación mía por las letras
En mis comienzos de escritora, sin lugar a dudas, está en primerísimo lugar la familia. Mi papá periodista, y una madre con una excepcional sensibilidad. Así que creo que hay algo en los genes por ahí. Las motivaciones… bueno, cuando era pequeña quería que los cuentos terminaran como a mí me gustaba y así empecé…
Desde niña, con una familia inclinada a las letras y un tío abuelo que me enseñaba poemas, siempre tuve la lectura como parte de mi esencia. Escribía cuentecitos. Mi niñez fue común, si se puede llamar común a tener un tío abuelo como el mío, o unos padres como Nena y Alberto. Mi tía Tata me regaló a los seis años Los tres mosqueteros y una lamparita para leer en la cama. Todavía conservo ambos objetos y la costumbre. Mi familia me puso a estudiar piano y baile español, lo típico; pero al mismo tiempo me llevaban a los juegos de La Habana y Almendares, a los palcos reservados para los periodistas de las carreras de autos, a corretear con los futbolistas en el estadio de La Tropical, sin ningún melindre. Mi tío abuelo Félix era el coime de los billares del Centro Asturiano, un ser peculiar, dulce y enamorado. Escribía poemas y se daba tragos con Hemingway en El Floridita. El tío Félix me secundaba en mis fantasías aventureriles, íbamos a pescar a Casablanca con un cordelito y un clavo jorobado, o a cazar leones con una escopetica que disparaba un corcho en los jardines del Capitolio. La escalera de la casa de la abuela era el barranco donde se escondían los eternos enemigos, los indios apaches. El campamento de «los buenos» era detrás del escaparate de mi mamá. Mi mamá Nena tenía una mente muy ágil y una sensibilidad peculiar; mi papá Alberto, periodista y futbolista, un sentido del humor todo el tiempo en acción. Desde siempre que recuerdo, mi casa era un avispero de imaginación. Creo que todo ese caldo de cultivo hizo que mi hermano y yo nos inclináramos a las letras…. tal vez la manera más apacible de canalizar aquellas energías tan locas de mi familia.
Mi primer premio literario me lo dieron en el sexto grado en el Plantel Jovellanos donde yo estudiaba, tenía diez años y era un concurso sobre la Fundación del Centro Asturiano de La Habana. Me gané una medalla y mi texto, escrito en el aula como un examen, fue publicado en la revista TÓPICOS hispano-cubanos en julio de 1959. La primera frase de mi texto era «El triunfo es de los que se sacrifican».
No obstante, mi principal giro fue el de la profesión. Desde niña yo quería trabajar en publicidad y ser caricaturista. Combinar la destreza para el trazado de dibujos con la habilidad para escribir. De esta manera, apenas con doce años, participé junto a mi padre como fundadora del diario humorístico Pa´lante, donde incluso llegué a publicar algunas caricaturas.
Me incliné a estudiar pintura y de hecho pasé las pruebas para entrar en la Escuela Nacional de Arte. Entonces, a punto ya de hacer mis maletas para becarme en Cubanacán, me avisaron de que había sido seleccionada para una escuela distinta, un bachillerato para adolescentes superdotados, lo que sería el Instituto Preuniversitario Especial «Raúl Cepero Bonilla». Una interferencia en mis planes —aunque a mi favor —, pues esos tres años en el «Cepero Bonilla» fueron no solo felices, sino decisivos en el establecimiento de una ética de exigencia y de rigor. Hubo otros giros más: de una niña mimada y bien educada, me transformé en joven rebelde y medio hippie.
Me inicié en la literatura escribiendo narrativa, cuando era una adolescente. Y lo primero de ficción que publiqué en una revista fue un cuento en la Revista Santiago. Luego estudiaba en la Escuela de Letras y allí por la asignatura de Historia del Arte, Adelaida de Juan nos encomendó la tarea de visitar la parte antigua de La Habana, lo que llamamos «La Habana Vieja», con sus mansiones de siglos pasados, sus callejuelas, sus iglesias, sus plazas. Mientras descubría una parte de la ciudad que, aunque la había caminado de vez en cuando, no la había visto con los ojos de la admiración artística y, para mí, fue un deslumbramiento. Tenía veinte años y también descubrí el primer amor. Un día me senté y como en una racha incontenible escribí un manojo de poemas. Esos poemas que cuentan del arrebato por mi ciudad y por el amor formaron el libro Las visitas que fue Premio del concurso universitario «13 de marzo» y mi primer libro publicado. Es, además, mi libro más querido.
Para mí ese fue durante mucho tiempo el gran premio de mi vida. Me publicaron el libro, que se convirtió en mi texto más estimado. Era un galardón que muchos teníamos en alta estima (Abel Prieto también lo ganó, en narrativa).
En los años sesenta, éramos fanáticos de aquella película que se llamaba Hiroshima mon amour. Lo que más me impresionaba de ese título proyectado sobre la trama era su oculta relación entre el amor y el sufrimiento. Es cuando uno ama tanto a algo o a alguien que le duele. Esa es La Habana, «mi amor», para mí. Es la sustancia de mis primeros poemas, Las visitas, un recorrido por la Habana Vieja. Es la sustancia de mi primer cuento y que le dio título a una de mis colecciones de narraciones La Habana es una ciudad bien grande, y creo que es la razón de buena parte de mis elecciones en la vida. La Habana es el mar, sus ruinas, sus gentes, la nostalgia concreta de los que no están, mis perros, mi patio de Cojímar, mi propio «huerto claro donde madura el limonero», como diría Machado.
Así que dedico parte de emoción al 500 aniversario de la ciudad de La Habana.
Cojímar tiene lo que más amo de La Habana: el mar… y ese aire que imprime de limpieza de espíritu, de aventura no culminada, de serenidad y también de furia cuando viene a cuento. Es, como hubiera dicho Hemingway, trasladando el set: «un lugar limpio y bien alumbrado». Para vivir, para escribir, y para morir, también cuando venga a cuento.
Como ya he dicho en otras ocasiones, entre los escritores del exterior como influencia después de su lectura, empezaría por Salinger; después Carson McCullers, y Hemingway. También Marguerite Yourcenar y Juan Rulfo. Y entre los escritores cercanos que me han apoyado en mi elección de convertirme en escritora me siento agradecida a Ezequiel Vieta (que me llevaba recio en el ejercicio de escribir, pero sin desalentarme, todo lo contrario), a mis profesores Roberto Fernández Retamar, César López, Jaime Sarusky y Juan Arcocha. Amigos como Pepe Triana. Y también a mis profesores de literatura tanto en el Instituto «Cepero Bonilla» como en la Escuela de Letras, como Nuria Nuiry, Camila Henríquez Ureña, Juanita Conejero, Lucía Sardiñas y Mirta Aguirre. La literatura se volvió la inquietud más seria de mi vida. Leer y escribir son las armas de mi existencia.
Los libros extranjeros que entonces se publicaban en Cuba se conseguían por centavos y en Cuba se publicaba muchísimo de lo mejor de la literatura europea, norteamericana y latinoamericana (y de otros lares también, claro). Uno de mis primeros trabajos críticos fue un prólogo sobre Carson McCullers. Leí mucho a Salinger, a Hemingway, la novela realista francesa, a las Marguerite Duras y Yourcenar, a Benito Pérez Galdós, que es una estupenda escuela para quien quiera escribir en correcto español y no parezcan como traducciones (algo que ocurría en algunos textos cubanos que han tenido mucho bombo). Por supuesto, también leía y daba clases sobre ellos, desde fechas bien tempranas, a Borges, Rulfo, Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa. Algunos me influyeron para bien, como en la concisión. Otros me influyeron para mal y con los que he cometido parricidio en mi disco duro. A Raymond Carver lo descubrí gracias a Alain Sicard, colega y amigo profesor en Poitiers, que vio puntos de contacto y me regaló sus cuentos… ¡en francés!
Y como buena hemingweyana siempre he estado pendiente de lo que se oculta debajo de la punta del iceberg.
Para seguir, insisto en que defiendo el término de poetisa. En el uso correcto de la lengua ese es el término que corresponde. Entiendo las razones de orden histórico y estético que ha provocado que muchas prefieran ser llamadas «poetas», pero no debemos dejarnos arrebatar por determinaciones de género, el uso de un término en correcto español y además tan bello.
Yo creo muy firmemente en que para escribir en una lengua hay que, ante todo, dominarla. Aunque resulte tedioso, el aprendizaje de los autores españoles del siglo XIX no tiene comparación. El instrumento del escritor es, como el martillo del carpintero, el idioma. Insisto, hay que ser culto y conocedor de la lengua en la cual uno escribe. Es el abecé de la escritura.
Mi intención estética, aunque haya elementos fantásticos, es sobre todo realista. Y con distintos personajes como el de la mujer enloquecida que habla sola en mi novela Sangra por la herida, uso exactamente estos componentes: el sueño y el humor. Lo que siempre se mantiene de una u otra forma en mi obra, es la mezcla del humor con lo trágico, diría que casi es un sello literario mío. En los momentos más trágicos, más horribles de mi vida, no he podido dejar el humor negro, porque si se hiciera un recuento lo primero que yo escribía eran cuentos negros.
Por otra parte, ya como un rasgo de estilo, me gusta que mis personajes hablen desde una autenticidad. La busco, sin que ello implique un naturalismo banal o la aceptación de la grosería para ser realista. Creo que el español del habla no se puede transferir literal a la literatura como sí se puede en otras lenguas. Con el español hay que hacer un cuidadoso trabajo de reelaboración, pero siempre partiendo de lo genuino.
La emoción y la sensibilidad son importantes a la hora de escribir, pero también la cultura y el conocimiento preciso del idioma y lograr que salga de una forma natural. Como decía Bioy Casares, estoy convencida de que «el escritor debe escribir con claridad», a lo que añado austeridad en el estilo, sinceridad en la elección de temas y enfoque, y naturalmente dominio del lenguaje.
La literatura es para mí, en primerísimo lugar, conocimiento. En segundo lugar, entretenimiento. La tercera es comunicación. Yo creo que estos son los tres aspectos fundamentales. El escritor tiene que comunicar una emoción y tiene que trasmitir su verdad. Es que para mí la literatura verdadera cumple una función cognoscitiva dentro del entretenimiento y del intercambio con los demás. Y esto vale para todos los géneros que he asumido desde la ficción, el testimonio, el periodismo hasta los guiones.
Ahora quisiera leer una cita del narrador cubano Lisandro Otero en su discurso de aceptación del Premio Nacional en 2003. No se puede decir mejor y más sintético de cómo él lo dijo:
A veces fui catalogado como conflictivo y polémico por mantener ciertas pautas divergentes, pero sostuve mis discrepancias sin ceder jamás en los principios. Los disentimientos nunca fueron de fondo. No he sido un conformista sumiso ni un resignado sin criterio y a ello debo no pocos tropiezos. Me considero intransigente y por ello mismo, revolucionario.
La lengua dura de la escritora norteamericana Djuna Barnes advertía que había que «huir del veredicto de lo vulgar». Pero yo no huyo… presento pelea. Efectivamente, aunque no lo disfruto, no me puedo morder la lengua —como me recomendaba mi sabia mamá— ante la vulgaridad, la corrupción, la mediocridad, la injusticia. Supongo que la fama de buscapleitos me la hayan endilgado algunos que no han salido bien parados de una discrepancia conmigo. Y pudiera contar muchas historias.
Desde joven, siempre he pensado que se debe ser consecuente con uno mismo. Una de las palabras claves es compromiso y otra es la honradez al escribir. La literatura no es un sofá cómodo desde donde disponerse a ser testigo de la realidad. Escribo para exorcizarme de verdades insoportables.
Todo lo demás es floritura. La esencia es esa: la igualdad de condiciones, de posibilidades. En el caso de la literatura se trata también de hacer una lectura de los textos desde una mirada de género. No exclusivista naturalmente. Siempre recalco que todo fundamentalismo es anti-intelectual, y que lo principal es el talento, escribir bien. Ser escritora feminista significa para mí el rescate del olvido de la obra de muchas escritoras silenciadas, tomar conciencia ante el hecho creativo, y en definitiva escribir como se piensa. Antes de cerrar estas palabras quiero recordar a mis dos personajes inspiradores en todas las épocas: el Principito y el Zorro. Y la célebre frase de que:
He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos. (…) Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa.
Y para cerrar voy a leer las últimas líneas de un poema que me regaló el amigo y colega Rolando López del Amo, por haber obtenido el Premio Nacional de Literatura:
Así es como me parece
que se debe reaccionar
al ocupar un lugar
prestigioso y merecido
que triunfa contra el olvido.
Entonces: ¡a trabajar!
Muchas gracias.
(27 de marzo de 2019)
***
Palabras incluidas en el libro Los agradecidos del mañana de Luis Amaury Rodríguez, publicado por nuestra editorial en 2021.
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