Crecida de la ambición creadora. La poesía de José Lezama Lima y el intento de una teleología insular
Las obras poéticas de Brull, Florit y Ballagas, perfectamente justificadas y salvadas en sí mismas, carecían de virtud fecundante para las generaciones posteriores. Salvo el contacto inicial de Florit con Feijóo, de escasa refracción, como veremos, en las orientaciones definitivas de este último, ningún poeta importante pudo hallar impulso, ni siquiera polémico, en aquellas órbitas cerradas, estrictamente personales. Basta hojear la colección propiciada por Juan Ramón Jiménez, La poesía cubana en 1936, para comprender que la derivación inmediata era un vino cada vez más flojo, más aguado. Lo mismo habría de ocurrir en España con la generación correspondiente —la de Lorca, Alberti, Guillén, Salinas, Cernuda, Aleixandre—, que no ha podido engendrar sucesión válida. La explicación en ambos casos es idéntica (aunque tal vez se agrava en el nuestro): son generaciones de epígonos, que hacen una poesía de mucha calidad, pero derivada, sin arranque primigenio y raigal. Son, en definitiva, herederos y diversificadores, de primero, segundo o tercer grado, de las intuiciones poéticas sucesivas y el impulso fecundante central de Juan Ramón Jiménez. Por eso algunos de los más jóvenes por estos años, animados de un oscuro instinto, nos dirigimos directamente a ese venero juaruamoniano que entonces algunos podían juzgar como un retraso formativo, como algo que se situaba en el antes. Pero ese antes era una verdadera raíz, un verdadero comienzo, contenía un Eros poético original que podía, precisamente por la distancia, provocar nuevos fuerzas liberadas del causalismo inmediato y a la postre cerrado de los epígonos. En España se plantea de otro modo el mismo fenómeno y después de la guerra civil los más jóvenes buscan roca de salud en Antonio Machado, en Miguel de Unamuno y en César Vallejo, mientras las levaduras juannramonianas hallan más ávido destino en América. Pero entonces aparece entre nosotros, por los años de la visita de Juan Ramón, la figura realmente fabulosa de José Lezama Lima (1910).
Cuando digo «fabulosa» no lo digo en hipérbole, sino reviviendo con exactitud la impresión de aquellos años. Lezama no empezaba su discurso en verso o prosa desde el mismo plano que los otros. No había en él Ia menor continuidad con lo inmediato anterior, pero esa fuerza de ruptura, o mas bien de irrupción, no lo encerraba tampoco, a pesar de las apariencias, en un contrapunto polémico. Su espacio y sus fuentes no estaban en relación esencial ninguna con la circundante atmósfera poética. Su tiempo no parecía ser histórico ni ahistórico, sino, literalmente, fabuloso. Así, no nos sorprendía, aunque es el verso más sorprendente con que haya empezado jamás un cubano un poema, el inicio lejanísimo y sin embargo familiar de su primer cuaderno, Muerte de Narciso (1917): «Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo». No nos sorprendía, era ya una familiaridad ganada sin esfuerzo por él y para todos, con el tiempo original de la fábula y, a través del cuerpo del poema, con la incorporación barroca de ese tiempo. Un tiempo original, es decir, un verdadero principio. Nuestra poesía, como si nada hubiera ocurrido, tomaba contacto, soñadoramente, con el anhelo mítico inmemorial que estaba en la imagen renacentista de la isla y, poniéndose al amparo de la virgen que es fecundada por el rayo de luz y de los pacientes oros de los transcursos naturales, comenzaba de nuevo matinalmente su discurso. Si Espejo de paciencia encuentra el contraste barroco de lo mitológico y lo indígena, Muerte de Narciso se sitúa en la naturaleza mítica de abierta encarnación barroca. Aquel «sentimiento de lontananza» de que ya le hablaba Lezama a Juan Ramón en su Coloquio es el que sitúa al poema en la reminiscencia de la imagen mítica de la isla, remontando nuestro tiempo al tiempo fabuloso de la fecundación y la paciencia. Basta por otra parte contrastar el gongorismo gitano de Lorca o los ejercicios retóricos de Alberti en homenaje a Góngora, con el verso de Muerte de Narciso, para comprender que estamos muy lejos de los fenómenos literarios de influencia, derivaciones o revalorización. La libertad y apertura de la palabra de Lezama en este poema, nos avisaban ya oscuramente sobre un barroquismo que no era el previsible. Cuando Karl Vossler estuvo en La Habana se asombró del prolijo y deleitoso conocimiento de clásicos menores que tenía Lezama. Su incorporación poética de la cultura lo llevaba a buscar nutrición e impulso en las fuentes originales de la lengua. Ya veremos el sentido que alcanza en él esa incorporación cultural. Pero sentíamos que aquella erudición, si le daba respetuosa reverencia para los maestros del barroquismo español, no era causa suficiente de estrofas como esta:
Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados, aguardan la señal de una mustia hoja de oro, alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes. Dócil rubí queda suspirando en su jugo ya ascendiendo. Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas islas y aislada paIoma muda entre dos hojas enterradas El río en la suma de sus ojos anunciaba lo que pesa la luna en sus espaldas y el aliento que en halo convertía.
Esa humedad terrígena que entreabre la corteza fogueada de las palabras, esa regalía bien cifrada que no necesita los martinetes formales para demostrar su señorío, antes bien inventa a cada paso la forma de relaciones mágicas y deleitosas, como la testa de la piña nunca repetida, siempre sorprendente, y que iba a ser también el secreto de los señoriales «Sonetos infieles», nos avisaba el punto de partida distinto, inderivable, del barroquismo de Lezama. Pero es ahora, veinte años después, cuando él mismo nos ha dado la explicación e indicado el linaje en sus conferencias sobre La expresión americana, señaladamente en su caracterización del señor barroco criollo y en su intuición del espacio americano como un «espacio gnóstico, abierto»: es decir, abierto a Ia nupcialidad cognoscitiva y fecundante de la forma. Por eso dice: «Las formas congeladas del barroco europeo, y toda proliferación expresa un cuerpo dañado, desaparecen en América por ese espacio gnóstico, que conoce por su misma amplitud del paisaje, por sus dones sobrantes». Así desde el principio el mito de la insularidad, que no era un fenómeno a buscar en nuestra lírica, como suponía Juan Ramón, sino la reminiscencia de la imagen mítica dela isla americana, se integra con ese paisaje de generosas trasmutaciones, con ese espacio donde la semilla formal hispánica se abre a una tradición de piedras convertidas en guerreros, objetos convertidos en imágenes, como el ejército del inca Viracocha, y a una futuridad desconocida.
Este concepto de futuridad nos trae a otro de los rasgos vocacionales de Lezama. La inspiración misma de su poesía lo lleva a convertirse pronto en fundador de revistas como Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía y Orígenes, que durante doce años ha sido, creo, la mejor publicación de su género en lengua española. Lezama, aunque también lo sea, no es esencialmente el poeta que se aparta para hacer su obra. Hubo siempre en él una vocación de constructor, de fundador, una apetencia de coralidad. Así fue formándose en torno suyo, a través de soplos, oscuras adivinaciones y encuentros inexplicables, por modo totalmente mágico, una misteriosa familia de amigos, con su inevitable franja de enemigos sucesivos y relevados, que lo han hecho el centro de la vida poética cubana en los últimos veinte años. Pero este fenómeno, que pudiera interpretarse como signo generacional, es preciso completarlo con otras dos observaciones: la primera, que hay mucha más diferencia entre los integrantes de este grupo que entre los de la generación anterior; la segunda, que si su taller abarca desde Lezama nacido en 1910, hasta Lorenzo García Vega, nacido en 1926, poetas aún más recientes se han sentido a sus anchas en el espacio, el impulso y la magistral compañía de Lezama. esto indica que, en la medida que las mezquindades del medio lo permiten, se ha intentado superar las fatalidades cronológicas para integrar lo que el propio Lezama ha llamado «un estado de concurrencia poética», donde, sin programa ni estética previa, dentro de la más viva libertad individual, se acrezca el granero común y se avizoren las tierras desconocidas. Para esto era necesario un centro de gravitación situado más allá de los causalismos visibles y un emplazamiento de la poesía como absoluto medio cognoscitivo. Es esta la primera vez en la República que, sin actitudes iconoclastas ni polémicas, por el peso natural de las cosas, se rompe la madeja del determinismo generacional: de ahí la simpatía y libertad con que hemos podido juzgar a nuestros predecesores lejanos e inmediatos, aunque sin renunciar a las ganancias de una perspectiva definida, que a su turno mostrará el reverso de unas limitaciones igualmente definidas. Es también la primera vez que la poesía se convierte en el vehículo de conocimiento absoluto, a través del cual se intenta llegar a las esencias de la vida, la cultura y la experiencia religiosa, penetrar poéticamente toda la realidad que seamos capaces de abarcar. Aquí está la explicación del empeño de este curso, en el que nos hemos propuesto descubrir las esencias de lo cubano a través de la expresión poética. Porque la poesía se he vuelto para nosotros un menester de conocimiento y únicamente de sus testimonios esperamos la verdad.
Todo esto empezó a hacerse posible cuando en 1939 Lezama fundó Espuela de Plata y cuando, dos años más tarde, publicó Enemigo rumor. Yo me siento impotente para comunicarles a ustedes lo que este libro significó en aquellos años. Leerlo fue algo más que leer un libro. Su originalidad era tan grande y los elementos que integraba (Garcilaso, Góngora, Quevedo, San Juan, Lautréamont, el surrealismo, Valéry, Claudel, Rilke) eran tan violentamente heterogéneos, que si aquello no se resolvía en un caos, tenía que engendrar un mundo. Esto último fue lo que sucedió; y no solo un mundo para él, sino la posibilidad para todos de comenzar su periplo en la crecida súbita de la ambición creadora, en la oscuridad original de los dones, en la vertiginosa esperanza de lo desconocido. En Experiencia de la poesía recogí algunas páginas de un interminable trabajo en el que yo daba mi testimonio de las primeras lecturas de Enemigo rumor. Aquel trabajo quedó inédito, en parte se ha perdido, y hoy solo tiene para mí un valor, digamos, de época, como el testamento de un adolescente. Comentaba allí, uno por uno, los poemas del libro.
Los poemas pasaban ante nuestros ojos como misteriosos donceles, una fineza y lentitud de sobrepasada égloga: «Ah que tú escapes», «Una oscura pradera me convida», «Puedo mirar», «Doble desliz, sediento». La sustancia eglógica de la isla, tan graciosamente insinuada en «Los baños de Marianao» de Ignacio Valdés Machuca, en los idilios de Poey y en la «Égloga cubana» de Plácido, se remonta aquí, superando toda superposición cultural, a su lejanísimo tiempo reminiscente. Por allí transcurren como en el primer día de la creación, «los animales más finos», los paradisíacos animales «de pasos evaporados»: serpientes, gamos, antílopes, que ya solo podemos encontrar en el impedido sueño de la inocencia, en las sorpresas nocturnas de la memoria, a través de la sutil ironía con que la belleza envuelve al ser desterrado, como una niebla impalpable. Así la égloga infusa en la mirada revela, con remota cortesía, su raíz sagrada, teológica. El paseo delicioso por los jardines del tiempo y los palacios de las metamorfosis tiene la secreta melancolía soñadora del exilio. Pero no es un exilio demoníaco, rencoroso, bastardo, sino por el contrario señorial y confiado en las virtudes conciliadoras de la luz. El hastío y el desdén casalianos dejan de ser aquí actitudes subjetivas, personales, para convertirse en divinidades impasibles del irónico destierro. El poeta transcurre frente a ellas, levemente tocado por su humedad, pero también apoyándose en la pesadumbre de su fabulosa realeza, en su «silencio opulento como un manto olvidado». Todos los elementos reminiscentes de lo cubano —égloga, nostalgia, lejanía— se restituyen a su tiempo sagrado y a su sentido teogónico, presidiéndolos la confianza en el misterio de la mediación: «Deípara, paridora de Dios». «Oye tú no quieres crear sin ser medida». («Sonetos a la virgen»).
Quisiera ahora leer y comentar con ustedes, página por página, este libro inolvidable, con el cual se inicia una época de nuestra expresión. Volver al convite gentil de los sonetos, al suntuoso responso de «Queda de ceniza», a la nocturna edificación infinita de «Un puente, un gran puente», con su gigantesca nostalgia, a la gloria de colecciones marinas regaladas por las «furias suaves» en «Suma de secretos», donde la ingravidez, la levedad, la suavidad rumorosa del litoral cubano gravitan en torno a la cortesía sagrada de la muerte: «Su cortesía de diosa giradora siento». Volver, en fin, a ese fresco de Giotto, de colores robustos y tiernos, «San Juan de Patmos ante la Puerta Latina», donde el argumento supremo, el que va a fundirse con la gracia del martirio y la fundación católica, procede también del misterio insular, deshaciendo el causalismo romano:
Llegaría otra prueba y otra prueba pero seguirían reclamando pruebas y otras pruebas. ¿Qué hay que probar cuando llega la noche y el sueño con su rocío y el rumor que vuelve y abate, o un rumor escondido en las grutas, después en la mañana?
No pudiendo hacer el comentario moroso, prefiero intentar comunicarles el nuevo planteamiento de la poesía que en este libro se realiza tal como hoy lo veo, y algunos ejemplos de esa nueva visión aplicada al conocimiento de lo cubano y al ensanchamiento de sus posibilidades cognoscitivas, verificándose así el ideal que esbozaba Lezama en uno de los aforismos del primer número de Espuela de Plata: «La ínsula distinta en el Cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el Cosmos».
Aquel rumor tan largamente oído en la naturaleza insular por nuestros poetas del siglo XIX, aquel rumor misterioso del trasmundo que lo llama y lo arrastra fuera de la asfixiante realidad, en Lezama se constituye absoluto rumor inapresable de la poesía misma. Su primer libro, publicado en 1941, se titula Enemigo rumor. ¿Por qué «enemigo»? Porque, para él, como nos decía en bellísima carta tres años después: «Se convierte a sí misma, la poesía, en una sustancia tan real, y tan devoradora, que la encontramos en todas las presencias. Y no es el flotar, no es la poesía en la luz impresionista, sino la realización de un cuerpo que se constituye en enemigo y desde allí nos mira. Pero cada paso dentro de esa enemistad, provoca estela o comunicación inefable». Examinemos detenidamente los contenidos de esta declaración.
En abierto contraste con la poesía como ausencia, víspera o fuga, de Brull y de Ballagas, o con el ya redondamente posesor de una realidad ceñida por contornos claros, de Florit, para Lezama la poesía encarna como sustancia devoradora de toda realidad. La encontramos, dice, en todas las presencias, pero esto no significa que sea, ella misma, una presencia disfrutable; antes bien, tan pronto la vemos, penetra con su presa en lo invisible, o establece una distancia mágica, intraspasable, como un nuevo cuerpo, una nueva realidad «que se constituye en enemigo y desde allí nos mira». Ese allí es la distancia dolorosa que el poeta no puede nunca atravesar. Hay una enemistad original, de raíz sagrada, entre la criatura y la sustancia poética. No olvidemos que el hombre es, por definición, en todas las intuiciones primigenias, el expulsado. Pero hay también una atracción irresistible entre la criatura y la sustancia poética. Ese cuerpo enemigo, siempre a la misma distancia, no cesa de mirarnos. Su mirada fija (La fijeza se titula el segundo libro de Lezama), significa un desafío y un llamado. Cada vez que respondemos a él sin traicionarlo con fáciles soluciones subjetivas impresionistas o románticas, penetrando en las tensiones y resistencias de esa enemistad y fascinación sagradas, como un navío en desconocidos mares, provocamos «estela o comunicación inefable».
La poesía se sitúa entonces, no en lo que nos sucede, ni en la culpa subjetiva, sino en el pecado original y en lo que el acaecer desplaza como realidad que desconocemos:
No es lo que pasa y que sin voz resuena. No es lo que cae sin trampa y sin figura, sino lo que cae atrás, a propia sombra. El pecado sin culpa, eterna pena que acompaña y desluce la amargura de lo que cae, pero que nadie nombra
(Invisible rumor, II)
Si el poeta, dentro de esta concepción de la poesía, quiere ser fiel al desafío de la sustancia inapresable, tiene que renunciar a esas posesiones provisionales (forma regular, sentido lógico, armonía, unidad) que acaban en frío contorno insuficiente, y respetar el Eros que lo arrastra. El impulso poético es insaciable como el amor que «cumpliendo su fruto solo viene / a su forma, y de nuevo desespera». Esa esencia insaciable (porque lo que persigue solo rinde un inerte simulacro a la posesión), le da a la poesía de Lezama una avidez profunda, que sin embargo no lo disipa, al estilo romántico o surrealista, en sobresaltos o sonámbulas acometidas, sino que lo centra señorialmente en su ojo barroco. Al desafío inmóvil responde con la avidez regia. La batalla se libra en el cruce de las miradas, en la distancia enemiga. Por todo esto, frente al ideal de la perfección, de límites claros, de posesión de lo hermoso («el pájaro en la mano», que diría Jorge Guillén), típico de la generación española e hispanoamericana anterior exclama:
Oh tú impedido, sombra sobre el muro, solo contemplas roto mi silencio y la confusa flora de mi desarmonía. Yerto rumor si la unidad maduro, nuevo rumor sinfín solo presencio lo que en oscuros jirones desafía.
(Invisible rumor, II)
La sustancia poética, en suma, no está en las voces del mundo aparencial («abejas de apariencia y desvarío»), pero tampoco en sus configuraciones intelectuales («ilusa cisterna del entendimiento»). Está en ese «extraño silbo» que en medio o detrás de las voces se detiene y nos detiene; en ese discurso que no se estanca como linfa de la forma sino que se restituye incesante al misterio; en ese ser que vislumbramos por «el rostro huido en frío rumor». Pero que no se evapora como rocío sobre las cosas, sino que desde allí, su allí, nos mira («Invisible rumor»).
Dicho en otras palabras, la poesía no es para Lezama un estado efusivo del alma, ni una cualidad de las cosas, ni mucho menos el culto de la belleza. La poesía es el reto sagrado de la realidad absoluta. Ese reto nos conmueve, le da una fascinación distinta a las cosas, nos enamora de la belleza del ser, pero a ninguna de estas instancias debemos responder como ante realidades con las cuales podamos dialogar. La respuesta tiene que ser la respuesta del artesano: una jarra; o la respuesta del honnête homme: una reverencia; o la respuesta del músico: una Fuga; o la respuesta del estratega: una batalla. Así concibe Lezama sus poemas, respuestas simbólicas, fuera de todo determinismo, en una especie de señorial cortesía trascendente, donde la creación adquiere la distancia trasmutadora de un ceremonial.
Veamos algunos ejemplos de motivación cubana. Sea el primero «Noche insular: jardines invisibles». ¿Cómo responde Lezama al desafío de la noche de la isla? No describiendo, no alabando, no meditando, no emocionándose. Su respuesta es hacer con palabras un festejo nocturno fabuloso, más cerca, digamos, de las danzas de Dafnis y Cloe de Ravel que de la Noche en los jardines de España de Falla. El poeta se apodera de la inspiración nocturna cubana y a partir de ese apoderamiento trabaja con absoluta libertad, obedeciendo solo a las leyes musicales de su creación. Lo paradisíaco y eglógico se mezcla en esta noche con una atmósfera de castigo, de destierro sagrado, de prisión aciaga:
El mundo suave despereza su casta acometida, y los hombres contados y furiosos, como animales de unidad ruinosa, dulcemente peinados, sobre nubes.
* * *
No podrá hinchar a las campanas la rica tela de su pesadumbre, y su duro tesón, tienda con los grotescos signos del destierro…
* * *
… el rocío que borra las pisadas
y agranda los signos manuales
del hastío, la ira y el desdén
* * *
Su rumor nadando por el techo de la mansión siniestra agujereada
* * *
Cenizas, donceles de rencor apagado, sus dolorosos silencios, sus errantes espirales de ceniza y de cieno…
* * *
Tú, el seductor, airado can de liviana llama entretejido, perro de llamas y maldito, entre rocas nervadas y frentes de desazón verdinegra, suavemente paseando.
* * *
Las uvas y el caracol de escritura sombría contemplan desfilar prisioneros en sus paseos de límites siniestros, pintando efebos en su lejano ruido, ángeles mustios tras sus flautas, brevemente sonando sus cadenas.
Un drama teológico se desarrolla detrás de este poema de apariencia preciosista. Las visiones son nefastas. Un «amarillo helado» preside al pueblo dormido en su condenación. La belleza alcanza una especie de clasicismo infernal:
El agua con sus piernas escuetas piensa entre rocas sencillas, y se abraza con el humo siniestro que crece sin sonido.
Lentamente las potencias luminosas avanzan por el lado del mar, insinuando su gloria a través del humeante amanecer:
La misma pequeñez de la luz adivina los más lejanos rostros. La luz vendrá mansa y trenzando el aire con el agua apenas recordada. Aun el surtidor sin su espada ligera. Brevedad de esta luz, delicadeza suma.
Se anuncia la alegría matinal, mitológica, de la isla siempre descubierta como en una alegoría marina del Renacimiento:
La mar violeta añora el nacimiento de los dioses, ya que nacer aquí es una fiesta innombrable, un redoble de cortejos y tritones reinando.
Esa llegada de la luz adquiere un sentido de teodicea, de reconciliación en la gracia de lo visible. El aquelarre onírico se bate en retirada:
Inícianse los címbalos y ahuyentan oscuros animales de frente lloviznada: a la noche mintiendo inexpresiva groseros animales sentados en la piedra, robustos candelabros y cuernos de culpable metal y son huido.
Como en un auto medieval, la luz triunfa de los monstruos y graciosamente restablece la justicia apolínea del ser:
Dance la luz reconciliando al hombre con sus dioses desdeñosos. Ambos sonrientes, diciendo los vencimientos de la muerte universal y la calidad tranquila de la luz.
Pero este comentario basado en pasajes no puede darnos la sugestión musical del poema, su giro voluptuoso y lento, su propagación de remolinos ardientes y calmos, su respiración de marea. Lezama ve en la noche insular, detrás de los aéreos jardines, palacios y orquestas, el drama teológico del destierro. Mientras más opulento y sensual es este fingido paraíso («cantidades rosadas de ventanas»), mas sentimos el sabor de la expulsión («ironizando sus préstamos de gloria»). Es el reino del «desobediente son», del «tiempo enemistado». Y así podemos descubrir, verso por verso, el sentido espiritual de este poema que muchas veces se ha considerado como un mero ejercicio retórico. Pero tampoco es aquel sentido lo más importante para mí. Con esos temas el poeta realiza su encarnación verbal de la noche cubana, y al entregárnosla, no lo hace hablando en primera persona, ni siquiera diciéndonos: «mirad, oíd, lo que he visto y oído», sino al estilo del Maestro que ha compuesto una «música nocturna» para otros invisibles señores, que desde luego no somos nosotros; y es su infinita cortesía la que nos permite asistir al festejo.
Veamos ahora cómo se enfrenta Lezama con un paisaje cubano en «El arco invisible de Viñales», incluido en su segundo libro, La fijeza. Quien lea este poema buscando reacción inmediata, descriptiva o subjetiva ante el paisaje, quedará defraudado. Al principio se nos muestra, como el solo de flauta u oboe sobre el cual se va a tejer el canon de la fuga, una escena sencilla: mientras el poeta contempla el valle, un muchacho campesino le ofrece por diez céntimos una estalactita, una piedra cristalizada de las grutas de Pinar del Río. El poeta acaricia la piedra «con redorada lentitud», mientras imagina o el propio muchacho le dice que guarda el dinero en una «botella llena de cocuyos». Ya de regreso, «después que el aguacero se sentó en su trono de diversidad», empieza a hervir en su imaginación la novela del muchacho del mirador. Entonces ve pasar «por debajo de su sueño»:
el otro hermano, saltimbanqui picassista, con una lánguida nota azul; la madre que abanicó la puerta para alejar a una lagartija; el otro hijo, de risitas, sobre la nieve como los gatos. y la hermana que antes de ir a visitar a su soldado, pasó por allí para no hacer ruido, para no despertar. le robaron la magia de las monedas, las que sirven para coserlas en un traje o para sumergir sus testas en harina.
Son cuentos que le hizo el muchacho o que él conjetura en su circunstancia. Poco importa ya. Cada elemento de esta esbozada novela comienza a hincharse y sobreabundar con sus asociaciones e imágenes ocultas, liberándose de la inercia de la primera realidad para entrar en otra danza de enmascarados. Sueña el poeta despierto lo que imagina que el muchacho sueña dormido, traduciéndolo al sueño libre de las imágenes, que gravitan en torno a la fuerza adquirida por la impulsión verbal desde el vacío del mirador. Porque ese vacío iniciaba un arco en el espíritu, que la palabra debe completar: de aquí el poema, la respuesta al desafío del valle. El elemento «soldado» de la novela entrevista, de pronto salta para unirse con la sensación más secreta que le ha producido el paisaje. Pinos enanos, guerreros ocultos, batalla:
Los pinos —venturosa región que se prolonga— del tamaño del hombre, breves y casuales, encubren al guerrero bailarín conduciendo la luna hasta el címbalo donde se deshace en caracoles y en nieblas, que caen hacia los pinos que mueven sus acechos. El enano pino y la esbeltez de la marcha, los címbalos y las hojas mueven por el llano la batalla hasta el alba.
Todas las imágenes anteriores empiezan a girar ahora en torno a este nuevo centro. El valle se llena de «guerreros escondidos detrás de esas hojas», que intervienen también en la novela soñada. Si la hermana del muchacho, la novia del soldado, había dado aquel rodeo «para no despertar», pero entonces ella, u otro, le robó las monedas que se cosen en el traje o se entierran en la harina, ahora la novia es el alba:
Para no despertar el alba traía lluvia y la luna enfriaba el juramento de los guerreros y secuestraba el metal al fuego. Los guerreros llegaban y desaparecían con el antiguo traje bordado de monedas, extraídos de la harina del almacén.
Y el poema, después de este despliegue inaudito de imágenes soñadas por la imaginación reminiscente, finaliza de golpe con el dato inicial que lo impulsó, como si todo hubiera sido una visión absorta mientras el muchacho hablaba:
Y el garzón del mirador muestra su estalactita: la suya vale diez céntimos.
Así el paisaje y la escena que lo enmarca se convierten en un punto de partida al cual se vuelve después de haber hecho entrar sus elementos en el reino de las metamorfosis, desarrollándolos en un vasto ricercare al modo como lo hizo Johann Sebastian Bach con el tema propuesto por Federico II el Grande. El nombre de esta estructura musical barroca, ricercare, predecesora de la fuga, significa literalmente buscar, explorar, inquirir. El poema de Lezama es también una aventura, una exploración de las posibilidades escondidas en los elementos visuales y novelescos del paisaje, una vez desprendidos por la imaginación de sus configuraciones sensibles y fácticas. No se trata sin embargo de levantar una fantasía caprichosa sobre la realidad, sino de, respetando la poderosa y oscura sugestión inicial de las cosas, completar la otra mitad invisible del arco que ellas inician, mediante una creación de raíz reminiscente. Como Bach en la dedicatoria del Ofertorio musical, podría decir Lezama de este poema, metafóricamente: «Por mandato del Rey, la canción y resto, resueltos con canónico arte».
Análogo procedimiento —tema y variaciones o desarrollo sinfónico sobre un leitmotiv— hallamos en otros muchos poemas de Lezama, como «Pensamientos en La Habana» («Mi alma no está en un cenicero»), «Rapsodia para el mulo» («Paso es el paso del mulo en el abismo»), «Danza de la jerigonza» («¿oye alguien mi canción?»). Otras veces, como en «Los ojos del Río Tinto», «Ronda sin fanal» y «Desencuentros», la forma preferida es la suite. Pero hay siempre en el movimiento giratorio, circular, de su discurso poético, una propensión definida al tratamiento contrapuntístico de los temas. Su libertad imaginativa no es nunca una disipación excéntrica (fuera de centro) ni una simple apertura a las fuerzas del subconsciente onírico, sino un encarnizado mirar la fijeza vertiginosa que lo mira. Ese vértigo se resuelve muchas veces en el aludido movimiento giratorio de avidez unitiva. Ya apunta en un pasaje de «Noche insular»:
ciudades giratorias, líquidos jardines verdinegros, mar envolvente, violeta, luz apresada delicadeza suma, aire gracioso, ligero, como los animales de sueño irremplazable…
Adquiere fanático volumen de danza de la muerte con el nocturno bestiario que cierra Aventuras sigilosas: «El guardián inicia el combate circular». Y se torna ganancia central del tempo del poema a partir de La fijeza. Contrapunto, ritornello, suite, danza circular. Pero lo que gira puede ser una batalla: ¿no decía Napoleón que la más bella maniobra no alcanza a compararse con el movimiento de los astros? Y lo que gira puede ser el torno del artesano, donde la materia rota para obedecer se concentra para preñarse de más soplo. Así la experiencia sensible y la experiencia intelectual, vueltas las dos arcilla húmeda girando en los dedos del poeta:
Acostumbrado el barro a las caricias se entreabre, el cuerpo de la jarra se contrae para crecer, y el deleznable cuello semejante a la boca de la tambocha reclama una esbelta longura para oír las brisas superiores. Es la materia la que reclama su excepción si el contrapunto de los dedos está quieto en su humildad.
(Aguja de diversos)
La fuerza de un poeta está en la fuerza de sus contradicciones. Así la humildad es el método creador de este poeta imperial, imperativo. Humildad en el sentido del artesano, que sabe que no puede prescindir de la materia, aunque tampoco rindiéndose a las leyes de su resistencia, que harían imposible la creación. El artesano y la materia tienen que entrar en un respetuoso desconocimiento de la resistencia, para alcanzar las nuevas gravitaciones, como una nueva inocencia, de la creación. Por eso nos dice Lezama:
Si la ruptura comienza por prescindir de la materia, el capricho se hace sucesivo y se regala en la proliferación. la resistencia de la materia tiene que ser desconocida y la potencia cognoscente se vuelve misteriosa como la materia en su humildad. Deseosa comprobación del tacto artesano que actúa rigiendo y mantiene su propiedad misteriosa.
(Ídem)
Pero esa materia es, repetimos, para el poeta que responde al desafío de la sustancia inapresable, todo lo que en la experiencia sensible y en la experiencia cultural, se nos aparece configurado en sensaciones, escenas, dichos, sentimientos, o bien datos históricos, interpretaciones especulativas, formas artísticas. Por eso hemos escrito en otro ensayo:
El problema de la recreación, de la realización poética del mundo, es el que ha preocupado centralmente a Lezama. Si Martí busca las leyes, si Casal expresa el desamparo, si Florit anhela la serenidad contemplativa y Ballagas canta la criatura vulnerable, Lezama quiere vivir el absoluto de la poesía, de la realidad trocada en poesía. Este aspecto vital ha sido descuidado en los acercamientos a su obra, muchas veces de apariencia cultural y hasta libresca. […] En ella, en efecto, la vida parece imaginada (a través de la hipérbole y las asociaciones incesantes) mientras la cultura parece vivida. Por eso aquí un estilo asimilado vale tanto como un recuerdo, una alusión no es menos entrañable que una experiencia. Lecturas y sensaciones, imágenes mitológicas, históricas y personales, símbolos y anécdotas, se integran en el hiperbólico mundo de Lezama, buscando la resistencia de otra naturaleza, de otra naturalidad donde todo haya sido trasmutado en relaciones y sentidos poéticos.
«Buscando la resistencia…». No está Lezama por cierto en la tradición de la ingravidez, de la intrascendencia, de los suaves rumores. El suyo como hemos visto, es un único, invisible y enemigo rumor que desde allí lo mira. Integra en cambio la lejanía con la resistencia en la fijeza de ese allí. No una lejanía que se posa nostálgica en la línea del horizonte, sino una lejanía resistente, cerrada, tensa: tal es su espacio lleno de signos herméticos presagiosos, su intuición del acto fundacional hispánico penetrando con el orbe teológico en las coordenadas americanas. Así dice: «No caigamos en lo del paraíso recobrado, que los hombres que venían apretujados en un barco que caminaba dentro de una resistencia pudieron ver un ramo de fuego que caía en el mar porque sentían la historia de muchos en una sola visión. Son las épocas de salvación y su signo es una fogosa resistencia». Mundo gravitante el suyo, donde las palabras adquieren cada vez más corpulencia y espesura; donde «seguro, fajado por Dios, entra el poderoso mulo en el abismo»; donde el sabor del mundo se organiza como los tubos, ángeles y trompetas, pesadumbre alada, de un órgano barroco.
«Buscando otra naturaleza, otra naturalidad…». Sería un error pensar que en la poesía de Lezama todo es elaboración imaginativa. Como hemos visto en el caso de «El arco invisible de Viñales», hay siempre un escalón sensible donde el poeta se apoya y al cual vuelve. Sus sensaciones, tan intensas que rondan lo obsesivo, suelen ser el verdadero logos espermatikós de sus imágenes. Rara vez permanecen en su primario estado sensitivo, pero entonces nos demuestran la punzante frescura original de los datos sensibles que maneja Lezama. Por ejemplo en este pasaje de «El encuentro», húmeda escenografía levemente asqueada:
En la desenvoltura de una palma sacude la lluvia breve y atardece. Sacude la lluvia al gallo intempestivo y muestra el maíz como un ojo de venganza. Los dioses en el atardecer cosen su manto y el paño de cocina tendido en su espera es intocable. Aún está húmedo y ondean las arrugas momentáneas de la mano sobre el gallo. Telón de fondo: la humedad en el paño de cocina. Primer plano: el gallo desprecia la aurora.
O bien, en el mismo poema, esta visión venturosa, sobrecogedoramente sencilla:
Es la hoja roja que cae en las meriendas campestres y una solemne brisa la levanta y la deposita en el río
O bien, en «Doce de los órficos», uno de esos poemas de Lezama que no parecen hechos para leerlos sino para entrar en ellos como en una monstruosa edificación sagrada egipcia o hindú, de pronto el silencioso rasguño sensitivo que nos detiene, que nos despierta al otro sueño, como una mano suave en el hombro:
Sensación final del rocío: alguien está detrás.
Las sensaciones reminiscentes de lo cubano se acumulan en la colección titulada «Venturas criollas». Pero aquí las cosas hierven como en su noche germinativa. Sentimos esa realidad cruda, un poco destemplada, hiriente, ese despego de huraño ardor que ya se traslucía en el último Diario de Martí:
Cada parcela se adentra a su pocillo, cada color tiene su boca de agua. Vender las tierras bajas con pozos falseados es un tapabocas, esconder puercos por las palmas. Las tierras restallan su espiral, con ladrillos viejos se cubren las ijadas, y el pocero, seco elemental, enjutado, pendula la necesidad, y va por dentro, mano a la raíz de la lechuga. El pocero se descuida de las persianas del pozo. Cuando hace alcohol, la tierra seca el agua, y el agua enjuta se trueca en la lombriz. El pocero fue a ver a una hija que nadie la tenía, por la mañana cambio la cinta carmelita del sombrero. Cuando regresa, el recién puerco cava y llora en el melón.
Como en los guajiros del Diario de Martí, en este pocero el mismo fuego despegado, la misma sabiduría campesina que se oye como en sueños, en la equivalencia de las generaciones: el enjuto hombre malicioso, rudo y sutil («y va por dentro, mano a la raíz de la lechuga») hablando extraño en la crudeza existencial de la intemperie (puercos, palmas, lombriz, hija, cinta del sombrero, melón), o en la sombra del portal que la subraya como un agrio destierro.
A veces el recuerdo en sus metamorfosis tiene un encantamiento de ternura que también ardientemente se despega, se distancia y dicta:
El papalotero, a trechos, tachonazos, colores secos de pronunciación secada el morado, de alfombra natural, tornadizo; el azul corbata, vitral de monóculo, camello.
¡Qué papalotes feéricos, de papel de China y güín, en los ojos del maravillado niño! Las barras de colores son exactas.
Otras irrumpe lo grotesco cubano, casi totalmente archivado desde las sátiras del Cucalambé, con estos fantasmales desmoches para el jinete parejero:
Por los alrededores y el descampo el tirasábanas los mugrientos alza vistas tuercen el enredo. La palma clava a la nube y se va vistiendo, salen el chato calaverón, la escoba alada y la planicie del manteo.
El jinete paluchero «silba a boca tapada, sueña a pierna a serpentín en el clarín de su degüello», se resbala, se afinca, finge caerse y «se ríe en la romanza». Finalmente en su grotesco tierno escapa:
Ensaliva los estribos para sutilizarse en el recuerdo. Su llegada se hizo con lluvia a lo furtivo y se despide mugiendo su trotera que no suena.
Un airado idioma que venía desfondando sus repletos serones y soltando su quevedesca tarabilla americana desde el «Encuentro con el falso» en Aventuras sigilosas y «el truchimán de espina hipóstila / cuece mazorral los vanos dobles», en los «Desencuentros» de La fijeza, hasta las «paginitas de sumalele inflando ombligo de chilindrón» o «jorobadito, verde palucho, de rencorete, el viruelero» en «Aguja de diversos», deja también aquí sus costurones de una seca medievalidad nocturna de rompe y rasga, que sin embargo da el roto, la carcajada, el ojazo también americano de la noche cubana de fantasmas y bandoleros:
La tierra llovida entinta los escudos, la luz poblana rasga y firma el sabanón y la milicia lee el pliego clavado en las tabernas.
Como dice Lezama en una de sus memorables conferencias sobre La expresión americana: «La espuma del tuétano quevediano y el oro principal de Góngora, se amigaban bien por tierras nuestras, porque mientras en España las dos gárgolas mayores venían recias de la tradición humanista, en América gastaban como un tejido pinturero, avispón del domingo que después precisamos aumentando y nimbando en la alabanza principal». El barroquismo alegre, gustoso o rabioso, de ese impulso americano popular que él ha estudiado tan bien, informa cada vez más su idioma, y en estas «Venturas criollas», lejos ya de su primer gongorismo de caricioso regodeo, más a solas con los abultados trasgos quevedescos, aplica esas ganancias a la hurañez tierna y el ardiente despego cubano. Refiriéndose a un pasaje de poesía gauchesca, insiste: «Ahí el idioma está tomado por su alegría, no por la tradición humanista que le llega en un momento en que se ve obligado a destellar. Sus hallazgos son de aumentativo que conlleva una expansión, “fandangazo”; por diminutivo que lleva una graciosa contracción “hizo sonar los cueritos”». El mismo fenómeno podríamos ejemplificarlo, salvando las distancias de intención creadora, en el lenguaje poético de Lezama a partir de La fijeza, añadiéndose las deformaciones verbales, también con mucha tradición americana de un barroquismo reventón, primigenio, de fuerza natural, sin herencia humanista. Y en las «Venturas criollas» que ahora comentamos, cogiendo esencias coloquiales, infiernillos lastimosos, desabridas horas cabeceantes:
Le rebuscaron balas y tapones, pequeño tapándose las sienes: el bobito, frente de sarampión, mamita linda.
***
La mal marida trabucó en el baile y el bicarbo se le fue a sus anchas.
***
Se encamina con piel tirada y larga al cafetucho: lluvia de lluvia sorprendente.
***
La iguana y el caballo truecan verde carnoso, color igual al mosquito del tabaco.
No olvidamos la llegada de los primos con ese aroma familiar de agridulce reminiscencia, de íntimo festejo presagioso que en la infancia tenían los desplazamientos de la familia y la llegada del otoño:
Volteadas las lunas del ropero, cascan chisteras y bastoncillos contados en tristura.
***
Nadie parece que llegará la sitiería entona gallos y doctrinas y decide despertar entre dos escaleras.
Las «Venturas» acaban con las mágicas sensaciones nocturnas resueltas en el tambor friolento de la yerba:
la yerba baila en su pequeño lindo frío.
***
un trotico aleve, de lluvia, va haciendo hablar las yerbas.
Sí, sería un grave error pensar que no hay una profunda fijación sensitiva en el mundo poético de Lezama. En «Venturas criollas» reaparece, a su modo, todo lo que presentíamos de roto, ardiente, destemplado, crudo, en el machetazo que degüella a la jutía del Diario de Martí. Pero Lezama no protagoniza ese desamparo seco; lo mira desde cierta distancia, lo señorea con familiona realera criolla de gustador secretamente ávido. Pero tiembla, también, secretamente. Todo este mundo de sensaciones cubanas se desplegará con su consecuente metafísica y teología en la vasta novela Paradiso, cuyos capítulos publicados nos dan idea de la decisiva importancia que tendrá para iluminar la experiencia poética de Lezama y su visión de los sabores y sentidos de la isla. La sustancia novelesca, pacto del tiempo subjetivo y el tiempo metafórico, círculo mágico donde se puede objetivar la confesión, apuntaba ya en Aventuras sigilosas, poema de argumento esotérico, resuelto más bien como una cantata para un ballet, con el tremendo «Llamado del deseoso»:
Y ¿de dónde huimos, si no es de nuestras madres de quien huimos que nunca quieren recomenzar el mismo naipe, la misma noche de igual ijada descomunal?,
y la voluptuosa apretura alucinante del «Tapiz del ciego», y el inolvidable divertimiento de Cocardasse y Passepoil (Lagardère en la redoma de Bertrand), una de las páginas más absolutamente inspiradas de Lezama. Pero en Paradiso (cuyo comentario, como el de Aventuras sigilosas, no me es posible aquí), sin perjuicio de los prodigiosos retratos y el henchimiento reminiscente de las sensaciones, hallamos ese mundo que hemos sintetizado como experiencia sensible, continuamente integrándose con la otra mitad del todo poético que Lezama persigue en el horizonte de su ambición creadora; es decir, con su experiencia vital de la cultura. Y esta integración es precisamente lo típico de su poesía y de su pensamiento,
Hemos visto cómo la ausencia de finalidad en que cae la vida republicana, el círculo vicioso de una agitación política sin sentido histórico profundo, la volatilización del destino y la consiguiente, pavosa nada (o dígase causalismo, facticidad, banalidad, absurdo) en que ha venido a parar el país, constituye el muro donde se han estrellado los esfuerzos de algunos poetas nuestros por rescatar la finalidad en el reino autónomo de la creación verbal. Pues bien, en la primera carta que recibí de José Lezama Lima, en enero de 1939, recuerdo que me decía: «Ya va siendo hora de que todos nos empeñemos en una Teleología Insular, en algo de veras grande y nutridor». Estas palabras me sonaron entonces oscuramente. Hoy creo comprenderlas.
El intento de Lezama, el verdadero alcance de su obra, se ha ido aclarando a través de una serie de ensayos: «X y XX», «Las imágenes posibles», «Exámenes», «Introducción a un sistema poético», «La dignidad de la poesía». De entrada, para él, la poesía no puede ser un predio autónomo ni un refugio. Recordemos que, al contrario, ya en la primera carta citada la concibe como una «sustancia devoradora». Su propósito, entonces, no es aislarla o rescatarla, sino penetrar con ella la realidad, toda la realidad que sea capaz de visualizar una pupila poseída por lo que él mismo ha llamado «la curiosidad barroca americana». Hemos visto la libertad, la ausencia de compromisos histórico-dialécticos, que rige las asimilaciones culturales en nuestros mejores poetas. En la visión de Lezama, la cultura universal es ofrecida por primera vez al americano como una fiesta o como una tragedia: ambos contenidos se funden en el distanciamiento doloroso de su voluptuosidad. Pero no se trata del disfrute de un banquete que no hemos merecido, sino de sacar a la cultura de sus fríos encadenamientos aparentes, de su cerrazón de hecho consumado (pues quien dice cultura dice historia), para hacerla entrar en el impulso perennemente generador del sentido poético. Esto solo será posible sí encontramos la liaison, el enlace, en un punto común que encierre la virtud germinativa original de ambas esferas: historia o cultura de un lado, del otro poesía. Ese punto medio y esa fuerza germinal totalizadora los halla Lezama en la imagen: «La imagen como un absoluto, la imagen que se sabe imagen, la imagen como la última de las historias posibles». Hallado ese centro de gravitación, todo empieza a girar en torno a él. Un dato histórico, un sucedido, una escena, una interpretación de la cultura o una leyenda, pasado su escasísimo tiempo de vigencia causalista y factual, solo puede vivir como imagen. Pero es que su nacimiento mismo lo debe a la participación seminal de la imagen, término del Eros metafórico, en el tiempo histórico del ser.
Por metáfora entiende Lezama la capacidad que hay en el hombre de dirigir sus pasos hacia la claridad de la anagnórisis, del reconocimiento. Esa capacidad se funda en la intuición del misterio de las analogías, que lo lleva a «tender una red para las semejanzas, para precisar cada uno de sus instantes con un parecido». Pero el reino de la analogía es el umbral de la imagen y semejanza, origen sagrado de todo lo que es. Por eso dice «Va la metáfora hacia la imagen con una decisión de epístola; va como la carta de Ingenia a Orestes, que hace nacer en este virtudes de reconocimiento». Lo que se reconoce se torna imagen. Lo que hace posible ese reconocimiento es la metáfora. Pero ya no estamos hablando solo de la metáfora verbal, sino también de la histórica. El rey que encarna en si las posibilidades de reconocimiento de su pueblo en la imagen de la realeza medieval, encarna una sustancia metafórica, es decir, mediadora, interpretativa. Por eso dice Lezama: «Luis XI vivía frente al pueblo como una metáfora».
Precisado el misterio mediador de la metáfora y el centro de la imagen como gravitación última de toda realidad, falta comprender que ella no se produce solo como un a posteriori para la síntesis de la memoria, sino que está en el origen de todo lo que es o ha sido y que su fuerza germinativa solo se detiene en apariencia, El historiador, el sociólogo, el mismo filósofo de la historia, trabaja con imágenes dadas, cerradas, inalterables, a las cuales quiere apresar dentro de la imagen de su interpretación. Se mueven estos investigadores en la natura naturata de la imagen. Toca al poeta (y sobre todo al poeta americano, hijo natural de la cultura, en el doble sentido de la expresión), descubrir su natura naturans el estado naciente de la imagen que identifica historia y poesía, lanzándolas a un remolino de perpetuas fecundaciones. Porque la imagen entonces se revela como el reino de lo posible, donde el pasado alumbra su futuridad poética absoluta, su plasticidad en las manos de la sustancia devoradora que posee la mirada del poeta, a través del «oscuro desafío» del ser. De ahí esas conjeturas, esas «imágenes posibles» con que parece divertirse Lezama, pero con las que en el fondo quiere penetrar, dentro de una sola resistencia, la poesía de la historia y la historia de la poesía: el ente indivisible, la fijeza de la imagen, el único rumor. De ahí esas escenas sometidas a lo que él llama «la prueba hiperbólica»; por ejemplo el campesino que va a ser golpeado por el intendente, imagen en cuyos radios se quiere apresar el sentido poético incesante de la cultura egipcia. O bien los relatos falsos, como el de Julio César asistiendo disfrazado de mujer a la fiesta de la bona dea en casa del Pretor. No es un simple divertimento (aunque tampoco deja de tener ese gustoso exceso), sino el modo de apropiarse una mentira que, en su posibilidad, alumbra mejor la verdad que los hechos verdaderos conocidos. «El asistente disfrazado de mujer no fue César, sino Clodio; este no mandó ningún billete irónicamente amenazador como César, sino gimió, compró a los jueces y consiguió el apoyo de Hortensio, florido amigo de Cicerón. Las asociaciones posibles han creado una mentira que es la poética verdad realizada»: en este caso, muy concreto por cierto, la verdad de la imagen contrapuntística César–Cicerón en la historia romana.
Lo que Lezama ofrece, en suma, es un método de conocimiento de la historia a través de la poesía como reino germinal de la imagen. Ese método lo ha aplicado en deslumbrantes visiones de las culturas egipcia, china, griega, hindú, medieval, moderna, contemporánea. Lo mismo le sirve para descubrir en la antiestrofa o coro de las madres de Rimbaud y de Verlaine el secreto del destino que tejen esos cuatro personajes en lo oscuro, por detrás de sus actos visibles, centrados por la mediación testimoniante de Isabel, la hermana de Rimbaud; como le sirve para apoderarse del destino de Martí a través del relato de un emigrado: «De pronto atravesó la sala el hombrecito, arrastraba un enorme abrigo. Inmediatamente esa pieza, ese gigantesco abrigo, comenzó a hervir, a prolongarse, a reclamar, inorgánico vivo, el mismo espacio que uno de aquellos poemas». Las madres de Rimbaud y de Verlaine, el inmenso abrigo de Martí, el cigarrillo encendido en los dedos muertos de Casal, tienen la misma potencia iluminadora que la rama de tamarindo en las manos del intendente egipcio o el dicho de aquella cultura cuando moría el monarca «se hundió, decían, en la línea del horizonte».
Pero, como se desprende de la fuerza totalizadora de sus intuiciones, no es solo un método lo que nos ofrece Lezama, sino en definitiva un sistema. A la posibilidad germinativa, poética, no le basta el regodeo de las conjeturas iluminadoras ni el reconocimiento metafórico de la realidad. Lo posible puede llegar temerariamente, dando el salto supremo, hasta el absurdo: pero no el absurdo existencialista de la ausencia de sentido, sino todo lo contrario, el absurdo como sobreabundancia inexplicable del sentido. El absurdo como esplendor y exceso, en la intención de la tremenda frase de Tertuliano: «y murió el Hijo de Dios: es cierto porque es absurdo». Aquí precisamente el absurdo es lo que tiene más realidad. Es el absurdo encarnado, espléndido, gravitante. A imitación de esta imagen, la imagen poética absoluta, quiere Lezama plantear el destino de la poesía. Y así nos dice ya en «Exámenes»: «Si la metáfora como fragmento y la imagen como incesante evaporación logran establecer las coordenadas entre su absurdo y su gravitación, tendríamos el nuevo sistema poético, es decir, la más segura marcha hacia la religiosidad de un cuerpo que se restituye y se abandona a su misterio».
Los pasos de su pensamiento, creo, están claros: de la metáfora mediadora al reconocimiento de la imagen como centro y germen de toda realidad, sin dualismos inertes; de la imagen a la posibilidad como estado naciente de todo lo que es, engendrando su consecuente método de conocimiento; del método a una nueva visión de la cultura; de esa visión, necesariamente, a la integración de un sistema poético del mundo, fundado en la posibilidad última, que es el imposible encarnado, el gravitante absurdo, la sobreabundancia de sentido del ser. No podemos entrar aquí en el comentario de los textos más recientes —«Introducción a un sistema poético» y «La dignidad de la poesía»—, donde Lezama se adentra con espléndido arrojo en la conquista de esas tierras desconocidas. Hierve aún demasiado su palabra para que podamos serenarla en rendimientos didácticos. Mi propósito ha sido solo darles a ustedes una idea de la magnitud y el sentido de la gesta poética de Lezama. No se trata ya para él de escribir poemas más o menos afortunados, sino de convertir la actividad creadora en una interpretación de la cultura y el destino. La poesía tiene, sí, una finalidad en sí misma, pero esa finalidad lo abarca todo. La sustancia devoradora es, necesariamente, teleológica. Es así cómo, aparte de la validez intrínseca de sus creaciones y hallazgos, intenta Lezama conjurar la ausencia de finalidad contra la cual ha venido debatiéndose nuestra poesía republicana.
De Casal tiene, pero abriendo sus radios a dimensiones que aquel no sospechaba, la pasión absoluta del destino poético. De Martí, la ávida curiosidad integradora, el pleno de la lengua, y el sentido hispánico de resistencia y fundación. Un ardiente frío lo recorre, una voluptuosidad trágica, un distanciamiento doloroso, una ternura criolla de regaladas horas con resguardo vasco. Es el único entre nosotros que puede organizar el discurso como una cacería medieval. El único capaz de desfruncirle el ceño a don Luis de Góngora. La Habana se enorgullece de este señor de la poesía que la ilustra y la funda de nuevo en el esplendor de la imagen. Pero es también el único que ha saboreado en ella la soledad prometeica de la roca nocturna, que oye siempre en el festejo las voces antifonales del día de la ira.
Nosotros damos gracias por su gracia, por su plenitud.
* * *
Tomado de Lo cubano en la poesía, Ediciones Unión, La Habana, 2021, pp. 349-370.
Visitas: 28
Deja un comentario