Discurso de agradecimiento al recibir el Premio Nacional de Literatura
Lo que ya no se va a dar
«Uno se queda inconforme y quisiera tener más tiempo
para hacerlo todo mejor, no solo la literatura, sino la vida,
para que el lenguaje esté vivo como ella y viceversa».
«En el primer plano de la poesía debe estar el lenguaje,
ese es el tema. Lo que me mueve a escribirlo es él,
la búsqueda de lo que ya no se va a dar».
IDA VITALE
Nunca pensé que premiarían la incapacidad que tengo para lograr lo que no obtuve de la realidad y se convirtió en páginas: «te quedaste con el gajo del guayabo», decía mi madre. Por eso me costó trabajo escribir algo para este momento, con la conciencia de que obtener un premio nacional pueda convertirse en un límite para seguir luchando contra lo que no puedo: escribir mejor y hacer algo por la literatura cubana. ¿Qué puedo hacer por la literatura cubana, agazapada desde una azotea (mi atalaya) desde donde siempre he visto lo que ocurre con esa mirada que solo guarda en su interior su amor y su miedo, escindiendo muchas veces, a mi pesar, el resto de las cosas que suceden? Jorge Luis Borges dijo que un hombre quiso trazar una cartografía del mundo, comprobando, aterrado, que solo había diseñado el perfil de su propio rostro. Así lo que he podido ser y hacer es algo incompleto.
Todavía me da pena responder a la pregunta: ¿cuál es su profesión? Porque cuando respondo «poeta», veo dentro de la mirada del otro, esas ridículas maripositas que sobrevuelan alrededor de una mujer alada en la cubierta de un libro que casi siempre parece un cancionero. ¡Ojalá hubiera escrito para los que ven «lo poético» como relleno sentimental en sus momentos de alegría o tristeza, pero me propuse, deliberadamente, no ser solo una mujer que grita!, y queriendo subir más la parada respondo «escritora» (aunque en el fondo sepa, que no soy más que una escribidora que ha luchado contra la impotencia de no tener un estilo ni un lugar definido ni una gran imaginación ni un género ni un misterio: solo una sensación desesperada de inutilidad).
Aunque, poco a poco, la corriente por buscar mayor libertad (y toda verdadera libertad es oscura, como dijera Antonin Artaud), fue llevándome hacia libros «variopintos», les llamo, hechos con fotos y fragmentos, por mi incapacidad para lograr un centro, un amor, una fe; libros que vienen desde Travelling (1995), que fue difícil publicar, porque tampoco tenía un género definido donde encasillarlo, escrito cuando aún no tenía la relación con la obra de Roland Barthes que tuve después.
Cuando nací, Barthes había publicado ya sus Mitologías y su lectura abrió en mi imaginario una ruta contraria a la de Jean-Paul Sartre (aunque Sartre se retractó al final de muchos de los compromisos políticos que contrajo a través de la literatura). Pude entonces verla más que como compromiso, como trauma, negación, confesión, utopía donde «poetizar» la realidad sin temor a la cárcel del «yo», ni a la búsqueda del «tú» casi siempre ausente, hasta que hallé un «ella» como fórmula para salir de esa prisión, optando por muchos niveles de conciencia donde ocultar el dolor, mostrándolo: la muerte de mi padre y de mi hermano requerían de un sitio de protección para no enloquecer.
Mientras que para muchos la literatura son historias que nos cuentan al oído los ángeles en noches de desvelo; en cambio, nunca he creído en esa inspiración: solo en el trabajo de «culo y mano» ‒como decía mi madre. Aunque el verbo «trabajar» no está totalmente aceptado para nuestro oficio, ni el ocio necesario para crearlo se vea como parte activa del mismo, porque en la medida que un poeta sea algo intangible, sublime, diferente, raro, la poesía se manosea para fines que no son literarios ni entran en esas distinciones, con los que el poeta se degrada, ya sea en un sentido comercial o político. La poesía no es mensajera de nada. No tiene un sentido y como la vida, solo sucede: es. ¿A quién le importa cómo hace su trabajo día tras día, y cómo vive un poeta que sigue siendo un loco, un maniático y hasta un haragán? ¿Cómo colocarlo socialmente para que la confianza entre él y el resto sea recíproca? Habría que comprender el «heroísmo de su debilidad», su llegada a un mundo colmado de lenguajes que tienen ya usos definidos, esa lucha por «inexpresar lo expresable» como quería Barthes.
Por eso, quiero compartir con ustedes más que un agradecimiento (y no me considero una malagradecida), mi nostalgia para que, más que un homenaje personal, este momento sea un recuento de lo que hicimos juntos, desde los años 80, autores muy diversos con los que hallé una vida particular, persistente, cuando discutíamos en contra del «realismo socialista» y fuimos llamados «neoexistencialistas» (sin saber qué cosa era serlo); o de cuando hacíamos juicios sumarísimos a quienes sacaban el mismo libro de la biblioteca de autores contemporáneos que Lilian Carpentier hizo a petición nuestra por los años 90, con aquella frase tomada de Eduardo Sanguinetti como un mantra: «j‘écris, j’écris, j’écris» (escribo, escribo, escribo) entre largas conversaciones que teníamos sobre «lo literario», ¡tan difícil de apresar!, y lecturas en la azotea por donde tantos escritores pasaron: Ángel Escobar, Delfín Prats, José Kózer, Abilio Estévez, Charles Bernstein, Daniel Samoilovich, Leonidas Lamborguini, y amigos que se fueron después a la desbandada, pensando en la escritura como único destino (pero siempre hubo más lenguajes que destinos), con la nostalgia de que nadie esté leyendo en una parada de ómnibus como sucedía por entonces, porque tal vez con los años, uno idealiza aquella época donde participábamos en recitales repletos de personas aparentemente ajenas a lo literario.
Tengo mucha nostalgia de los rostros de los amigos que me acompañaban llenando una hilera de butacas que hoy están vacías, y de los filmes de Fassbinder, Tarkovsky, Herzog, Szabó, Wajda, Jancsó, que se pusieron rojos y se convirtieron en vinagre por falta de climatización. Aunque esa nostalgia nunca será la medida de nuestra resistencia por esa utopía para la que vivíamos contra todas las carencias, tratando de cazar aquí y allá lo que quedó, luchando con la imposibilidad de reconstruir un espacio de opinión, una biblioteca para escritores, un proyecto que pasó por diferentes nombres: «Paideia» a finales de los años 80, en busca de la voz del «intelectual orgánico»; «La Azotea», en los años 90, ese «foco cultural» como los burócratas la llamaron y luego, la «Torre de Letras», los últimos trece años, con una colección de poesía y de traducciones de cinco lenguas: fragmentos, pedazos sueltos, restos, donde intentamos colocar ese dilema del «yo» entre la memoria y el pasado.
«Las emociones de la vida no son sino pasos», dijo una bailarina, y esos pasos no pueden saltarse de un tirón o repetirse maquinalmente con técnica o suprimirse o darse por decreto devaluando a unos en detrimento de otros. En el terreno de la literatura no hay sustitución posible: cada uno trae bajo el brazo su pan, y como buen corredor de fondo uno sabe, que sin relevo, nuestros panes no llegarán al horno. Si al menos hay un relevo, uno solo, ya podemos estar tranquilos. De ahí la obsesión que tengo por cazarlos.
Hará un tiempo leí un libro de Didi-Huberman que parte de una carta que escribió Pier Paolo Pasolini cuando tenía diecinueve años y su preocupación por la desaparición de las luciérnagas: esas imágenes que llegan hasta la ventana con su intermitencia logrando el pensamiento, hacia un horizonte no como poder ni como fin —porque escribir es la única ventana por donde he mirado, con esa enfermedad de no encontrar sin ella otra normalidad—, y pienso en la necesidad de que tengamos cocuyos tanto como pan; poemas que son tan importantes como el pan, parafraseando a la mística judía Simone Weil. Porque el poeta «piensa con el poema», dijo Wiliam Carlos Wiliams quien también afirmó: «¿por qué no dejamos claro que escribimos por placer, porque nos gusta hacerlo?». Pero muchas veces tenemos miedo de ese privilegio y queremos demostrar otras cosas que traen culpa o para librarnos de ella, y es cuando construimos el poema, pero esas construcciones son falsas y se caen, porque la poesía viene «de un pozo más profundo que el tiempo», como dijera Robert Duncan.
Por eso, este es el recuento de lo que ya no se va a dar, de lo que nos faltó o de lo que perdimos ante la fuga de tantas diminutas luciérnagas que se desperdigaron, siguiendo tal vez el juego de esos laberintos y mapas por donde uno se extraviaba. Así son los libros que he leído y me han dado la posibilidad de entrar por un texto que de pronto abre otra puerta hasta donde uno avanza junto a otros, no para llegar a una salida, sino al propio proceso de extraviarnos juntos que nunca será tampoco un fin, solo motivos, textos, momentos inacabados: viajes, fugas, tropiezos, complicidades —y no lo tomen como una justificación—, sino como subproductos de una manera de curarnos a través del lenguaje, al menos, de aliviar cada dolor que proporciona la realidad para dejar constancia de lo que intentamos retener.
Pero es duro decir que ¡no pude retener a nadie más! Y, tratando de lograr un retorno sin dejar de mostrar a la vez, una ausencia, hago un recuento de lo que no se puede rescatar con palabras, a sabiendas, de que ese es el límite de lo posible, la inutilidad que sentimos cuando no podemos recomponer con ellas «…eso/ eso…. que hubiera podido ser» pero, a pesar de todo, morbosamente, sé que la poesía es el único remedio que tengo, un sitio donde aún poder estar, una salvación simbólica: el lugar de una espera, más allá de toda realización, pero sobre todo, como dijera Susan Sontag, «más allá de la acumulación de poder».
Lo mejor que me ha pasado este año fue reescribir a mano algunos libros —sin comparar cómo fueron en las ediciones ya publicadas— para unirlos al diario que comencé desde los trece años, haciendo una reconstrucción en libreticas que me han acompañado hasta hoy como si fueran mi cabeza. Para quienes comprenden la literatura como algo separado de la vida, no habrá un diario así, pero para mí que he visto siempre la vida vivida junto a los textos como defensa de lo real: las cuentas, los gastos, las conversaciones y las lecturas (como aquellas libretas victorianas donde las mujeres inglesas acumulaban todo en sus listas), son solo múltiples rutas de lo que ha sucedido día tras día. ¿Habrá algo más literario que la vida?
Por tener una desviación muy seria en la columna (siempre algo desviado), me acostaba horas en reposo absoluto sobre una tabla a leer, y la secretaria de Alejo Carpentier que era clienta de mi madre —cuando el Instituto del Libro quedaba al lado de mi casa, en Ánimas— subía cajas de libros: cuentos ingleses, rusos, polacos, norteamericanos; pero el primer libro que me impresionó, aún sin comprenderlo bien fue Retrato del artista adolescente de James Joyce: «había una vez una vaquita (¡mu!) que iba por un caminito…», y desde entonces Stephen Dédalus se convirtió en el nombre de uno de mis gatos, junto a Diotima, a Elías Canetti, a Djuna Barnes, a Dennis —el amante de Isak Dinesen.
Así como los nombres de mis gatos nacieron de mis lecturas, los regalos de cumpleaños se convirtieron en objetos que traían música o palabras: un escritorio, un piano, un tocadiscos fueron los juguetes que cambiaron mi infancia.
Por eso dedico este momento a mi madre, la costurera que trabajó desde los catorce años hasta los noventa en su máquina de coser Singer, prendiendo alfileres sobre cuerpos deformes, y a sus clientas, la mayoría muertas ya, que me enseñaron a ver la dificultad de una hechura —ese tránsito entre la forma y lo que ella contendrá—, como sucede con la literatura entre la ficción y lo real; entre el lenguaje y sus aparentes ilimitadas posibilidades que luego se recortan por la realidad (esa tijera tajante con la que mi madre podaba sobre sus cuerpos, los defectos).
Escribí siempre tratando de esconder la masa torcida, contrahecha —lo dije en «Prendida con alfileres», de El libro de las clientas: embarajar lo real ha sido mi propósito y mantenerme en esa franja entre un afuera y un adentro (un pliegue), desde donde miro a través de una tela transparente (una página) que me protege de aquello que puede impedirme vivir dos veces, que para mí, es el mínimo de vida de ser: recogiendo las sobras, los picotillos, todo lo que es arbitrario a los significados, a la retórica, buscando otra medida. Porque la retórica nos impide sentir «la sensibilidad de las impresiones», como llamaba Virginia Woolf a esa medida de lo insignificante.
Y dedico este momento a mis hijos y a mis nietos (no puedo decir que mis hijos sientan emoción porque yo sea poeta, de hecho, creo que siempre los defraudé con mi falta de practicidad, y de mis nietos lo sabré más adelante o nunca), pero ellos son tan diferentes como los hilos del entrecruzamiento de una tela y esa pluralidad, esa aceptación de sus caminos —como sucede en la escritura donde tantas razas de autores y lenguajes coexisten; donde tantos géneros se entretejen—, esas «rutas» de las que hablaba Whitman con admiración, la tolerancia a sus diferencias y complejidades componen, estoy segura, un tejido mucho más resistente que el nuestro. Porque, como dice un poema de Alex Fleites de 1999: «(…) hemos pasado la vida esperando un tren… esperamos un tren, nos dijeron nuestros padres… esperamos un tren le contestamos a nuestros hijos, cuando nos miran con estupor u odio, saltar por años entre los rieles…».
Se puede elegir si haría falta expresarse solo con entusiasmo sobre un lado y con horror sobre otro, y lanzarse al lado que a uno le pareciera mejor, pero yo elijo cruzar un puente de aquí para allá y de allá para acá, sacando hilos de un dobladillo de ojo interminable, para dedicar este momento también a Lorenzo García Vega, que no pudo regresar a su parque de diversiones mental, a la isla que desacralizó junto a todos sus cachivaches que sustentan también desde la lejanía, otra promesa de lo cubano. Un día me dijo que la Isla era para él como una montaña rusa por donde subía y bajaba cada noche, en sueños. Sus extrañas y lúcidas fugas reconstruyen nuestra Isla cuando se ha perdido de la inmediatez de retenerla. Le prometí publicar Los años de Orígenes, su libro de ensayos, pero por motivos ajenos a mi voluntad, solo he podido publicar una antología con sus poemas para la Torre de Letras, por lo que tengo esa promesa con él, incumplida.
No será hasta que Los años de Orígenes —así como los mejores libros de la literatura cubana de adentro y de afuera (usando una demarcación que para mí no existe) estén publicados en su totalidad y hace más de veinte años, desde Estocolmo, lo exigíamos, y algunos escritores han muerto y siguen siendo desconocidos en su país—; no será hasta que lo que se fue entre y lo que esté adentro, salga, en un flujo y reflujo incesante como un mar; no será hasta que lo traigamos a él, al niño viejo maldito de Orígenes y junto a él, a todos los autores que no están publicados aquí, traspasando esa falsa frontera de lo cubano territorial, o de otras razones extraliterarias, incluso de la última demarcación entre vida y muerte (que como el hilván que hacía mi madre se arranca de un tirón), que se realice el sueño de esa pesadilla que a Lorenzo poco a poco mató: el sueño del lenguaje, la reconciliación con su dolor, con su diferencia, ese lugar donde únicamente queremos estar, para que nadie nos robe el sitio que es nuestra posesión más cara: el país del lenguaje, fuera de los límites de los poderes, porque «escribir es, en última instancia —dijo Maurice Blanchot—, aquello que no se puede… lo que está siempre en búsqueda de un no poder», ya que «el lenguaje es más que sangre» y lo hemos masticado obsesionados con nuestras propias vidas, vidas que ahora son lenguaje.
Cuando no teníamos nada que comer comíamos lenguajes, y nos alimentó pasándonos libros de mano en mano, con la esperanza de que él nos salvaría. «El lenguaje es la manzana del paraíso y no estaba prescrito jugar con ella, estaba estrictamente prohibido comérsela» ‒dijo Phillipe Soler. Ahora, trasteando entre líneas y líneas a las que me aferré, estoy sola con las palabras que mientras menos significan, mientras más arbitrarias sean, mientras más se recogen perdiendo vanidad, mientras más cuesta colocarlas sobre una estructura, más duelen, haciendo todavía un esfuerzo por agarrarlo, arrancarlo y forzarlo a resolver lo ineludible: esa relación de confianza entre el yo y el lenguaje que es lo que descubrieron Virginia, Joyce, Proust, Kafka, Bernhard, Pessoa, Virgilio: esa «moral ante toda moral», donde «solo las imágenes están libres del tiempo», como quería Lezama Lima.
«Lo que comemos, nos ponemos o quitamos también lo escribimos. La receta de la poesía está en la mesa vacía, en los cuerpos por vestir, en la restauración de una infancia donde nos sirvieron (en aquella doble mesa hecha con trucos) melcocha de naranja o en su defecto, cáscaras. Aseguremos las cáscaras, los detritos. ¿Dulce o truco, el poema?», me he preguntado. Porque ante la escasez de artículos, opciones, opiniones, sitios donde estar se opuso el exceso de palabras: la ridícula impotencia de las palabras frente a la vida. Palabras que se tragaban unas a otras produciendo una sustitución de «vida no vivida» por lenguajes, y es muy penoso el hecho de que el desacuerdo con la vida se convierta en cultura.
No puedo dejar de mencionar a la poeta rusa Marina Tsvietáieva que me enseñó, que la vida de un escritor será siempre una sucesión de exilios, en Praga, Berlín, París, Miami o La Habana, al bajar las escaleras fuera de su casa, sosteniéndose por cuerdas quemadas, ella se afianzó a la escritura como único lugar de resistencia. A relatos como «El chino», donde la ida a un bazar al que fuera por algo tan intrascendente como comprar un pulso que le trajera suerte, propició una denuncia a la xenofobia; o la lista de fusilados que hacía en la comisaría donde la pusieron a trabajar, le dejaran un margen para escribir, entre los residuos de hojas blancas manchadas con sangre, contra el estalinismo, quitándome también a mí, el terror que siempre he tenido por no poder ser más que una imagen, alguien que se pellizca para saber si es real o no y aceptar, que de eso se trata, salvando las diferencias del nivel al que podamos llegar: que la única utilidad es convertirnos en imágenes, incluso, al más bajo perfil, entre pobres alegorías, aunque ellas, como dijera Walter Benjamin, «son al ámbito del pensamiento lo que las ruinas al ámbito de las cosas».
Huyendo del «mal lenguaje» y su uniformidad, agazapada otra vez en el comodín de la utopía, encontramos otro que, aunque no sea solo de invocación tampoco nos sirve, porque ha sufrido una devaluación. Uno se queda inconforme y quisiera tener más tiempo para hacerlo todo mejor, no solo la literatura, sino la vida, para que el lenguaje esté vivo como ella y viceversa. Pero sé que soy una remendadora, y esa imperfección me atrajo desde que puse a la escritura como lugar donde convivir con los errores, a los que equivocadamente llamé experiencia, y tomé la decisión de dar puntada tras puntada para recuperar, contra un proceso de olvido sistemático, lo que pude, sin lograr otro efecto que esa porción que me tocó de resistencia, por no tener valor para responder a la pregunta de Martin Heidegger que les dejo a los amigos que me quedan y a los lectores que pensarán en ella, cuando se encuentren frente a lo que no fuimos capaces de hacer, decir o cambiar: «¿para qué poetas?».
Muchas gracias.
(Azotea, 16 de febrero de 2014)
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Este discurso forma parte de la antología Los agradecidos del mañana, de Luis Amaury Rodríguez, publicada por Cubaliteraria en 2021 y que se encuentra disponible para su descarga gratuita en nuestro Portal.
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