I
Desaparece el polvo
En 1950 un viento aciclonado abrió las puertas de la poesía neorromántica cubana. Carilda Oliver Labra recibía la Flor de Oro de la Poesía y un duende travieso se asomaba a nuestra literatura para quedar semioculto entre los enrejados matanceros y los puentes que conducen a las cuatro esquinas del mundo. Su estilo audaz y desenfadado, su dominio de las técnicas todas del verso le valieron, desde muy joven, el reconocimiento de dos grandes de la lengua castellana: Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Cuando uno de sus poemarios parecía que se iba a perder en la mesa de las deliberaciones finales, Nicolás Guillén, su amigo fiel y admirador, lo separó para distinguirlo con el Premio Nacional de Poesía. Sin embargo, la joven poeta, asida duramente al hueso de la vida, no cejó en el empeño de trabajar, de pulir sus versos, con una dedicación y una humildad que caracterizan más bien a una misionera iluminada que a un simple poeta.
Polifacética, Carilda estudió música, pintura y escultura. Su obra literaria no se vio disminuida por estos menesteres. Profesora de idiomas, abogada, conoció los avatares de la vida en pleitos civiles y conflictos matrimoniales. Todo ello se involucró raigalmente en su poesía. El vuelo imaginativo no se vio menoscabado por su afincamiento en las raíces de la tierra; por el contrario, se enriqueció con una savia nutricia. Si hay en Cuba un solo poeta que haya vivido en carne y espíritu la poesía, ese poeta es, sin dudas, Carilda Oliver. No en balde su vida ha sido modelo para obras televisivas en España y América Latina. No en balde cuando nos acercamos a ella nos sentimos atrapados por ese campo magnético donde la poesía y la vida irradian una sola corriente de atracción.
Arquera del amor erótico, desafiante, conquistó el devoto asentimiento del pueblo con sus sonetos del amor doloroso. Echó por tierra toda la poesía femenina del romanticismo, con sus versos inflamados y huecos, para inaugurar un neo romanticismo de rabia jubilosa, con un tono descarnado y real, un tono en fin, revolucionario. Inclasificable, novedosa, concisa, ofrece al mundo de las letras hispanoamericanas una poesía cargada de acentos de marcada fuerza humanista. Su actitud cívica, su amor por Cuba y por la Revolución, le atribuyen el don social necesario para que su poesía se inscriba en lo mejor de la poesía testimonial de su época.
Su «Canto a Fidel» llegó a la Sierra Maestra cubierto de pólvora y de malezas, durante los días aciagos de la lucha. Desaparece el polvo no es un libro más en el inventario ya prolífico de la autora matancera. Es el testimonio de una mujer que toma partido por la vida, por el hombre. Una mujer que a cualquier hora del día, «en el siglo de la avitaminosis y la cosmonáutica —como ella misma escribiera—, a desvergüenza y dentellada, convaleciente de amor, tonta como una balada, metiendo sueños en una alcancía, jugando a no perder la luz en el último tute», se rinde al inaplazable acto de escribir. Saludamos este nuevo libro de la autora de Al sur de mi garganta y Memoria de la fiebre, a la formidable decimista de La ceiba me dijo tú, a la sonetista precisa y delicada, a la mujer que al conjuro de la Revolución Cubana, escribiera: «Creo en tus partos tierra, por eso juro por el hombre».
Saludamos, pues, a la amiga Carilda Oliver, quien recién traspuesto el umbral de los sesenta reafirma, ninfa del trauma, como le hubiera gustado decir, el fulgor de su leyenda.
II
Tiempo inmarcesible de nuestra juventud
Ella me llamó para pedirme que estuviera aquí. Me dijo que sabía que yo estaba muy ocupado y que hoy 20 de octubre era un día malo, que seguramente yo estaría comprometido a esa hora pero que éramos en fin… que ella me quería tanto, que nunca olvidaba aquellas tardes de los 70 en que llegábamos a su casa de Matanzas en el tren de Hershey, cuando ni éramos tan felices ni estábamos tan documentados. Que hiciera lo posible por decir algo, por estar simplemente. Que no escribiera nada, que ella sabía que yo podía improvisar porque lo había hecho tantas veces… Y que el tiempo, el tiempo, el tiempo…
Ella no me pidió nada tan difícil, solo quería que yo estuviera aquí donde estoy, junto a ella como tantas veces. Y yo, desde luego, le dije: Carilda, tú me pides algo a lo que no me puedo negar.
Entonces empezamos a hablar de los bronquios y del fenobarbital, y de su enfisema pulmonar y mi presión arterial y de Yoyi que siempre está en nuestras conversaciones porque Yoyi fue un duende que vivió la poesía con todos, para que su hermano la escribiera y nosotros la leyéramos en su patio de helechos y ranas calistenias que nos caían arriba cuando la madrugada se hacía viscosa y Félix cantaba Arias de Donizetti y luego ensayaba sus pérforocortantes frente a un espejo de azogue, o cuando Ramiro bailaba sus zarabandas perlado de sudor y enamorado de la noche y de Carilda y de Félix y de las ranas calistenias y de todos nosotros. Trataré de ir, de estar contigo aunque es un día muy complicado, Carilda, tú sabes.
Pero vine porque Carilda convence a los cuatro puntos cardinales y a las cuatro esquinas del mundo. Y porque ella es tan irreal que cuando uno se le acerca parece que levitara, que no tuviera huesos, que una lámina de argenta la separara de la realidad.
Ella es la multiplicación de su propio ser porque a nada puede igualarse. Ella abrió las puertas a la poesía neorromántica cubana de la mano de Emilio Ballagas y de José Ángel Buesa. Y fue la novia de todos. Y escribió en el bufete sus poemas políticos con un lirismo devastante. Ella es un viento impúdico, aciclonado. Ella ha vivido en carne y hueso la poesía. Ella es inclasificable, pólvora y amianto, a desvergüenza y dentellada, jugando a no perder la luz en el último tute. Ella se rinde a diario a ella misma, a nadie más. Ella no es feminista, ni masculinista, es mucho más: ninfa del trauma, profesional del fósforo, maldita, bendita, hermosa como un tulipán, graciosa como un tomeguín, escandalosa como un petardo en medio de una sacristía, como su leyenda a la que se ha rendido con enhiesta liviandad y pudor cómplice. Ella no es explicable ni en la exégesis, ni en el discernimiento. Ella es coloquial, surrealista, modernista y futurista, eso sí, y vanguardista. Pudieron haberla asesinado con elogios banales y adjetivos edulcorados pero ella no se dejó vencer. Supo separar la paja del grano. Y salió invicta como Safo, como Gertrudis Gómez, como Luisa Pérez de Zambrana, como Fina García-Marruz.
Ella es la expresión desenfadada y profusa de todas las quimeras soñadas por las mujeres de su época. Es la cúspide de una radiante floración de poetisas que quedaron en el camino porque cogieron por la vereda. Y se vistieron a la moda. Y fueron devoradas por su propio hastío, mientras ella escribía poemas al sur de su garganta. Ella es un ángel lascivo y un teorema social. Ella es un diablillo azafranado, un ave fénix que ha resucitado de sus cenizas. Ella es un jirón de la tierra, la de su abuela y la de ella, que es Cuba, y es el Nirvana y el Zen, junto a Zenea y a Plácido, Heredia y a Milanés.
Ella no se parece a nadie, ni siquiera a ella. Ella es la encarnación de un cuerpo invisible y aterido, de una aparición. Ella es la leyenda y a la vez esa forma sofisticada de la leyenda que es la historia. Ella es Tirri 81 y su nombre es ya un epónimo. Ella no tiene padrinos, nunca los tuvo porque fue bautizada por la Macorina y por Papá Montero junto al puente del San Juan. Ella es ascética y voluptuosa a la vez. Ella fue anterior e inconstante pero no dejó pasar el tren como Ana Karenina.
Ella es un arcano, una abadesa sin abadía. Ella llega a la literatura por desvelamiento, por hendiduras, por guerras insólitas y por miedo, aunque es la más valiente, porque como los héroes anónimos se ha crecido ante el fuego.
Ella es espejo, metáfora, llamarada.
Ella se llama Carilda porque nadie más puede llamarse Carilda. A nosotros, los que nos servimos de su destellante fulgor, los aplicados, los cantores de sus epifanías, nos ha concedido hoy el privilegio de su abrigo.
Carilda, yo estoy aquí porque tú me acompañas a diario en esa ficción que es el tiempo. No me pidas más que haga un espacio para estar junto a ti. Tú eres el espacio profundo, insondable, donde tantos quisieran estar.
Tú eres el tiempo inmarcesible de nuestra juventud.
20 de octubre de 2010.
***
Texto incluido en el libro Nuevos autógrafos cubanos de Miguel Barnet, publicado por Ediciones Cubanas en 2019.
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