Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba
Publicado originalmente en la revista Casa de las Américas, No. 40, enero-febrero de 1967, pp. 4-18.
Quiero aprovechar esta ocasión para ordenar opiniones que durante años he expuesto sobre este asunto en trabajos anteriores. El posible (y casi imposible) lector que estuviera familiarizado con ellos, se encontrará pues, en estas notas, con algunos criterios conocidos, aunque sobre todo con relaboraciones. En todo caso, no me resigno a sucumbir a las citas propias, pareciéndome mucho más saludable la norma de Alfonso Reyes: Prefiero repetirme a citarme.[i]
Cultura. Intelectuales. Generaciones
Quizá no esté de más entendernos de entrada sobre los términos.
«Cultura» e «intelectuales» son términos que voy a emplear en el sentido restringido con que corren habitualmente, aunque sepa que con ello limito sus acepciones posibles. No proceder así, me obligaría a escribir otro trabajo. Aunque «cultura» es toda la creación de una comunidad humana, aquí voy a referirme a ella sobre todo en relación con la literatura, las artes y el pensamiento. No es prescindible, sin embargo, la otra acepción, especialmente en nuestro país, de modo que más de una vez habrán de interferirse ambos campos. «Intelectuales», por su parte, no son solo, como Gramsci ha hecho ver con claridad, los escritores, artistas y pensadores, sino muchos otros, incluyendo por cierto a los políticos. Pero aquí voy a utilizar la palabra en el sentido habitual, aunque no pueda olvidarse esa ampliación o restitución semántica, que por otra parte se aviene con los problemas de una sociedad que carece de cuadros suficientes, y requiere que prácticamente todos los que hayan rebasado la enseñanza primaria desempeñen variadas tareas de servicio. Por último, los problemas abordados aquí afectan sobre todo a los hombres y mujeres cuyo desarrollo intelectual coincide con el de la revolución triunfante. Pero no es posible dejar de aludir a la presencia de otros, aunque, por encontrarse ya formados al llegar la revolución al poder, su repertorio de problemas no coincide necesariamente con el que aquí comento.
Ofrezco pues, en primer lugar, un breve esquema generacional de este momento cubano: por supuesto que sin el menor fanatismo por tema tan vapuleado como el de las generaciones.
En Cuba hay tres generaciones bien visibles, flanqueadas por los sobrevivientes de una mayor, de ancianos –el más prestigioso de los cuales es Fernando Ortiz, nuestra primera figura intelectual–, y los jóvenes en vías de formación, que ya han empezado a dar muestras valiosas de su trabajo. Esas generaciones son, una, la «generación vanguardista», la de los hombres de sesenta años; otra, la «generación de entrerrevoluciones», que madura entre la fracasada revolución de 1933 y el acceso al poder de la actual revolución, en 1959; y, por último, la «primera generación de la revolución», que madurará en el proceso de esta.
Los más precoces entre quienes están surgiendo ahora («segunda generación de la revolución») coinciden en no pocos puntos con esa generación última, de modo que muchos de estos comentarios también los aludirán,[ii] aunque habrá que esperar, por supuesto, a los años venideros para conocer el desarrollo y sentido de su obra.
Es sabido que a esta división en estratos cronológicos hay que añadir la rajadura vertical de las posiciones clasistas (no hablo de origen, sino de actitud de clase, pues todavía el origen de la mayoría de los intelectuales cubanos es pequeñoburgués). Así, en la generación vanguardista, por ejemplo, Marinello representará la vertiente revolucionaria, y Mañach la conservadora; separación que en la generación siguiente podría verse encarnada en Carlos Rafael Rodríguez y Humberto Piñera. Esta división es evidente, e impide todo excesivo enamoramiento con las determinaciones provocadas por las generaciones. Pero no es menos cierto que un hombre o una mujer que tuviera cerca de cincuenta años en 1959, no puede haber vivido el proceso revolucionario como la experiencia formadora que ha sido para quienes entonces andaban, como promedio, entre los veinte y los treinta años.
En estos, y desde su perspectiva, pienso en las notas que siguen.
Generación vanguardista
Los hombres y mujeres de sesenta años, los de la generación que surge alrededor de 1925, están hoy, o muertos (Martínez Villena, Mañach, Ballagas, Roldán, Caturla, De la Torriente, Enríquez, Abela) o exiliados (unos pocos importantes, como Novás Calvo, Montenegro, Lydia Cabrera) o consagrados (Carpentier, Guillén, Dulce María Loynaz, Labrador Ruiz, Lam, Amelia Peláez).
En cualquier caso, su participación activa en la vida cubana actual, salvo excepciones, es escasa.
Entre esas excepciones, además de a varios de los últimos, cabe destacar a Juan Marinello y Raúl Roa. Pero es claro que esa generación ha desempeñado un papel de pórtico. Es justo que se la considere como introductora de la vanguardia. (Buena parte de ella se nucleó en torno al órgano de la vanguardia en Cuba, la Revista de Avance [1927-1930]). En ella surge la nueva música, que inauguraron Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla volviéndose hacia los aportes negros; en ella, la nueva pintura, con el pionero Víctor Manuel a la cabeza; e incluso el nuevo pensamiento revolucionario, con la inserción del marxismo en la historia cubana, que arranca concretamente de Julio Antonio Mella (uno de los fundadores, en 1925, del primer partido comunista de Cuba) y Rubén Martínez Villena. Es interesante ver cómo muchos de sus temas, muchas de sus preocupaciones vuelven a ser asumidos en nuestros días, comenzando por el propio marxismo.
Es evidente el nuevo interés que ha cobrado la presencia de lo negro en nuestro país, interés que hizo eclosión con aquellos hombres. También ellos se preocuparon por la unidad del Continente nuestro, por nuestro carácter colonial, así como por lo que entonces se llamó, bastante candorosamente, «lo nacional y lo universal», todo lo cual se tradujo en un arte de voluntad nacional, genuina. Naturalmente que estas preocupaciones, al ser retomadas, lo son ahora, por así decir, a un nivel más alto de la espiral. El marxismo, que después de la Revolución de Octubre y los sustanciales aportes de Lenin apenas había progresado (con excepciones como Mao, Gramsci y Lukács), ha reverdecido, con el francotirador Sartre, Althusser, Della Volpe, Luporini, Fischer, Kosik. La preocupación por lo negro, la unidad continental, el carácter colonial son ahora aspectos de nuestras preocupaciones como país subdesarrollado: la asunción de este hecho, en relación con el marxismo, ha ido engendrando en el planeta un pensamiento propio del tercer mundo: Fidel, Che, Fanon. En vez de «lo nacional y lo universal», hablamos ahora de «el subdesarrollo y el pleno desarrollo».
Términos que, por otra parte, también pueden convertirse en retóricos.
Generación de entrerrevoluciones
La generación que empieza a darse a conocer algo antes de 1940, «generación de entrerrevoluciones», es una de las más asfixiadas de nuestra historia. Se abre a la vida entre los rescoldos de la abortada revolución de 1933, cuyas frustraciones van a ser su aire cotidiano, y será ya madura para cambiar cuando un grupo de jóvenes lleve la revolución al poder en 1959.
En ella hay que distinguir un grupo que mantiene vivo el pensamiento marxista: José Antonio Portuondo, Mirta Aguirre, Julio Le Riverend, Carlos Rafael Rodríguez, Juan Pérez de la Riva.
Son investigadores más que creadores. Cerca de ellos debe mencionarse a escritores como los narradores Dora Alonso y Onelio Jorge Cardoso y el dramaturgo Carlos Felipe; y, suelto y original, al creciente Samuel Feijoo. Pero el cuerpo más visible de los creadores de la generación se centra en la poesía, y se expresa en revistas como Orígenes (1944-1956), de singular relevancia.
Ellos trasmitirán a los más jóvenes, desde sus posiciones literarias rectoras, el desasimiento político. Mientras otros escritores se exilian o se dan a actividades como el periodismo y la radio, ellos persisten en una tarea obstinada, de confianza, ya que no en la historia presente, en los valores espirituales, que acaban confundiéndose con las esencias secretas[iii] del país, destartalado en casi todos los órdenes. Su ideario encarnará en el libro Lo cubano en la poesía (1958), del mejor crítico de poesía de estos años, Cintio Vitier.
Si repasamos el repertorio de temas de la anterior generación, veremos qué pocos atrajeron a esta. Fuera de aportes como los de la importante revista Dialéctica (1942-1947), es escaso el desarrollo del marxismo, que en lo internacional está conociendo los estragos de lo que luego se llamará el «culto a la personalidad», y en el interior el decaimiento de las posibilidades revolucionarias. En el grupo de Orígenes el interés por lo negro se evapora. La atención hacia lo continental se fragmenta, y «lo cubano» parece desmesurarse. Crecen la intimidad y los «interiores» (véase la excelente pintura de interiores que debemos por ejemplo a Portocarrero). Es una actitud de repliegue, una búsqueda angustiosa de los últimos destellos de una sensibilidad que en la Isla había conocido su momento de fuerza en el siglo XIX. Pues este grupo no representa ya el estado de espíritu de la burguesía cubana de su momento –burguesía entonces desarraigada, presa en los módulos estadunidenses de vida–, sino de la que, con un sentido nacional, brilló en el siglo pasado. Como, al mismo tiempo, no se resigna a la mera repetición de formas, se da a un curioso universalismo imaginario. La imaginación está obligada a suplir lo que la historia misma no puede entregar. La creación se mueve entre la nostalgia de un pasado armonioso (Eliseo Diego), la visión grotesca de un presente absurdo (Virgilio Piñera) y el frenesí de la imaginación (José Lezama Lima). Por su actitud religiosa, varios de estos escritores recuerdan a los que en la Rusia de entrerrevoluciones (1905-1917) fueron llamados «los buscadores de Dios», y que influirían en su momento sobre el propio Gorki. La racionalización triunfa sobre el razonamiento, la ideología sobre la ciencia. El costado positivo de esta tarea, sin embargo, es digno de señalarse: por ejemplo, la salida del pintoresquismo, que había sido la trampa que acechaba a la generación anterior y en la que sucumbirían los débiles de esta. Artistas como Portocarrero o Mariano; poetas como Lezama, Baquero, Vitier, Diego o García Marruz; dramaturgos como Piñera representan un considerable enseriamiento en el trabajo expresivo de la Isla.
La contrapartida de esta actitud en otros órdenes es menos feliz. A pensadores marxistas no bastante formados, pero con vislumbres magníficas, como Mella y Martínez Villena; e incluso a francotiradores conservadores pero inteligentes, como Mañach (véanse Indagación del choteo, 1928, y Martí, el Apóstol, 1933), que comprendían que su pensamiento o abordaba nuestros problemas o no pasaba de una especulación hueca, sucede el equipo mediocre de la Revista Cubana de Filosofía. Si aquellos no eran filósofos, pero sí pensadores –de acuerdo con el útil distingo de Gaos–, estos no serán ni filósofos ni pensadores, sino pedantes enseñadores de filosofía. Con su mera repetición de temas que tenían cierta vigencia en otras circunstancias, representaron, con pocas excepciones, la vaciedad de este momento. En vano buscaríamos entre ellos algo comparable a la Teoría del hombre, del argentino Francisco Romero, o a los trabajos del mexicano Leopoldo Zea.
Probablemente no es un azar que este haya sido el único equipo intelectual de esta generación que abandonaría el país después del triunfo revolucionario. Algunos de ellos –caso excepcional entre los intelectuales cubanos–, incluso habían llegado a encontrar conciliables sus pretensas vocaciones filosóficas con el régimen tiránico de Batista.
Primera generación de la Revolución
En 1923 han tenido lugar en Cuba la Protesta de los Trece, capitaneada por Rubén Martínez Villena (en la que un grupo de escritores jóvenes expresó su repudio a un gobierno corrompido), y el intento de Reforma Universitaria, con Julio Antonio Mella a su frente. Treinta años (o dos generaciones) después, el 26 de julio de 1953, Fidel Castro realiza la acción homóloga de aquellas –que esta vez sí logrará desencadenar la revolución–, al atacar el cuartel Moncada, en Santiago de Cuba. En aquellas acciones de 1923, tuvieron participación destacada los intelectuales. No ocurriría otro tanto en esta de ahora. En el proceso insurreccional reabierto en 1956, y que conduciría a la toma del poder político al romper el año 1959, la participación de los intelectuales coetáneos de los dirigentes políticos fue escasa. Aunque los de más claridad política se nuclearon en la sociedad Nuestro Tiempo –que fue un centro de actividades culturales y no de creación–, y a pesar de contribuciones persona- les a la insurrección, el desaliento e incluso el despego político que se habían entronizado en la parte más visible de la anterior generación siguieron cundiendo.[iv] No podría decirse, además, que hubiera mejorado la situación intelectual del movimiento marxista internacional, mientras que el macartismo ganaba terreno en muchos órdenes. La podredumbre del país era mayor que nunca antes en su historia. Esa podredumbre la encarnaba la tiranía de Fulgencio Batista, la auspiciaban con plena conciencia el sistema imperante en los Estados Unidos y sus secuaces locales, que habían hecho de Cuba el lupanar del Caribe (los periódicos norteamericanos proclamaban en 1958: «Visit Havana, the Las Vegas of the Caribbean»), y generaba una actitud de lucha violenta entre los más aguerridos y alertados políticamente, y una actitud de rechazo incluso entre los intelectuales de menos participación política. Se incrementa así entre estos un destierro voluntario que los llevaría a Nueva York, a París, a Madrid, a Roma. Por descontado, se trataba de intelectuales de procedencia burguesa o pequeñoburguesa. La clase obrera y el campesinado difícilmente podían dar de sí una zona intelectual, sumidas como se hallaban en estado de analfabetismo total o parcial. Mientras tanto, según ha descrito el Che Guevara, se va gestando una verdadera vanguardia del país en las montañas.[v] No es cuestión de presentar ahora como idílicas las relaciones entre los intelectuales políticos y los otros intelectuales en la generación «vanguardista» (¿es que lo han sido alguna vez?): que no fueron idílicas, lo demuestran el ensayo de Julio Antonio Mella sobre Agustín Acosta, o las actitudes y polémicas de Rubén Martínez Villena una vez que se convirtió en dirigente político. Este último, en 1927, el mismo año en que aparece la Revista de Avance, dirige la revista América Libre, de sesgo enteramente político. Pero sea como fuere, hubo relaciones: lo atestiguan la Protesta de los Trece o el Grupo Minorista, cuya «Declaración» programática (que fue también el canto de cisne del Minorismo) redactó en 1927 Martínez Villena. En general, ese no fue exactamente nuestro caso. Mella tiene veintiséis años cuando es asesinado. Esa edad tiene Fidel Castro cuando ataca el Moncada. Que está dotado de extraordinaria claridad política en sus propósitos, lo demuestra su impresionante alegato La historia me absolverá . Pero previamente no ha considerado necesario realizar nada comparable a la crítica de Mella sobre Acosta, al diálogo con los intelectuales coetáneos. Entre esos coetáneos, por otra parte, no existe un Martínez Villena; iba a escribir: ni una Revista de Avance, pero esto último no sería justo: la edad promedio de los editores de la Revista de Avance al comenzar a publicarse era más o menos la edad que teníamos nosotros al llegar la Revolución al poder, en 1959. Al decir «nosotros», pienso en quienes en esa fecha no llegábamos a los treinta años. Así como aquella es llamada por muchos generación de la vanguardia o de la revolución antimachadista, no veo de qué otra manera podría ser llamada la nuestra que «primera generación de la revolución», pero entendiendo esta a partir de 1959. Pues si para la vanguardia política la revolución comienza en 1953, con el ataque al Cuartel Moncada, y adquiere nuevo impulso en 1956, con el desembarco del Granma y el ascenso a la Sierra Maestra –y durante esos años se va forjando esa vanguardia–, es a partir de 1959, es decir, a partir del momento en que la Revolución está en el poder, cuando la vanguardia intelectual recibe una verdadera conmoción que la hace madurar, le va dando su fisonomía histórica.
De entrada, un hecho es evidente: en relación con la vanguardia política, esta vanguardia intelectual quedó retrasada. No desempeñó siquiera el papel de los futuristas rusos en relación con los acontecimientos de octubre de 1917.
Por supuesto que en esto hay responsabilidades personales, que no hay por qué soslayar; pero que tampoco hay que abultar, olvidando que los hombres hacen su historia, pero dentro de condiciones que ellos no han hecho. La intelligentsia rusa estaba cargada de inquietud revolucionaria mucho antes de que los futuristas empezaran a salir a la calle con blusas amarillas. Desde el último cuarto del siglo XIX, se sabe que el centro de la revolución europea se ha desplazado a Rusia.
Voy a mencionar dos ejemplos curiosos, entre los numerosísimos que pueden aducirse, de la conciencia que se tenía, desde nuestra lengua, de esto: uno es el libro, injustamente olvidado, de Emilia Pardo Bazán La novela y la revolución en Rusia, que data de 1885; otro, las numerosas anotaciones que sobre el hecho ha dejado, en sus cuadernos de apuntes y fragmentos, José Martí, y que, a pesar de su importancia, no han sido, que yo sepa, estudiados separadamente.
Pues bien: ese desplazamiento a Rusia de la posibilidad revolucionaria, esa espera de la revolución, del gran vuelco, está presente, aunque con altibajos, en la vida intelectual rusa durante varias generaciones, y será expresada dramáticamente, llegada la revolución, no solo por los marxistas y por los futuristas, sino incluso por un simbolista religioso con Alexandr Blok, en sus sobrecogedores poemas «Los doce» y «Los escitas». No era equivalente la vida intelectual cubana del cuarto de siglo anterior a 1959. No me refiero solo a densidad intelectual, que haría grotesco el paralelo, sino a tensión esperanzada.
Desde que en enero de 1934 un fugaz gobierno revolucionario es derrocado por Batista, y más aún desde que en 1935 este hace asesinar a Antonio Guiteras, alma de aquel gobierno, el país vivirá –también con altibajos, desde luego– de la desesperanza y la desilusión. Esa es la actitud que reflejan los «buscadores de Dios» de la revista Orígenes.
Por tanto, no es en un medio tenso por la espera de la revolución, sino en un medio lleno de escepticismo y despego (escepticismo y despego traducidos en la difícil vida intelectual), en el que Fidel Castro va a desencadenar una de las más profundas revoluciones de la historia, con su asalto al cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953.
Su apoyatura intelectual no va a recibirla de pensadores inmediatos a él, sino de José Martí. Y esto, que hoy nos parece lo más natural del mundo, esto solo, el saltar por encima de la mediocridad ambiente e ir a entroncar de modo vivo con el único gran pensamiento original que se había engendrado en esta tierra, ya era una definición. También en la manera de conducir la lucha militar, a partir de 1956, lo veremos prescindir de las tácticas que una y otra vez habían demostrado su inutilidad durante la República mediatizada, y hacer renacer entre nosotros la guerrilla de los mambises. Después de todo, no es tan sorprendente que Fidel haya sobrepasado a los intelectuales cubanos, quienes vivían bien confundidos y desesperanzados en esta tierra, cuando a los políticos más avezados (pienso en la izquierda, por supuesto) también los sorprendió y sobrepasó. En un orden como en otro –aquí es el momento de recordar de nuevo que el político es un intelectual, y que solo convencionalmente es dable separar estas tareas– puso el dedo en la llaga.
Pero sea como fuere, es lo cierto que, a los ojos de la revolución, como lo han expresado Fidel y el Che, los intelectuales teníamos que recuperar el tiempo perdido, recuperarnos a nosotros mismos, hacernos intelectuales de la revolución en la revolución. Y esto debía ocurrir en una revolución que ya era poder. Así como el partido iba a ser constituido después de ser la revolución gobierno –mientras que, habitualmente, una de las metas de un partido revolucionario es la toma del poder político–, de manera similar, los intelectuales de la revolución iban a hacerse tales, en medida considerable, después de esa toma del poder político. (Todavía a principios de 1965, en su carta abierta a Carlos Quijano [«El socialismo y el hombre en Cuba»], el Che expresará su impaciencia por esa intelectualidad revolucionaria. Pero el 15 de diciembre de 1960 ¿no se había dirigido Fidel a la propia clase obrera para recordarle que su misión no era luchar por migajas, sino por el poder político?).
Ahora bien: no se trata de lamentar la ayuda que como guerrilleros hubieran podido prestar los intelectuales, sino de conocer (para aliviar) el retraso en su formación como intelectuales revolucionarios.
Etapas de una formación
Los problemas para esa formación no son, por supuesto, simples. No basta con adherir verbalmente a la revolución para ser un intelectual revolucionario; ni siquiera basta con realizar las acciones propias de un revolucionario, desde el trabajo agrícola hasta la defensa del país, aunque esas sean condiciones sine qua non. Ese intelectual está obligado también a asumir una posición intelectual revolucionaria. Es decir, fatalmente problematizará la realidad, y abordará esos problemas, si de veras es revolucionario, con criterio de tal. Pero ello es resultado de un proceso, tan intenso y violento como la propia revolución lo ha sido entre nosotros. En ese proceso pesará su formación anterior, las influencias que han gravitado (y no dejarán de hacerlo de repente) sobre él, y prejuicios diversos, entre los cuales algunos se han revelado simples juicios, como en lo tocante al «realismo socialista».
Ese proceso personal no es con frecuencia sino la interiorización de un proceso colectivo que debemos ver en su conjunto, y en sus distintos momentos. Esos momentos no se separan por una fecha, pero tampoco son enteramente imprecisos.
Podrían señalarse grosso modo tres instantes: uno inicial, que abarcaría hasta la victoria de Girón; otro, que incluye la denuncia del sectarismo y la Crisis de Octubre, en 1962, y se extiende hasta 1964 al menos; y otro, en nuestros días.
El momento inicial de este proceso es de exaltación precrítica. La revolución –que por entonces muchos tienden a entender tan solo negativamente, como lo otro opuesto a la tiranía batistiana– es tanto una realidad como una posibilidad: vive una indefinición que no hace sino traducir las tensiones internas mantenidas durante ese tiempo entre quienes pretendían amoldar la revolución a esquemas burgueses tradicionales, y quienes comprendían que ella estaba obligada, más temprano o más tarde, a hacer estallar esos esquemas. En el orden de la creación artística, ese instante de exaltación, mezcla de fervor y confusión, está expresado, principalmente, en el semanario Lunes de Revolución. Hay, en general, más entusiasmo, e incluso embullo cubano, que reflexión sobre lo que estaba ocurriendo de veras. La reflexión, por otra parte, no podía anteceder a la clarificación de los hechos mismos. Por supuesto, apenas hay algo que pueda llamarse entonces un arte o una literatura de la revolución. Las gavetas se han abierto, y una papelería guardada durante años ha salido a la luz. Habría que ir a buscar la expresión literaria y artística de este momento en grandes piezas oratorias, en ciertos reportajes, en algunos poemas y narraciones testimoniales, en fotos y documentales intensos. La imaginación, que había podido reinar unos años atrás, cede su lugar al testimonio, incluso al documento. Pero junto a estos crecen formas experimentales que irán desarrollándose en los años sucesivos y que, aunque no constituyan siempre una novedad, garantizan una continuidad imprescindible para ulteriores desarrollos. En las artes plásticas, por ejemplo, alcanzan su madurez artistas de surgimiento anterior, de Mariano a Servando Cabrera Moreno, y se reconoce como de primera fila a jóvenes como Raúl Martínez, Antonia Eiriz y Ángel Acosta León, con quienes se aclimatan en Cuba desde el expresionismo abstracto hasta la nueva figuración, el pop art y un original lirismo onírico. En la música, se sale al fin del folclorismo en que (con excepciones como la de Ardévol y Gramatges) se desangraba la herencia de Roldán y Caturla, y con Juan Blanco y otros músicos más jóvenes se inicia la creación de la música serial y electrónica, que llegará a utilizarse en grandes actos masivos. Pero este desarrollo de lo que había parecido natural en aquel primer momento, no se realiza armoniosamente, sin tropiezos: o al menos, sin sobresaltos. Los acontecimientos de 1960 precipitan en Cuba la radicalización. Los intentos estadunidenses por aplastar violentamente a la revolución dividen las aguas: la burguesía decide traicionar al país, mientras las clases populares se aprestan a defender el poder revolucionario. En una sucesión dramática de golpes yanquis y contragolpes cubanos, la revolución va asumiendo medidas cada vez más profundas. Ya en septiembre de ese año, en la primera Declaración de La Habana, se expresa, sin nombrarse, el carácter socialista de la Revolución. Y el nombre se hará explícito en abril de 1961, al día siguiente del bombardeo norteamericano a Cuba que preludió la invasión.
La indefinición ha concluido. La Revolución Cubana, dicho por boca del propio Fidel Castro, es reconocidamente socialista: marxista-leninista, como se especificará más tarde. Cuba forma parte de la comunidad de países socialistas. Nadie podrá llamarse a engaño sobre este punto. Con los mismos hombres al frente, la Revolución Cubana ha conocido una radicalización que la hace pasar de una etapa a otra. Además, la victoria obtenida por Cuba hace que aquella definición vaya acompañada por un sentimiento de triunfo.[vi]
Pero a pesar de ese sentimiento de triunfo, el hecho de que Cuba se haya convertido en uno de los países socialistas hace que muchos se interroguen sobre el destino de la vida intelectual, especialmente del arte. ¿Se conservará la libertad de expresión de los dos años anteriores? ¿O, por el contrario, Cuba, como otros países socialistas, va a implantar normas estrechas a la expresión artística? Estas preocupaciones acaban por conducir a memorables reuniones de escritores y artistas con Fidel y otros dirigentes de la Revolución, en junio de 1961. Al final de esas reuniones, en las que muchos hablan copiosa si no siempre lúcidamente, Fidel pronuncia el discurso que será publicado con el nombre Palabras a los intelectuales, en que afirma que la Revolución no implantará norma alguna en cuestiones de arte, no existiendo más limitaciones para este que la propaganda contrarrevolucionaria. Sin embargo, las preocupaciones no se desvanecen del todo, porque el país va a conocer lo que el propio Fidel desenmascarará, el 26 de marzo de 1962, con el nombre de sectarismo. Sectarismo y dogmatismo han encontrado siempre en el arte una víctima particularmente propicia para ejercer sus errores.
Nuestro caso no habría de ser la excepción. Ello explica las enconadas polémicas mantenidas esos años en torno a los problemas estéticos. Simplificando los términos de esas polémicas, que involucraban a artistas y a algunos funcionarios, sus extremos podrían ser, uno (sobre todo el de algunos funcionarios), la postulación de un arte más o menos pariente del realismo socialista; otro (el de la gran mayoría de los artistas), la defensa de un arte que no renunciara a las conquistas de la vanguardia. La derrota del primer punto de vista fue sancionada cuando el Che, en El socialismo y el hombre en Cuba, dio el puntillazo al realismo socialista, aunque no le pareciera enteramente satisfactorio el segundo punto de vista: para él, es menester no contentarse con esa posición, sino ir más allá. Solo que para ir más allá hay que partir de algún lado, y la vanguardia parece un buen punto de partida –si no de llegada.
Por supuesto, las discusiones sobre temas estéticos no eran solo eso. Criterios extraestéticos diversos, como no podía menos de ser, estaban en el fondo de esas polémicas. Conviene recordar la observación de Gramsci:
Luchar por un nuevo arte significaría luchar por crear nuevos artistas, lo cual es absurdo, ya que estos no pueden ser creados artificialmente. Se debe hablar de lucha por una nueva cultura, es decir, por una nueva vida moral, que no puede dejar de estar íntimamente ligada a una nueva intuición de la vida, hasta convertirla en una nueva manera de ver y sentir la realidad, y, por consiguiente, en un mundo íntimamente connaturalizado con los «artistas posibles» y con las «obras de artes posibles».[vii]
Aun vueltos sobre los problemas gremiales, habíamos ido a dar, pues, con el meollo de la revolución toda, la «nueva vida moral», dicho en términos de Gramsci, o la construcción del «hombre nuevo», en palabras retomadas por el Che. Así entramos en lo que podríamos llamar el tercer instante de este proceso: ni precrítico ni defensivo, sino crítico y confiado, en la medida en que los hechos mismos, tanto como la meditación sobre esos hechos, han ido obligando al desarrollo de intelectuales revolucionarios.
Naturalmente que estos instantes no se separan bruscamente ni, en rigor, se extinguen. Un poco a la manera de las etapas de un artista, de las que con tanta lucidez ha hablado Cortázar, encontramos de pronto un brote, un reverdecimiento de actitudes que habíamos dado por muertas.
Acaso podrían presentarse estas etapas como el predominio de unas fuerzas sobre otras, pero no necesariamente como el exterminio de unas u otras. Hay un momento en que predomina el dogmatismo y hay otro en que está mitigado, en retirada. Pero el dogmatismo es un mal que acecha a la Revolución, porque se apoya en la comodidad y en la ignorancia, porque dispensa de pensar y provee de aparentes soluciones fáciles a problemas intrincados. El antidogmatismo es su contrapartida: se justifica su vigilante presencia en la medida en que, efectivamente, el dogmatismo amenaza; pero bajo su máscara simpática puede encubrirse quien prefiera decir que está combatiendo al dogmatismo para no decir, abiertamente, que es a la Revolución a la que combate.
Algunos problemas del intelectual revolucionario
Hace poco me preguntaba en México Víctor Flores Olea por qué los intelectuales cubanos no participaban sino excepcionalmente en las discusiones sobre problemas de tanto interés como las referidas al estímulo material y al estímulo moral, a la ley del valor, etcétera, asuntos que solían ser tratados por el Che, Dorticós y otros. Creo que le respondí que tales compañeros también eran intelectuales, y que, por la naturaleza de su trabajo, abordaban tales asuntos. Incluso añadí que, dada su formación, de ser él, Flores Olea, un intelectual cubano actual, muy probablemente hablaría no como un francotirador, sino desde una posición de gobierno, como era el caso de los compañeros mencionados. La pregunta quedaría pues transformada en esta otra: ¿por qué los poetas no hablan sobre los estímulos materiales y morales?, ¿por qué los dramaturgos no abordan la ley del valor?… Si efectivamente respondí así (como creo), la respuesta podría ser ingeniosa, pero era insuficiente. La pregunta va más lejos, y, entre otras cosas, roza este punto: los intelectuales cubanos, que han debatido lúcidamente sobre cuestiones estéticas, deben considerar otros aspectos, so pena de quedar confinados en límites gremiales. De hecho, como dije arriba, tal abordaje está ocurriendo, en ese proceso de conversión en intelectuales de la Revolución, que no lo serían si no se plantearan problemas así, referidos a la construcción de una nueva cultura.
En esa ampliación del conjunto de problemas propio de un intelectual, hemos topado con la condición real de nuestro país, la condición de país subdesarrollado, de país del tercer mundo, con toda la secuela de problemas laterales que ello supone. Pues no se trata de posar de primitivo, de pintarrajearse de salvaje, sino de asumir, concientemente, la verdadera condición de nuestra historia. Es como si se nos hubieran hecho transparentes cuestiones consideradas en libros como Radiografía de la pampa, de Ezequiel Martínez Estrada, o El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. ¿Y por qué no en el ya lejano Ariel, de Rodó? Con los instrumentos a su alcance, el uruguayo se planteaba problemas que siguen conmoviéndonos. Solo que ahora sabemos en qué consiste el «secreto» de nuestra América y los vínculos que la unen entre sí, los cuales no están sustentados en sentimentalismos ni en actitudes idealistas, sino en visibles razones estructurales que destacaría, por ejemplo, Mariátegui.
En el Primer Congreso de Escritores y Artistas de Cuba, en agosto de 1961, dijo Alejo Carpentier que nos hacía falta un Rodó que supiera economía.[viii] Cuando se lo comenté a Martínez Estrada, él me dijo: «Ya existió. Fue Martí». En efecto, el primer intelectual latinoamericano en comprender a plenitud nuestra pertenencia a eso que iba a ser llamado tercer mundo, fue José Martí. Él vio la trampa que yacía detrás de la fórmula «civilización contra barbarie», propagada por Sarmiento. Su pensamiento y su acción estuvieron consagrados a conquistar el ámbito verdadero que corresponde a la que él mismo llamó «nuestra América» para distinguirla de «la América europea». Ese ámbito verdadero no podría ser, de ninguna manera, una réplica boquiabierta de la presunta «civilización», sino algo nacido orgánicamente de nuestros problemas. No me parece exagerado decir que Martí es el primer pensador del tercer mundo. No es por eso raro que el pensamiento de la Revolución Cubana se haya vuelto a él desde el primer momento (recuérdense las numerosas alusiones a Martí en La historia me absolverá), y que los intelectuales cubanos, al afrontar los problemas inherentes a nuestra condición subdesarrollada, para entender el curso de la Revolución, se hayan encontrado releyendo (a veces como si leyeran por vez primera) sus páginas. Volver a Martí después de haber conocido a Fidel, al Che, a Fanon, a Amílcar Cabral, es por lo menos un sacudimiento.
¡Cuántas cosas habían sido dichas ya por ese hombre! Y no es solo hojeando ciertos textos o escuchando los violentos o pedagógicos discursos de Fidel como un intelectual cubano verifica su necesaria pertenencia al conjunto de pueblos cuyos representantes se reunirían en la Conferencia Tricontinental en 1966. Vivir en La Habana –como supongo que le ocurrirá a quien viva en la Ciudad de México, en Buenos Aires o en Caracas– puede no auxiliar demasiado a esa verificación. Pero a diez kilómetros de La Habana empieza el tercer mundo, empiezan los bohíos que recuerdan a chozas africanas, empieza el brutal trabajo agrícola a mano. Ningún cubano que haya pasado una temporada cortando caña, en el momento en que el hombre se pasea por el cosmos, duda de que el suyo sea un país subdesarrollado, aunque personalmente él pueda recibir cada semana L’Express o leer cuatro idiomas. Su óptica toda quedará enmarcada dentro de esa realidad. Escribirá, y sobre todo pensará, dentro de ese contexto.
Es dentro de ese contexto, por ejemplo, que nos planteamos un hecho tan importante para nosotros como la irrenunciable herencia de los hallazgos de la vanguardia contemporánea. En Europa ha vuelto a discutirse últimamente sobre la vanguardia. Pero nosotros, en la América Latina, apenas lo hemos hecho en relación con nuestra realidad. Apenas hemos discutido sobre las relaciones entre vanguardia y subdesarrollo.
Sin embargo, consideraciones teóricas previas, que apuntaban a este tema, no nos faltan: en Martí, en Mariátegui, en el mismo Vallejo, por ejemplo. La vanguardia nace en Europa de la crisis del mundo capitalista. Sucede, sin embargo, que nuestras sociedades atrasadas no presentan ni pueden presentar crisis similares. ¿Vamos por eso a prescindir de lo que ha conquistado esa vanguardia? ¿Vamos a recluirnos en expresiones agrestes y deplorablemente folclóricas? Y si no, ¿cómo vamos a separar lo que corresponde a la sociedad capitalista y lo que es utilizable, asimilable por nosotros? En nuestro caso, a los términos vanguardia –de por sí bastante conflictivo– y subdesarrollo, se añade el de revolución.
Se trata de hacer un arte de vanguardia en un país subdesarrollado en revolución. Hacer un arte de vanguardia en un país en revolución ya se había revelado bastante enmarañado. Una de las infelicidades de este siglo ha sido, precisamente, la separación entre las dos vanguardias, la política y la estética, las cuales habían demostrado que podían fertilizarse mutuamente, en los primeros años de la Revolución Rusa, los años de Lenin y Lunacharski, de Eisenstein y Mayacovski, de Meyerhold y Bábel, de los constructivistas y de los llamados formalistas.[ix]
Enzensberger ha llamado la atención sobre las vicisitudes del propio término «vanguardia», que saltó del habla militar a otras hablas: según él, Lenin es acaso el primero en aplicarlo a la vanguardia política. Sea como fuere, hoy es moneda de uso corriente entre los revolucionarios. La vanguardia política es minoritaria, pero no es una minoría, sino la avanzada de una clase. La vanguardia artística, de modo similar, si de veras es una vanguardia, no es una minoría, una torre de marfil, una pandilla, una «trenza» (como se dice en el Río de la Plata) o una «piña» (como se dice en Cuba), sino la avanzada de un conglomerado que va a recibir, más tarde o más temprano, las consecuencias de esa vanguardia. Hoy, aun los más ignorantes de las realizaciones de la pintura moderna es probable que trabajen en casas, monten en vehículos y utilicen cucharas, ceniceros y vestidos que son una consecuencia de lo que la vanguardia artística ha conquistado durante más de medio siglo. Sin embargo, como sabemos, los que comprenden bien la necesidad de una vanguardia política no siempre han comprendido la necesidad de una vanguardia estética. El resultado ha sido la bifurcación entre una cultura oficial convencional y una cultura real de vanguardia, pero marginada.
Es aspiración nuestra que esto no ocurra en Cuba, como no ha ocurrido hasta ahora.[x] El asunto se complica entre nosotros por nuestra condición de país subdesarrollado. Vivir en un país subdesarrollado quiere decir vivir en un país que es (en nuestro caso, ha sido) saqueado, cuya población es semianalfabeta, a menudo con escasa confianza en sus valores, complejo de inferioridad y fascinación consecuente por otras formas de existencia.
Parece innecesario insistir en que este cuadro puede auxiliar muy poco al desarrollo de una expresión de vanguardia. Pero es evidente que la Revolución, con la campaña de alfabetización primero y de seguimiento después, ha afrontado en la raíz misma el desafío cultural básico. Sobre estas soluciones se está edificando la nueva cultura. Esas campañas masivas, lejos de estar en oposición a una creación rigurosa y exigente, son la condición para su desarrollo.
A veces, sin mucho rigor, hemos comparado las actividades intelectuales con las deportivas: ¿cómo, si no gracias a la participación masiva en el deporte, podríamos encontrar sus mayores figuras?; ¿cómo, si no gracias a la participación masiva en las actividades de cultura, podríamos tener una cultura rigurosa? Esta se desarrollará en el futuro. Pero esa creación de vanguardia en un país subdesarrollado en revolución no es solo una teoría. Ya van existiendo una poesía (Jamís, Fernández, Padilla, Barnet), una narrativa (Soler, Otero, Desnoes, Díaz), una pintura (Martínez, Eiriz, Peña), un cine (Álvarez, Gutiérrez Alea, García Espinosa, Solás), una música (Blanco, Fariñas, Brouwer), una dramaturgia (Estorino, Brene, Quintero), una fotografía (Corrales, Korda, Mayito), una crítica (Fornet, G. Pogolotti, Leal, De Juan) que responden a estos criterios.
Importancia particular tiene para nosotros el pensamiento que necesariamente habrá de considerar hoy un intelectual en Cuba. «Se era cartesiano, se es marxista», sentenció con gracia el pintor Braque hace años. Pero hoy, ese «se» no es tan deliciosamente unívoco como la frase podría hacernos creer. En el campo socialista, al congelamiento monolítico de muchos años ha sucedido, en lo político, el pluricentrismo; en el pensamiento en general, una flora todavía más ambiciosa que rica. Entre los que nos han descrito con la mayor lucidez la situación está Louis Althusser. El propio Althusser representa uno de los mejores ejemplos existentes. Él descubrió para el marxismo lo que Chesterton para el catolicismo: que la más sensacional de las heterodoxias podía ser la ortodoxia. Otros, con menos rigor e inteligencia, saltan de una ortodoxia sin ventanas a una heterodoxia sin sentido. De cualquier forma, el panorama se ha hecho variado. Indudablemente, el marxismo ha vuelto a reverdecer. Sin embargo, no contamos aún no solo con una estética marxista suficiente –cuya ausencia fue acaso la primera en que reparamos–, sino tampoco con una ética; y, según preocupa al Che, ni siquiera con una economía política del período de transición. Si ello puede decirse a escala internacional, no costará trabajo comprender lo que significa para un pequeño país de desarrollo cultural relativamente escaso.[xi]
En la consideración de estos problemas, no se procede solo como un especulador puro. Un error teórico, cometido por quien puede convertir sus opiniones en decisiones, ya no es solo un error teórico: es una posible medida incorrecta. Con medidas incorrectas hemos topado, y ellas plantean, por lo pronto, un problema de conciencia a un intelectual revolucionario, que no lo será de veras cuando aplauda, a sabiendas de que lo es, un error de su revolución, sino cuando haga ver a quien tenga que hacérselo ver que se trata de un error. Su adhesión, si de veras quiere ser útil, no puede ser sino una adhesión crítica, puesto que la crítica es «el ejercicio del criterio», según la definición martiana. Cuando hemos detectado tales errores en la Revolución, los hemos discutido. Así ha pasado no solo en el orden estético, sino con equivocadas concepciones éticas que se han traducido en medidas infelices. Tales medidas fueron rectificadas, unas, y otras están en vías de serlo. Y ello, en alguna forma, por nuestra participación. No hablo de esto para felicitarnos. Más bien para decir que en discusiones así va integrándose más a la Revolución un intelectual. La Revolución no es una cosa ya hecha, que se acepta o se rechaza, sino un proceso, cuyo curso ya no es exactamente el mismo una vez que estamos inmersos en él: de alguna manera, por humilde que sea, con nuestro concurso contribuimos a modificar ese proceso; de alguna manera,somos la Revolución. Hay un momento en que, al hablar de ella, se dice: «Hemos hecho esto porque…». Ese momento, si es genuino, decide nuestra vida. Ya no discutiremos palabras, ni (solo) las últimas teorías, sino hechos, y las meditaciones reales sobre esos hechos. No creeremos en la salvación individual, calvinista, en busca de la cual salen tantos fuera del país. Entenderemos por qué hombres y mujeres mucho mejores que nosotros pudieron consagrar y consagran sus vidas al mejoramiento colectivo, a la erradicación de la miseria, de la humillación, de la ignorancia, de la fealdad, del sinsentido. Una revolución no es un paseo por un jardín: es un cataclismo, con desgarramientos hasta el fondo. Pero es sobre todo la deslumbrante posibilidad de «cambiar la vida», como anhelaba Rimbaud. Cuando así lo hemos asumido, podemos decirle a nuestra Revolución lo que José Martí dijo a su verso: «o nos condenan juntos, / O nos salvamos los dos!».
Septiembre de 1966
Posdata de diciembre de 1992
En este ensayo, hecho de hipótesis garabateadas de prisa hace veintiséis años en medio del fuego, es poco lo que he retocado, no obstante la tentación grande de ir más lejos. Me ha detenido haberme vuelto uno de los nuevos «hombres y mujeres de sesenta años» de cuyos equivalentes se habla con admiración pero distanciamiento en las páginas anteriores. Correspondería a alguien de la edad que yo tenía entonces, más que escribir este trabajo, escribir otro distinto. Pero no lo ha hecho, ni es seguro que lo haga. Después de todo, cada escritor, cada ser humano es libre de hacer lo que le plazca. Yo he sentido la reiterada necesidad de intentar aclararme y aclarar ciertas cuestiones. Otros sienten y sentirán otras necesidades, a lo que tienen pleno derecho.
Ahora bien, algunas cosas debo decir sobre el ensayo, dejando de lado que hay en él más de una presencia que se volverían sobrantes en un trabajo sobre la intelectualidad revolucionaria (pero que además de ser un porcentaje mínimo no voy a borrar, pues aquellas páginas se refieren al pasado: en cambio, alivié algunas ausencias), criterios ya no compartidos, y, en fin, lo habitual en un texto de muchos años atrás. Pues si él fue un material de inmediata actualidad, ahora hace bueno el verso de Dante que tanto me gusta, donde se dice de los seres del mañana (quienes en su hornada inicial ya están aquí) «che questo tempo chiameranno antico». Por cierto: lo antiguo ha tenido siempre para mí extraños vínculos con el presente y el porvenir. Razón por la cual saludé con un cuaderno de versos titulado Vuelta de la antigua esperanza el triunfo revolucionario de 1959, que para muchísimos fue motivo de júbilo; para muy pocos, de desolación; y para futuros traidores, de forcejeos en busca de puestos (en las nóminas y bajo el sol) y de injurias a quienes consideraban obstáculos en su sórdida cacería, preludio de otras sordideces y de incontables falsedades.
Creía cuando escribí aquel trabajo que las generaciones anteriores habían cumplido ya su faena mayor, sin duda muy importante. Por suerte, estaba equivocado. En no pocos casos, esa faena se enriquecería después a veces hasta hoy mismo, e incluso echaría una luz definitiva sobre lo previamente realizado. Aunque los ejemplos que podría aducir son muchos, basten los de Alejo Carpentier y Cintio Vitier.
En cuanto a mi propia ubicación (que solo es útil conocer para que no parezca que pretendí escribir sub specie aeternitatis), después de haber sido hecho un socialista romántico y un vanguardista tardío alrededor de 1946, por autores como Bernard Shaw en un caso y Gómez de la Serna en otro, a quienes sigo admirando; de haber conocido la cárcel en 1949, por boicotear una delegación dizque cultural enviada por el gobierno franquista, en 1950, a mis veinte años, publiqué mi primer cuaderno de versos, Elegía como un himno, dedicado a la memoria de Rubén Martínez Villena, a quien también sigo admirando, y estuve en 1951 entre los fundadores de la sociedad cultural Nuestro Tiempo. Poco después, ese mismo año, empecé a colaborar en Orígenes, y me sentí a gusto entre los admirables poetas de más edad nucleados en torno a aquella noble revista, que acogería luego a poetas de mi propia generación con quienes iba a estar muy unido, como Fayad Jamís, sobre todo, Pablo Armando Fernández y Pedro de Oraá. Sin embargo, no me consideré (ni, lo que acaso cuenta más, me consideraron sus integrantes, a varios de los cuales quiero y debo mucho) miembro del que sería conocido como grupo Orígenes, no obstante haber sido él para mí un taller, como recordó el propio Lezama al comentar los vínculos que con razón veía entre Orígenes y Casa de las Américas. Finalmente, reparé en que, salvo en mi más temprana adolescencia, a pesar de ser gregario nunca he formado parte de grupo alguno. Quién sabe si ello me ha ayudado (¿impulsado?) a tratar de cumplir un propósito que me estremeció cuando leí en Shaw (uno de mis primeros maestros, según dijera ya, junto con otros como Martí, Casal y Unamuno): no ser nada ni nadie, pero comprender todo y a todos.
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Texto incluido en la revista Casa de las Américas (Año LX no. 296-297 jul-dic 2019), dedicada a Roberto Fernández Retamar.
[i] Por una sola vez mencionaré varios de esos trabajos. Algo se encontrará en La poesía contemporánea en Cuba, 1927-1953, La Habana, 1954, y sobre todo en Papelería, La Habana, 1962, y «Martí en su (tercer) mundo», Cuba Socialista, No. 41, enero de 1965. En varios momentos he intentado un balance de la creación artística durante la Revolución; por ejemplo, en
Marcha (26 de enero de 1962), y en «La Cultura en México», Siempre! (8 de agosto de 1962). No es esto lo que intento ahora, aunque me valga de ideas expresadas allí, y en varias encuestas, sobre todo la que Carlos Núñez publicó simultáneamente en Marcha y en Casa de las Américas (No. 35, marzo-abril de 1966) sobre «El papel del intelectual en los movimientos de liberación nacional».
[ii] En un artículo sobre el tema («Generaciones y revolución. Meditación inconclusa sobre un problema», El Caimán Barbudo, No. 6, 1966), el joven ensayista Ricardo Jorge Machado coincide en señalar este acercamiento entre los hombres que, en dos oleadas, madurarán con la revolución: «Estas dos últimas generaciones», ha escrito Machado, «han sellado una profunda alianza y su identificación espiritual es tal que apenas es posible encontrar diferencias entre sus puntos de vista» (14).
[iii] Ver el notable ensayo de María Zambrano «La Cuba secreta», Orígenes, No. 20, invierno, 1948, que comenta la antología de Cintio Vitier Diez poetas cubanos 1937-1947 (1948).
[iv] Para decirlo en palabras de Lisandro Otero, «algunos escritores, los menos, participamos en mayor o menor medida en la resistencia clandestina urbana. Ninguno llegó a destacarse en las guerrillas rurales que luego tuvieron un decisivo papel en el rumbo tomado». Sobre varios puntos tratados aquí, ver de L.O.: «Cuba: literatura y revolución», «La Cultura en México», Siempre!, 15 de junio de 1966.
[v] Ernesto Che Guevara:El socialismo y el hombre en Cuba, La Habana, 1965. Se trata de la carta abierta que el Che enviara a Carlos Quijano, el director de Marcha. Sobre la construcción de esta vanguardia en el proceso insurreccional de un país subdesarrollado, ver también la intervención de Amílcar Cabral en la Conferencia Tricontinental.
[vi] Sobre la evolución histórica de la Revolución Cubana, ver el trabajo imprescindible del Che Guevara «Cuba: ¿excepción histórica o vanguardia en la lucha anticolonialista?», Verde Olivo, 9 de abril de 1961.
[vii] Antonio Gramsci: Literatura y vida nacional, trad. Del italiano por J.M. Aricó, Buenos Aires, 1961, pp. 25-26
[viii] «Para que Ariel, de Rodó, significara algo más que una grácil divagación en torno a la democracia y el utilitarismo», dijo Carpentier, «[…] hubiese sido preciso, sencillamente, que Rodó estudiase un poco de economía política». Este discurso fue recogido por Carpentier, con el nombre «Literatura y conciencia política en América Latina», en Tientos y diferencias (México, 1964), y constituye una admirable toma de posición del gran novelista. Un enfoque moderno de Rodó, donde incluso se recogen páginas antintervencionistas casi desconocidas del autor de Motivos de Proteo, nos lo da Mario Benedetti en Genio y figura de José Enrique Rodó, Buenos Aires, 1966 (ver sobre todo pp. 104-10).
[ix] Es evidente que este asunto, que apenas es rozado aquí, debería considerarse partiendo de un saneamiento del propio término «vanguardia». Además de su primer significado militar, y de su desplazamiento político, en el orden intelectual la palabra «vanguardia» ha sido empleada con estas acepciones: a) conjunto de intelectuales de avanzada; b) arte renovador; c) momento particular de ese arte, ubicado cronológicamente,entre nosotros, más o menos en la década 1920-1930. Todavía puede dividirse más este cabello. Se encontrará un enfoque interesante del último punto, tomado en escala euro pea, en el libro de Mario de Micheli Las vanguardias artísticas del siglo veinte, trad. del italiano por G. de Collado, La Habana, 1967.
[x] A lo largo de estos años, abundan los ejemplos individuales de coincidencia de ambas vanguardias: Mayacovski, Picasso, Eisenstein, Brecht, Vallejo, Alberti, Neruda, Hikmet, Éluard, Nezval son solo algunos nombres.
[xi] No sé si se deberá a esta voluntad nuestra de no cerrarnos dogmáticamente sobre unas cuantas verdades reveladas, sino, por el contrario, abrirnos a la amplia discusión del marxismo contemporáneo –abertura que nos ha llevado a publicar a Althusser, Fanon, Sánchez Vázquez, Debray y otros en la revista Casa de las Américas–; no sé, digo, pues ella no lo especifica, si se deberá a este hecho el haber recibido este comentario de una amiga como Sol Arguedas: «Para aquellos latinoamericanos que vamos conociendo el socialismo a través de las experiencias de Cuba, y estudiando, para aprovecharlas, sus enseñanzas prácticas y sus concepciones teóricas, resulta muy desconcertante leer algunos artículos que aparecen, o aparecían de vez en cuando, en la revista Casa de las Américas» (Sol Arguedas: «¿Dónde está el Che Guevara?»,Cuadernos Americanos, mayo-junio de 1966, p. 68). Y a propósito de esto: lo que es verdaderamente descocado es lo que ha escrito en Politika, de Belgrado, Frane Barbieri, al comentar aviesamente la carta que un grupo de escritores cubanos enviamos al gran poeta chileno Pablo Neruda. «En las páginas de la revista habanera Casa de las Américas, y en manifestaciones de los artistas latinoamericanos publicadas en esta revista, en La Habana», afirma este impávido calumniador, «comenzó a recibir una fisonomía cada vez más determinada la tesis extremista sobre la revolución cultural en este continente» (sic). De esta manera, el país socialista que al mismo tiempo que realiza una gigantesca campaña de alfabetización publica masivamente a autores como Kafka, Joyce, Proust, Robbe-Grillet; el país que se enorgullece de contar entre sus grandes figuras artísticas a creadores de vanguardia como Carpentier, Guillén, Lezama, Lam, Portocarrero, es tranquilamente acusado de fomentar una llamada «revolución cultural» como la que estamos presenciando ahora, preocupados (e insuficientemente informados), en China. En contraste con estas mentiras goebelsianas, es interesante saber lo que ha escrito órgano tan poco sospechoso de radicalismo como el londinense Times Literary Supplement (el 11 de agosto de 1966) sobre la encuesta aparecida en el número 35 de Casa de las Américas. Esta encuesta versó sobre «El papel del intelectual en los movimientos de liberación nacional», y en ella, además de escritores europeos como Alberto Moravia y Régis Debray, participamos escritores latinoamericanos como Jorge Zalamea, Mario Vargas Llosa, Gonzalo Rojas y yo. En dicha encuesta, afirma el periódico inglés, «puede ser discernido, en su conjunto, una ausencia de unción y dogmatismo. Después de todo, incluso en Cuba los excesos del realismo socialista han sido desdeñados»
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