«Cuando la adversidad nos golpea demasiado fuerte, la amenaza que surge en nuestra conciencia es la de perder la razón. El loco no es un muerto; es, a lo sumo, un medio cadáver vertical, dinámico, que permite la esperanza de verlo recobrarse. No es siquiera un ciego marchando entre tinieblas; es un vidente moviéndose entre imágenes para los demas invisibles. El ámbito de su universo se ha modificado».
Interesante ¿verdad? Lo escribió Alfonso Hernandez Catá en su texto titulado «Manicomio».
De este autor, un día, tiempo ha, muy reconocido aunque ciertamente más avalado por los críticos que por el lector promedio, se cumplen ahora, este 8 de noviembre, ocho décadas de su muerte en un accidente de aviación en Suramérica.
Acerca de cuánto conmocionó aquella pérdida, ponemos este ejemplo. En la sesión solemne convocada en memoria suya en el Palacio de Itamaraty, Brasil, la poetisa Gabriela Mistral y el novelista Stefan Zweig pronunciaron discursos elogiosos de la obra y personalidad del escritor cubano. La primera expresó que, «enemigo del sedentarismo, no quería para sí una muerte postrada, un acabamiento pausado, que él decía vergonzante»; el segundo destacó que «dondequiera que se hallase [Catá], creaba en rededor suyo una atmósfera limpia y bienhechora».
La ejecutoria pública del autor y diplomático, su vida fuera de Cuba, la correspondencia con amigos, la intensidad misma de sus relatos, le habían labrado un sólido nombre en la literatura hispanoamericana y hecho de él un escritor cuyas obras —como es el caso de Don Cayetano el informal— podían encontrarse en las más rigurosas antologías del relato corto en habla española.
Considerado entre los escritores cubanos de más divulgada obra en la primera mitad del siglo XX, después de su fallecimiento se instituyó, para su celebración cada año, el concurso Premio Nacional de Cuento Hernández Catá, prestigiosísimo tanto por la calidad de sus jurados —Fernando Ortiz, Juan Marinello, Jorge Mañach, Raimundo Lazo…— como por la nombradía que alcanzaron varios de sus premiados (Félix Pita Rodríguez, Onelio Jorge Cardoso, Dora Alonso…).
Fue vástago de una singular unión, pues un suceso extraordinario nos remite a la confluencia de sangres española y cubana, que forjó la personalidad de Alfonso Hernández Catá: Ildefonso Hernández y Lastras, oficial de Estado Mayor del Ejército español, fue hasta la cárcel de Baracoa para pedir al patriota independentista José Dolores Catá —finalmente fusilado— la mano de su hija Emelina.
Nació el 24 de junio de 1885 en Aldeávila de la Ribera, Castilla, pero solo tres meses después se encontraba ya en Santiago de Cuba, la ciudad de donde provenía la familia de la madre.
Tenía catorce años cuando se le envió a España para ingresar al Colegio de Huérfanos Militares de Toledo, donde permaneció algún tiempo sometido a una disciplina férrea de la que se libró al escapar junto a otros condiscípulos hacia Madrid. En la capital española se vinculó a la vida bohemia e intelectual de allí. Regresó a Cuba casado, en tanto aparecía en Madrid su primer libro y en La Habana iniciaba las colaboraciones en El Fígaro.
El periodismo forjó en el joven la capacidad de escribir como ejercicio diario, y extendió su nombre extrafronteras. Desempeñó además cargos consulares en El Havre, Birmingham, Santander, Alicante y Madrid, luego fue encargado de negocios en Lisboa, pero crítico de la reelección del presidente Gerardo Machado, su cargo quedó disponible para volver después de la caída de este como embajador ante la República Española, ministro en Panamá y en Chile, y embajador en Brasil.
Autor en 1929 de un intento de biografía de José Martí que tituló Mitología de Martí, el resultado fue más bien un acercamiento histórico preciso y un texto de valores literarios. La narrativa de Hernández Catá incluye, entre otros, Cuentos pasionales (1907) y Novela erótica (1909), ambos editados en Madrid; las novelas Pelayo González (París, 1909), La juventud de Aurelio Zaldívar (1911) y varios libros más, bien recibidos por la crítica: La piel, Los frutos ácidos, Zoología pintoresca, El placer de sufrir, Los siete pecados, El drama de la señorita Occidente, Estrellas errantes, El nieto de Hamlet, La voluntad de Dios, Un cementerio en las Antilllas y un sinfín de títulos más entre novelas y cuentos, algunos de ellos traducidos al inglés, alemán, italiano, ruso, portugués, holandés, lituano…
En su narrativa abordó temas sicológicos, políticos y sociales de su tiempo, y se le recuerda sobre todo como cuentista, aunque escribió novelas cortas, obras de teatro, estas últimas de ambiente español más que cubano y también versos, pues sus inicios fueron precisamente como poeta.
«Genuina prosa modernista era la suya, trabajada con arte. Esa prosa castigada y elegante dio desde el principio realce a su producción», apuntó de él el crítico Max Henríquez Ureña.
Como siempre decimos para estos casos, el mejor homenaje a su memoria es leer siquiera alguno de sus textos. A lo mejor después se embulla y sigue adelante con más. Es nuestra invitación desde estas páginas digitales de Cubaliteraria.
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