Si ustedes se fijan bien en mi fotografía, que aparece en la solapa de contracubierta de Demonios, mi más reciente novela, seguramente pensarán que se trata de una imagen salida de la película Hellboy, de Guillermo del Toro (y nada tendría de extraño, al aludir yo al daimon para titular mi libro). Flamígero, e infernal sin duda, como me veo ahí, en esa foto donde hay un notable y original corrimiento hacia el rojo, sólo podría agradecer a la imprenta por esa licencia, porque, como bien se conoce, las imprentas cubanas cada día trabajan mejor, y con mayores dosis de creatividad.
Pero quería, sobre todo, referirme a mi novela. Hace unos días me regalaron un paquete de dátiles. Desde todo punto de vista, un paquete de dátiles es un objeto casi extravagante en La Habana de estos días, aunque no me extrañaría si veo, por el malecón, una caravana de camellos enviada por el Emir de Qatar como regalo al pueblo cubano. Comí algunos dátiles, que tenían un excelente sabor, y, aun así, me cayeron mal. Y me dio sueño. Me recosté unos minutos (en realidad dormí cerca de una hora) y soñé que, en un patio porticado, Mahoma me hablaba. El profeta yacía encima de una piedra y unos tigres se movían a su alrededor, paseándose lentamente, como si escucharan. En principio, esta aventura ensoñada podría pertenecer a Demonios, libro lleno de acontecimientos insólitos —de lo erótico a lo espectral, del cuerpo y el sexo al sueño lúcido. Mi novela ansía ser una construcción a medio camino entre el laberinto clásico y el laberinto barroco. Un aviso, en forma de juego, acerca de las correlaciones de la lectura con la escritura y de estas con la vida.
Que nadie se haga ilusiones acerca del papel, el encargo, el cometido de la literatura. La literatura existe, como la poesía (que es su núcleo), para celebrar su condición de llave que nos permite entrar en la Habitación de lo Invisible, es decir: lo que, dentro de lo humano, apenas puede mostrarse con palabras. Es probable que Demonios haya brotado de esafe íntima, personal. De modo que este libro no expresa, en principio, ni compromisos políticos, ni responsabilidades sociales, ni afanes ideológicos. Allí hay tan sólo un vasto conjunto de peripecias dentro de la imaginación, el misterio del yo, el diálogo intransferible con el otro, y la salvación del espacio de la cultura y el espíritu.
El trabajoso intento de escapar de lo inmediato es quizás un gesto vano al que podría atribuirse un componente de afectación. Pero no es menos cierto que irme a esos confines donde las tramas de Demonios prosperan, ha devenido una excursión que me separa radicalmente del turismo, de los senderos marcados por los guías de ocasión. Con demasiada frecuencia ve uno a esos guías alzando sus banderitas anaranjadas para que no nos perdamos, o para que, si estamos perdidos, hallemos el camino de regreso.
Yo no quiero regresar. No creo que haga falta hacerlo a estas alturas. Tampoco quiero hacer turismo. Soy un viajero, y como tal exploro templos olvidados, enmohecidos por la jungla y ocultos bajo las ramazones y el follaje del facilismo, las frases hechas, las modas. Estoy apropiándome de una frase que alguna vez me escribió, en una carta, Dulce María Loynaz cuando yo no había cumplido aún mis treinta años.
Demonios es un experimento paranoico acerca de la conexión de todo con todo. Un juego de espejos deformantes que no llegan, sin embargo, al límite en el que las figuras y los hechos podrían trastornarse irremediablemente. Me interesa el carácter discontinuo de lo real, es decir, la fluencia entrecortada, de emociones y lenguaje, con que se manifiestan los modelos sucesivos y alternos de lo real. Esos modelos, llenos de precariedad e insuficiencia, son lo que usamos para no extraviarnos y poder decir que sabemos qué es lo real, qué es la realidad, dónde se encuentran las cosas, cómo se manifiestan las emociones, y cuáles son los límites del yo. Pero en realidad no sabemos nada. Ni siquiera conocemos de verdad cuál es la naturaleza de la conciencia ni cómo funciona.
Demonios mueve sus entramados por La Habana, una isla tailandesa, una zona olvidada (y en guerra) de Afganistán, un extraño barrio de Shanghai, la ciudad mítica de Kadath y algunas calles de Madrid. Si me dijeran que es un libro raro, tendría que asentir. Y así voy, de rareza en rareza.
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