El muerto regresa en busca de su ofrenda. El muerto retorna con el simple propósito de complacer a la sangre que es suya. Es ahí donde la historia comienza a tejerse en un laberinto —la palabra no es gratuita— de referencias, evocaciones, cruzamientos simbólicos, mudas de narradores y de tiempos; en fin, un poliédrico dédalo que deja, para el lector, una carga narrativa con pocas definiciones. En un relato corto, como es el caso de la pieza que hoy se presenta, se agradece siempre la mesura, el equilibrio que tan difícil resulta a la hora de escribir y que tan útil le es al lector para ubicarse en el laberinto: síntesis y mesura son sinónimos del hilo de Ariadna, del hilo que bien puede conducir a la garganta del monstruo o a la salida del espacio del tormento.
Las continuas mudas de narrador y el tiovivo que reposiciona constantemente los tiempos verbales del relato son las primeras incertidumbres a las que el lector debe enfrentarse en El regalo del muerto. Mudas que, dicho sea de paso, no están justificadas ni por la progresión dramática de la obra, ni por la elección o el desarrollo de los personajes, y que responden más a un intento fallido de despliegue técnico que se queda en ciernes, que no llega a concreciones y que, por tanto, oscurece la narrativa más que dotarla de hondura o clarificación. Lo mistérico es el epicentro de la historia y el escritor intenta que cierto hálito nebuloso se impregne de la progresión dramática; vale la pena reseñar que esta elección no es baza de triunfo ni conduce a una anagnórisis final de la idea, ni a un develado paulatino de los acontecimientos, todo lo contrario: la atmósfera neblinosa, tanto estructural como argumental, aumenta más y más a medida que la relativa breve trama del relato se va complejizando.
Es también difícil retener las esencias de los personajes que habitan este cuento. Se perciben referencias del pasado, cierto reflejo de memorias y lo presencial de la dramaturgia de al menos tres actantes que conviven directamente con la acción, pero es casi imposible describir sus naturalezas más allá de las breves pinceladas de una verosimilitud caótica y oscurecida. Para crear un personaje, no vale dotarlos de nombre, o de un casi invisible pasado: necesario es ir a la profundidad de sus esencias, necesario es el retrato de una humanidad que no debe ser desplazada por el intento de combinar técnica narrativa y experimentación.
Se agradece, no obstante, el cruzamiento de atmósferas realistas que llegan a ser invadidas por los ecos del mundo sobrenatural, y que en ocasiones se combinan con algo de buen tino, para dejarnos así un sabor no del todo agrio, no del todo dulce, pero sí una mezcla entre ambos registros. Hubiera sido interesante que el narrador explorara más profundamente esta veta que, a mi criterio, resulta lo verdaderamente rescatable del cuento. Criaturas míticas, folklore, religiosidad popular, evocación y culto de los ancestros, deudas de sangre son suficientes motivos para dorar la masa narrativa de un buen relato; sí, pero no es condimento suficiente para satisfacer a todo tipo de comensal si es solo el único ingrediente de la receta; asunto que, en El regalo de muerto, resulta ser una cuenta matemática a rajatabla.
El muerto cumple con su pacto. El vivo traspasa las fronteras entre mundos. El árbol sagrado continúa siendo árbol sagrado, el receptáculo de la petición y la alabanza. A su sombra, los lectores aguardan por más.
Jorge Gabriel M. Vera (1984). Técnico en Comercio. Diplomado en Teología por la Universidad de Salamanca a distancia, mediante el Centro Fray Bartolomé de las Casas de los Dominicos. Actor Aficionado del Grupo Olga Alonso. Participante en el taller literario El Cuento Latinoamericano, de la Casa de la Cultura de la Víbora. Integrante de la compañía aficionada de Teatro Musical Habana Joven, con dirección general de Robertina Morales Silva y dirección artística de Ismael Challenger Sejour. En el año 2014, en Madrid, creó el blog Ágora y Omega. Ha colaborado con diversas revistas y, en la actualidad, es también youtuber.
El regalo del muerto
Estos mitos y romances, característicos de la más descarnada superstición, me repelían en extremo. Su persistencia y su asociación a tan larga descendencia de mis antepasados, resultaban especialmente irritantes…
Lovecraft.
—¿Sabes dónde está la casa embrujada? —Antes de que pudieras contestar volvió interrogarte—: ¿Y la ceiba de los chichirikús? — lo miras mientras te dice—: Vamos pa ´allá.
La casa maléfica de la que había hablado Leonel está abandonada, lo descubres porque te arriesgas a atravesarla con tu amigo. El hedor a humedad es insoportable. A través de los dinteles y las ventanas rotas se cuelan los ases lumínicos del medio día y así van emergiendo restos de utensilios. Llegas al último cubículo, abres una puerta y encuentras el patio, la maleza puebla gran parte del terreno, pero solo te llama la atención el frondoso árbol de ciruela por el cual valía la pena llenarse de guizazos. Transcurrieron jugando las horas al olvido del tiempo hasta que se hartaron de boliches. Resuelven brincar un muro que hay al final, del otro lado está la calle de atrás.
Comienza el descenso de la tarde tras el horizonte del arcoíris de techos grises. Fueron a ver la ceiba. Necesitan bajar al hueco. Mientras descienden la pendiente observas el río Quibú. Parecen, en su conjunto, músculos de agua los desperdicios arrojados por los habitantes que viven a lo largo de la colina. Desconoces el recorrido y le preguntas a tu compañero, te responde: «Tranquilo, no te desesperes, tú sígueme… mira, allí, que también venden hilo de pita y papalotes…», era la primera vez que venías a este sitio. Tras un portón de metal se impone un tronco descomunal, quizás hicieran falta diez hombres para abrazarlo, su altura se confunde con el cielo. Leonel te cuenta: «… nunca la he visto con hojas…», como si guardase un otoño incansable, «… si le das doce vueltas después de las doce de la noche, aparece un güije chichirikú que se lleva toda la comida que haya y… escucha bien, si le agradas te regala algo deseado sin que se lo pidas…» Eres incrédulo a pesar de tu edad. Muy parecido pasa con tu bisabuela de ciento dos años, hija de un mayoral y una esclava nacida en Cuba, nieta de un africano que trajo su fundamento, lo plantó entre las raíces de un árbol. Hoy esa prenda sigue en tu casa, ella todavía la alimenta para la protección de la familia. En esas ocasiones en que te has parado a ver el ritual, te dice: «…mijo, tú debes cuidar este nkiso nganga cuando yo me vaya, el nkula de tu abuelo, Efatutanga Corta Sombra es el muerto que nos protege, es tu antepasado traído de la tierra del taita y watariambo que nos cuidan del nganga ndoki y el imbi yaimbi…» Tampoco te ha convencido mucho; sin embargo, al regresar a tu casa piensas que puede ser cierto de lo que te dijo Leonel, pero: «¿Cómo lo sabría?» Luego de haberte bañado le pides a tú mamá que te sirva la comida. Sigues pensando: «…si pruebo y no sale, gano; y si no, tienen razón, de todas maneras, es un güije. ¿Qué puede comer siendo tan chiquito? Y el regalo, ¿con qué dinero si no trabaja?».
Al terminar la segunda película del sábado apagaron el Krim. Pasó media hora; te aseguras de que todos duerman, coges las llaves y sales. Surcas las mismas calles laberínticas de Cocosolo. La luna difumina las sombras largas, las de los murciélagos parecen machetes voladores, zumbidos que son el filo de la noche. El hueco ante ti representaba aquella pesadilla que se debe vencer para lograr una verdad, si hubieras tenido a tu padre aquí tal vez le pedirías ayuda, lo malo es que se encuentra hace cinco años trabajando en la URSS, aunque desearías acordarte un poco más de él que imaginar cómo se mueve en las fotos. Te vas empujando el miedo hasta el portón. Olfateas la peste proveniente del río. Estar allí como algo insignificante en presencia de aquella ceiba inspira escalofríos, en cambio comienzas a dar las tímidas vueltas. Acabando te sentaste, mareado, no sucedió lo que se supone que debe pasar, todo era un engaño. ¿Quiénes se habrían puesto de acuerdo para inventar estas historias? No servía de nada estar en aquel paraje, te levantas para volver y chocas con alguien, caes en el suelo, alzas tu mirada, un hombre negro, cerca de tres metros de alto, delgadísimo, casi no se le nota el rostro, está descalzo y con un pantalón blanco ripiado por las rodillas. Lo miras y quedas inmóvil. Él adivina lo tatuado en el reflejo de tus ojos, igual se hace ante lo inesperado. Levanta su mano y señala el firmamento, ya la luna tiene miedo antes que la cruce con su dedo; acto seguido la desliza sobre tu sombra y todas las sombras visibles que van escapando de los cuerpos en busca de la ceiba. Por fin decide posar sus dedos en la corteza del extraordinario tronco. Se da la vuelta y comienza a escribir. En su espalda tiene cicatrices que forman inscripciones desconocidas para ti. Cuando acabó, vistes la marca, un cúmulo de caracteres indescifrables junto a flechas y círculos que podrían haber alcanzado la infinidad de direcciones y sentidos. Lentamente te paras y sales corriendo hacia afuera para subir la pendiente, pero también él está allí, ahora señalándote el río que empieza a hacer burbujas, de ellas emergen ratas, cuantiosas ratas, millones; entran por las hendijas de las casas, suben a los árboles, vuelven a descender, parecen querer llenar todos los espacios. Aterrado emprendes una carrera sin percatarte de que el hombre que quita las sombras, el de la extraña firma y las figuras en la espalda, ya no está.
Despertaste cansado, no pareces haber dormido. La duda te hace repetir: «no puede ser, esto fue un sueño», hasta que logras convencerte. Te apeas de la cama en busca de tu cepillo de dientes y ves en el suelo escrito con tiza la misma firma que él pusiese en la ceiba, le preguntaste a tu bisabuela y te dijo que había sido ella porque Efatutanga se lo pidió.
Justo al medio día llegó alguien con el chisme de que a la gente del hueco les había sucedido algo raro, cuando se levantaron esta mañana no tenían nada de comer, toda la comida había desaparecido. Mientras escuchabas el comentario temblabas, no es posible, no es posible… justo en ese instante dos sombras entraron al portal, te asomas y no hay nadie.
«Logré arrastrar la sombra de tu padre. ¡Qué lejos estaba!, pero ya viene en camino. Mmm… me olvidaba, no puedes escucharme. Bueno, ya te cansarás de buscar de quienes eran las sombras; ahora déjame ver que quiere la vieja que hace rato me está llamando».
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