
La segunda edición de Plácido y el laberinto de la ilustración, de Roberto Méndez—la otra data de 2017, cuando conquistó los premios Alejo Carpentier de ensayo y el de la crítica— acaba de aparecer, esta vez bajo el sello Editorial Capiro. Apenas median cinco años entre una y otra, pero esta nueva edición se justifica plenamente porque, en primer término, la primera está agotada, pero, y es lo más sobresaliente, se trata del rescate, mediante una mirada diferente, de una de las figuras más controvertidas de la historia literaria cubana, tanto exaltada como vilipendiada por los estudiosos, sin saber apreciar que se trata de una de las voces fundamentales del romanticismo insular. Pero más que en sus logros artísticos, su obra casi siempre ha sido juzgada en sus deslices formales, en sus incongruencias, dejando a un lado sus peculiaridades a partir de las cuales Plácido pudo forjarse una voz muy personal desde la imitación y el simulacro como expresiones de una cultura a la que alteró de manera perturbadora.
De estas apreciaciones tan repetidas se desmarca el libro que comentamos, cuyo principal logro es recolocar al poeta en el sitial que le corresponde, sobre todo porque el ensayista, sin dejar de aludir a sus obras más comentadas por la crítica, se ocupa de aquellas que han permanecido en el olvido o han sido mal abordadas. En este sentido su cala sobrepasa lo alcanzado hasta ahora, de modo que la figura de quien fuera fusilado al calor de la Conspiración de la Escalera, queda renacida y es observada sin prejuicios literarios porque su obra, afirma, «no puede ser reducida a los cánones de “buen gusto” de los neoclásicos, de los románticos y aún de nuestro tiempo. Solo si aceptamos su condición diversa y transgresora podemos penetrar en la almendra de su talento poético». Por eso se justifica su afirmación de que a Plácido «hay que leerlo al revés, desde sus desigualdades y excesos», y aceptar sus odas a las reinas españolas Isabel y Cristina porque ellas «no eran más enemigas suyas que los criollos blancos que lo contrataban y despreciaban como a cualquiera de sus criados».
Un lenguaje como el del autor de «Plegaria a Dios», defiende el ensayista, debe ser aceptado aún en sus defectos y cierto aire díscolo porque, nos dice, «nuestra poesía no solo nace de la tradición latina y castiza, sino también de la mezcla de referentes culturales, dialectos y jergas». Asimismo, reconocer su condición de mestizo como expresión de una voz nacida del seno de los pardos libres, integrados a nuestra música, literatura, plástica y artesanía. Bajo estos y otros presupuestos argumenta Méndez sus valoraciones, abordadas en once instancias, a modo de capítulos, que dan cuenta de un recorrido por la lírica placidiana, pero no desvinculada, a modo de pinceladas, de datos biográficos muy bien enhebrados con los propósitos esenciales del libro. Los títulos de algunos de los acápites iluminan sus propósitos: «El rostro invisible de Plácido», donde repasa la imagen física proyectada sobre él. Así, las hermanas de José Jacinto y Federico Milanés, a partir de imágenes provenientes de un aficionado, diseñan su personal estampa: «Plácido era mejor parecido de lo que pintó ese aficionado [Dubroq]; que la frente y los ojos son los mismos del poeta, pero su nariz y sus labios eran más finos», mientras que para el gallego Jacobo de la Pezuela «era un mulato de color claro, mediana estatura, delgado, cargado de espaldas y desaliñado en su persona»; y el periodista y poeta español Jacinto de Salas y Quiroga, de visita en Cuba en 1839, lo observa «como un hombre de genio por cuyas venas corre mezclada sangre europea y sangre africana, un peinetero de Matanzas, un ser humilde con el pecado de su color, que habla a un blanco, por miserable y estúpido que sea con el sombrero en la mano. Sin embargo, este hombre así humillado, en sus cantos medio salvajes, tiene los arranques más sublimes y generosos, que hombre ninguno puede comprender». Pero, concluye Méndez: «Habría que olvidarse de dibujos y grabados y colegir que su única efigie valedera cuaja en esa escritura traída y llevada que fue su única justificación».
Mediante «Marginal y mártir» aborda su vínculo con los poetas neoclásicos aficionados a las musas, como Ignacio Valdés Machuca, Manuel González del Valle y Francisco Iturrondo, mas advierte que no tuvo espacio en las tertulias de Domingo del Monte, quien en su texto «Dos poetas negros: Plácido y Manzano» prácticamente lo deslegitimiza para la posteridad; y también trae a estas páginas las consideraciones de José Martí, que si bien son escasas, adquieren peso cuando en uno de sus cuadernos de apuntes dedicados a libros esboza su proyecto de escribir un «Libro sobre Plácido, como el q. proyecto sobre Horacio: Horacio, poeta revolucionario», sobre lo cual forja el ensayista sus consideraciones. Igualmente atiende la injusta valoración que sobre el poeta vertió Manuel Sanguily desde su revista Hojas literarias, texto punzante, «condena moral y estética que raya en lo caricaturesco», como bien afirma.
«Con las ropas de su señor» y «La poesía sin historia» son otros dos acápites ricos en propuestas, donde aborda otras aristas del hombre y del poeta, vistos desde diferentes dimensiones y donde gravitan temas como la racialidad, cuando afirma: «Plácido no era ni blanco, ni negro, ni siquiera verdaderamente mulato. Era un criollo, fruto de muchas corrientes culturales entrecruzadas. Comenzaba a intuir que era posible llamar a lo cubano por su nombre sin sacrificar las alas que podían llevarlo al mundo más allá de lo insular». Y concluye: «Sustituyó con la invención lo que le vedó la falta de instrucción ordenada. Aun mezclando oropel con oro auténtico pudo lograr afortunada síntesis. Si una parte de su creación: las fábulas insulsas, las glosas ramplonas, las odas de oquedad cavernosa, se pierden en su falta de peso específico, queda un núcleo vivo y resistente. Nadie le vede su sitio en el lugar de los padres de nuestra expresión».
Plácido y el laberinto de la ilustración nos trae una nueva aproximación al poeta totalmente desprejuiciada, rica en valoraciones culturales que ayudan a entender y apreciar mejor la obra del poeta, dándole espacio a textos suyos olvidados o poco frecuentados por la crítica, que ahora adquieren nuevas connotaciones ideotemáticas gracias a haber sabido colocar su figura y su obra en los más diversos y a veces contradictorios campos de la vida cultural en las décadas del 30 y del 40 del siglo XIX cubano, preñadas de contradicciones y de sucesos que dieron peso a la necesidad, entonces aún casi en ciernes, de quedar libres de la opresión española y de tener una literatura con voz propia.
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