Paradójicamente, el teatro de Gertrudis Gómez de Avellaneda constituye uno de los aspectos menos valorados de su obra, tanto en cantidad de estudios como en reconocimiento de su labor dramatúrgica; y sin embargo, resulta uno de los aportes más singulares de la gran escritora a la cultura nacional. Su interés por el teatro se despertó muy temprano en ella, si hemos de creer lo que apunta el erudito Aurelio Mitjáns, quien, al informar sobre los primeros años de la futura escritora, apunta:
Sabemos que pronto retuvo en la memoria los mejores trozos de Arriaza, de Quintana y de Meléndez, que hizo ensayos en la poesía lírica, en la novela y en el drama, los cuales destruyó después sin mal entendida compasión, y que como actriz aficionada contribuyó a realzar benéficas funciones.[1]
En su tiempo fue reconocida en España como una autora teatral de indudable relieve. De ello da muestra una crónica de Alejo Carpentier sobre el libro de José Subirá Historia y anecdotario del Teatro Real: «En relatos vivientes, en los cuales el propio autor no disimula su ironía ante los hechos, se asiste a la inauguración del Real, en presencia de Isabel II, el 19 de noviembre de 1850, con La favorita. Con este motivo, Bretón de los Herreros y la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda descuelgan sus liras […]»[2] para celebrar la construcción de un gran espacio para las artes escénicas. Nótese que ella es elegida para ese elogio lírico al flamante Teatro Real junto con Bretón de los Herreros, figura consagrada de la escena española en la época: hay, pues, un reconocimiento tácito del prestigio que había alcanzado la cubana como dramaturga. Incluso, Ramón de la Sagra ha dejado testimonio de que en Cuba llegó a dirigir un ensayo de Munio Alfonso:
Con motivo de la función teatral que se disponía en obsequio de mi amiga, la acompañé la víspera a la repetición, que le habían rogado dirigiese. Como era de recelar que fuese cruel el martirio impuesto así a la autora, yo me disponía a pasar un mal rato viéndola sufrir al oírse mal interpretada, por actores aficionados. Más no fue así, afortunadamente. A la docilidad de estos, correspondía la paciencia de la amable poetisa, que desde luego tomó el tono dulce del consejo y de la enseñanza, en lugar del irritante de la corrección.[3]
La obra dramatúrgica de la Avellaneda se inscribe, desde luego, en el marco del Romanticismo. Tanto como su narrativa y su lírica, su obra teatral se inscribe sin discusión en este movimiento. Hoy día, parece suficiente establecer esta etiqueta, hecho lo cual, puede uno seguir adelante. La realidad es que ser dramaturgo romántico fue labor mucho más compleja que la de ser poeta o narrador de la misma vertiente. Por ejemplo, Paul van Tieghem advierte atinadamente:
La oleada romántica que rompía sobre todos los playales de la literatura también iba a llegar a los farallones más acantilados del arte dramático. Pero aquí chocó con dos obstáculos difíciles de superar. Uno era de orden externo y material. El teatro es un mecanismo complejo en el que juegan muchos elementos marginales a la literatura que oponen a las innovaciones escénicas demasiado atrevidas dificultades que la rutina transforma fácilmente en imposibilidades: la escasez y pobreza de medios materiales de que disponían los directores y la poca buena voluntad que se tenía en perfeccionarlos excluían por anticipado de la representación gran número de obras en las que la libertad de la imaginación romántica se había desbocado […]. El otro obstáculo que se oponía a la conquista del escenario por los románticos era de orden interno y psicológico. El teatro es, o debiera ser, un arte objetivo en el que la persona del artista se difumina ante los personajes que hace actuar y hablar; ahora bien, el movimiento romántico tendría a la expresión libre y directa del temperamento, de los sentimientos y de las ideas del escritor. Había, pues, incompatibilidad esencial entre el teatro y el romanticismo.[4]
Esto implica que la dramaturgia avellanedina requirió de la autora un esfuerzo singular y un proceso de creación más elaborado tal vez. En todo caso, significó para ella enfrentar una labor creativa de mayor complejidad, en la época, que la lírica o la narrativa. Únase a ello que el teatro era un género mucho menos ejercido por las mujeres, que la narrativa —Madame de La Fayette, por citar un caso; e incluso hubo alguna autora de novela picaresca española—, la literatura de viajes —Madame d´Aulnoy, Lady Stanhope, entre otras—, la literatura epistolar —Madame de Sevigné, Mariana Alcoforado— y la poesía —Santa Teresa de Ávila, entre tantas otras—. El teatro, en cambio, había sido comparativamente menos frecuentado por mano femenina; recuérdese que, incluso, en algunos países le estuvo vedada la actuación, como en la Inglaterra isabelina.
La bibliografía sobre la obra general de la Avellaneda es una de las más copiosas que se ha dedicado a una escritora cubana, la cual, además, ha recibido lo mismo grandes elogios que denuestos, incluso en vida. Conviene, sin embargo, tocar algunos aspectos de importancia para una valoración sobre el teatro de la polígrafa camagüeyana. Para ello, en primer término, es útil tomar el toro por los cuernos y abordar la cuestión de su a veces discutida cubanía, blanco de ataques que, por cierto, se han cebado particularmente en su teatro. Por otra parte, ha habido también distorsiones sensibles de los géneros que escribió la autora principeña. Pocos autores han sido objeto de tan contradictorias apreciaciones como Gertrudis Gómez de Avellaneda. Aclamaciones y vilipendios han competido, hasta hoy, en perfilar una imagen deformante de esta mujer y su obra. Quizás no fuera por amable broma que la escritora, al componer una epístola arromanzada en que perfila un significativo autorretrato, comenzase con un verso de múltiples sentidos: «No soy maga ni sirena»,[5] con el cual invita a enfrentarla en la difícil objetividad de su ser y, como el propio poema subraya, en la esencia de su palabra poética. Sobre este «Romance» es necesario volver más adelante, por lo que sugiere para una comprensión contemporánea de la Avellaneda. Por su trascendencia, durante mucho tiempo se la ha reconocido, con aparente unanimidad, como una escritora singularísima en las letras cubanas y también de las letras españolas. Carolina Coronado expresó: «No hay duda alguna. Como hemos dicho antes, España no ha tenido nunca una poetisa de tanta energía, de tan sublime genio, de tanta elevación y grandeza».[6] Por su parte, Marcelino Menéndez y Pelayo afirmó: «Faltaría algo a nuestra lírica moderna si la Avellaneda no hubiera traído a ella, con tanto brío y tanta sinceridad, esta nota originalísima».[7] En realidad, no puede discutirse que fue una de las más extraordinarias escritoras de la lengua castellana, y, tal vez, la más desafiante y consciente de sus propias fuerzas expresivas. Más allá de coincidencias superficiales, su imagen literaria ha sido contemplada desde puntos de vista sumamente diversos. Cintio Vitier, al considerarla en Lo cubano en la poesía, su muy personal y sugeridora interpretación de lo esencial cubano en la historia de la lírica cubana, estimó necesario hacerlo bajo la denominación «El caso de la Avellaneda»[8], donde la distancia, en el panorama trazado en Lo cubano en la poesía, de los demás poetas de la Isla. Vitier comienza por confirmar el valor artístico de Tula Avellaneda, pero no deja de expresar —bien que con reserva y contención— una desaprobación evidente:
Cierto que con su persona y su obra (dramática, lírica, novelesca) la Avellaneda llena un buen espacio de vida de las letras en Cuba y en España. Cierto que en su rápido y fino soneto Al partir, como en su resonante y trémulo poema a la muerte de Heredia, se hace patente su profundo amor a Cuba […] y hasta su espontánea emoción patriótica […]. Cierto, en fin, que inaugura la Avellaneda entre nosotros (pues a nuestra literatura pertenece, sin duda, mucho más que a la española), la dimensión de la poesía femenina amorosa, con poemas tan recios, armoniosos o desnudos en su irrupción vehemente como Amor y orgullo, A una acacia y A él […]. Todo esto es cierto. También que en el manejo del idioma y la vastedad de los lienzos dramáticos señorea sobre sus contemporáneos. No seremos nosotros quienes le escatimemos su lugar a la Avellaneda. Precisamente eso, lugar, espacio, ámbito, es lo que nunca se le podrá negar. Pero desde el punto de vista en que estamos situados, persiguiendo la iluminación progresiva de lo cubano en nuestra lírica, decrece notablemente su interés y su importancia, sin perjuicio del valor absoluto de su poesía, que no pretendemos fijar aquí.[9]
De acuerdo con ese punto de vista, dirigido a indagar lo específicamente cubano «[…] en la sensibilidad y la reacción peculiar ante el mundo»[10], Vitier considera la poesía de la Avellaneda como de interés no sustantivo para una ponderación histórica de la lírica cubana. Sin embargo, habría que agregar a ello que Vitier explícitamente tampoco considera a la Avellaneda como una escritora española:
Muy criolla fue, sin duda. No obstante su tendencia a la oquedad formal y su malhadado virtuosismo métrico, sentimos en ella (y más aun que en sus versos en la electricidad humana que la rodea) una pasión, un fuego, un arranque vital que ninguna poetisa española ha tenido, y que anuncian las voces femeninas americanas de nuestros tiempos. Ella es ya, completo, el tipo de la mujer hispanoamericana […] que se abalanza ávida hacia la vida y el conocimiento, que se arriesga igual que un hombre en la búsqueda de la felicidad y en la ambición creadora […]. Pero lo que no descubrimos en ella es una captación íntima, por humilde que sea, de lo cubano en la naturaleza o en el alma; ni una voz que nos toque las fibras ocultas. Gallarda y criolla, sí; enviada de la isla, con talento y pujanza que justamente sorprendieron, a la orilla española, sí; pero ¿cubana de adentro, de los adentros de la sensibilidad, la magia y el aire, que es lo que andamos buscando? Confieso llanamente mi impresión: no encuentro en ella ese registro.[11]
Es necesario examinar estos juicios de Vitier, en particular el cierre contundente que descalifica a la Avellaneda como escritora cubana. Ante todo, véase que este autor afirma, de entrada, que Tula Avellaneda «a nuestra literatura pertenece, mucho más que a la española». Resulta difícil comprender cómo una escritora puede pertenecer a la literatura cubana, si no hay manera —según señala Vitier — de descubrir en ella a una cubana verdadera, a una mujer cuyos «adentros de sensibilidad» se correspondan, al menos en alguna medida, con el concepto de cubanía lírica sustentado por el ensayista. Tiene mucha razón Vitier al observar que la Avellaneda, «gallarda y criolla», encarna por completo el «tipo de la mujer hispanoamericana». Pero si su registro, su sensibilidad y su aire no son cubanos y, al mismo tiempo, es claramente hispanoamericana, habría que preguntarse a qué otra zona continental podría pertenecer, pues, si no es típicamente cubana, pero sí latinoamericana, ¿a dónde pertenecería? Se trata, indudablemente, de una insalvable contradicción. Su obra narrativa, por otra parte, resulta valorada de un modo diferente, al menos en lo que a Sab se refiere. Así, cuando Ambrosio Fornet perfila un panorama inicial de la narrativa cubana, abre en su libro En blanco y negro destacando que «Cuba llegó tarde a la independencia; en cambio, dio la primera narrativa original y coherente de la literatura hispanoamericana»[12], y acto seguido sustenta esa afirmación fundamental no solo a través de las figuras de Ramón de Palma, Anselmo Suárez Romero o Juan Francisco Manzano, sino también con Tula Avellaneda. Su obra narrativa, por otra parte, resulta valorada de un modo diferente, al menos en lo que a Sab se refiere. La visión crítica sobre su teatro, en cambio, suele ser tan excluyente como la de su poesía. Rine Leal, por ejemplo, al ponderar la variedad de la producción de la autora, observa:
Ante tal exuberancia cabe preguntarse qué aportó, significó o determinó en el teatro cubano. La respuesta es desesperante. Tula empleó su talento dramático en una obra de incitación cristiana y española, o en comedias donde el espejo de costumbres reflejará fielmente una sociedad adquirida a posteriori, y su lenguaje sonará siempre peninsular, monárquico o cortesano […]. No se pretende negar la cubanía de Tula o excluirla de la lista de dramaturgos nacionales, porque eso es tarea inútil. Pero sí establecer la premisa de que su teatro nada añade a nuestra escena, que su idioma no fue cubano sino español, que sus temas y personajes pertenecen por entero a otra historia, que el ambiente y la atmósfera de sus obras son producto de una actitud peninsular, de una mirada que se fija en el esplendor y grandeza de la Corte, y no en las pequeñas realidades de su patria.[13]
Se manifiesta aquí la misma contradicción antes percibida: Rine Leal declara que «no se pretende negar la cubanía de Tula o excluirla de la lista de dramaturgos nacionales», pero lo que hace es precisamente relegarla, e, incluso, subrayar que no aportó nada al teatro cubano. Hay, en esta visión tan estrecha, el mismo disparate que implicaría asumir que el teatro de Severo Sarduy no tiene nada que ver con Cuba. Tanto en lírica como en teatro, el argumento tangible para no otorgarle importancia real, parece basarse sobre el hecho de que la Avellaneda no resultaba fácilmente clasificable, además de que pasó un largo período de su vida fuera de la isla. En primer término, tiene una sensibilidad «diferente» a la de los escritores cubanos de su época. Sin embargo, la nitidez y homogeneidad de un páthos y un estilo líricos o dramáticos específicamente cubanos en la primera mitad del siglo XIX, me parece muy cuestionable. Milanés, a quien no se le disputa su cubanía, tiene poemas como «Safo» o «La lágrima de amor», donde percibir una sensibilidad «cubana», en el sentido estrecho —y muy metafísico diría yo— que se le reclama a la Avellaneda, exigiría una buena voluntad muy marcada. Y, sin apelar a otro ejemplo, ¿por qué El conde Alarcos tendría, a pesar de su argumento y personajes peninsulares, puede considerarse como perteneciente a la historia del teatro de Cuba, y El príncipe de Viana, no? Dígase esto sin entrar a meditar en otros asuntos, como el hecho de que la consagración del Romanticismo en Francia se opera a partir del drama Hernani, cuyo argumento, personajes y ambiente corresponden a España, no obstante lo cual la obra es piedra fundacional del Romanticismo nacional francés. Vamos, que ha habido mucho de subjetividad y poco tino profesional en ciertas valoraciones acerca de este teatro avellanedino, y muy poca coherencia en cuanto a fundamentar criterios sobre él. Sobre este punto, se puede decir que ha habido las más diversas maneras de enfrentar su dramaturgia; algunas de ellas son particularmente sorprendentes, tanto las arriba citadas, como la que expresa Mary Cruz en la compilación y el prólogo a una edición de los dramas de la Avellaneda, como también compiló y prologó una edición de las comedias. Hay que detenerse en la concepción de esta edición, la cual revela que la autora principeña ha tenido un destino de incomprensiones y tergiversaciones que han llegado hasta nuestros días y que, por el bien de la cultura cubana, es preciso ya eliminar del panorama critico nacional.
[1] Aurelio Mitjáns: Estudios literarios, Imprenta La Prueba, La Habana, 1887, p.76.
[2] Alejo Carpentier: Letra y Solfa 4. Teatro, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1994, p. 13.
[3] Ramón de La Sagra: Historia física, económico-política, intelectual y moral de la Isla de Cuba, Imprenta de Simón Baçon, París, 1861, p. 189.
[4] Paul van Tieghem: El Romanticismo en la literatura europea, UTEHA, México, 1958, p. 342.
[5] Gertrudis Gómez de Avellaneda: Antología poética, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1983, p. 151.
[6] Ápud Gertrudis Gómez de Avellaneda: Obras literarias de la señora Doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, 1871, t. VI, p. 485.
[7] Ápud, ibíd., t. VI, p. 479.
[8] Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Universidad Central de Las Villas, Casa Úcar, García, S.A. La Habana, 1958, p. 108-110.
[9] Ibídem.
[10] Ibíd., p. 13.
[11] Ibíd., p. 110.
[12] Ambrosio Fornet: En blanco y negro, Ed. Cocuyo, La Habana, 1979, p. 15.
[13] Rine Leal: La selva oscura, Ed. Arte y Literatura, La Habana, 1982, t. I, p. 323-324.
Visitas: 105
Deja un comentario