La historia de un país tiene luces y sombras, y en los conflictos bélicos, por su naturaleza política, sobre todo, salen a flote, en paralelo con los más insólitos actos de heroísmo, las más despreciables pasiones reflejadas en horrores y desastres, como titulara Francisco de Goya y Lucientes sus grabados inspirados en la resistencia hispana contra la invasión napoleónica en el siglo XIX. Para comprender el devenir cubano en toda su magnitud, más que fríos libros de texto, sería necesaria, además, la lectura de obras como Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde; Francisco, de Anselmo Suárez y Romero; Generales y Doctores, de Carlos Loveira; Contrabando, de Enrique Serpa; Mi tío el empleado, de Ramón Meza; Bertillón 166, de José Soler Puig… entre otros títulos donde incluiría, sin dudar, Callejón del Infierno, de Roberto Méndez Martínez. Y es que estas obras, a pesar de moverse entre la realidad más cruda y la ficción hipotética, centran sus temas sobre una base real de vivencias experimentadas o escuchadas de los ascendientes, que se entremezclan en ricos tejidos anecdóticos, muy atractivos para una apropiación que ansíe, además del disfrute, el conocimiento de un pasado, necesario para comprender el presente y para tratar de construir un mejor futuro.
Novela excepcional, esta que les presento goza de una narración fluida y un argumento que persigue en todo momento la verosimilitud. El estilo comedido, racional, sin alardes vanos de recursos, sin artificios literarios forzados ni discursos panfletarios, sin hurgar en el terror con morbo exacerbado, ofrece en su aparente sencillez una frialdad casi periodística en la presentación de los hechos, y a la vez, honda y sensible en todo su significado literario, al combinar variadas técnicas como el monólogo interior (en ocasiones, desde perspectivas múltiples alternadas), la superposición de planos narrativos temporales y descripciones de época casi cinematográficas mediante el flash back. Sus personajes, perfilados según su actuar ético, se perciben claramente diferenciados producto de su bien dibujada profundidad psicológica, por el hecho de representar dos vertientes ya definidas a la altura de los acontecimientos que se exponen. No obstante, se distingue una gama de comportamientos en ambos bandos, desde la conducta sibilina del tristemente célebre Brigadier Juan Ampudia, diseñado en el certero tono de un Poncio Pilatos ibérico, que logra desasirse de responsabilidades encargando los crímenes a bandidos como Los Murciélagos, una banda de criollos asesinos, ladrones y espías al servicio del mejor postor, hasta el elegante Pablo Recio, arquetipo del poder económico sin escrúpulos, joven ricachón, deforme en cuerpo y alma, que lucra a costa de la guerra y poco a poco demuestra que no hay límites para él, siempre que su nombre permanezca en las sombras hasta llegar al codiciado poder político. De hecho, los testimonios de su participación en la quema del cadáver del más ilustre de los camagüeyanos queda en el limbo ficcional, al ser eliminados los testigos mediante sus acciones más o menos indirectas, que quedarán sin castigo como tantas otras, como trago amargo del mayor realismo, sin concesiones para el desapercibido lector que busque un final justo y feliz. Entre las víctimas, habrá quienes logren escapar, quienes se comprometan hasta jugarse la vida, y quienes traten infructuosamente de permanecer indiferentes al espanto, lo que desembocará en el desmembramiento familiar, la toma de lamentables decisiones apresuradas y la creencia en vanas promesas e ilusiones de solución a los conflictos que finalmente pasarán cuenta a la bondad, la valentía y la nobleza en favor de la astucia, la mezquindad y la vileza.
Es bueno anotar que la escritura está respaldada por una extensa y minuciosa investigación referida y agradecida en las páginas finales, la cual da pie al autor para construir congruentes figuraciones a partir también de relatos orales conocidos por boca de los ancestros. ¿Qué sucedió durante la Guerra de los Diez Años (1868-1878) en las ciudades cubanas del centro, que sufrían directamente el brutal desgaste de la conflagración? ¿Cuáles eran las carencias diarias, en qué medida se empobrecían y humillaban, a un ritmo progresivo, las familias que se entregaron, parcial o totalmente, al ideal de la libertad y la independencia? ¿Cómo resistieron y sufrieron las peores vejaciones, no solo directa o indirectamente por el mando colonial, sino también a manos de conocidos y familiares afiliados al yugo metropolitano, que les hicieron pagar su confianza, atención y cercanía con el mayor dolor y las más horrendas torturas? Tales son las premisas a las que responde un relato trascendente y entrañable, fundamental para los lectores cubanos, iniciado en 1873, justo en medio de la contienda, en torno a los días de la muerte del Mayor Ignacio Agramonte y Loynaz a manos de una tropa española y la desaparición de su cuerpo con toda intención, probablemente incinerado; acto culposo que logró su propósito al sembrar la desesperación y la tristeza en los círculos patrióticos de la culta burguesía criolla.
Entre los protagonistas que provocarán valoraciones positivas se encuentran la bella Ana Josefa Agüero, el galán Diego Esteban de Varona, el bohemio e innovador artista Miguel Adolfo Bello y otros personajes que quedarán mentalmente desequilibrados tras la atroz experiencia, visitados por fantasmas y viviendo sus últimos días en un singular asilo para dementes instalado en la apartada hacienda de un alma caritativa e igualmente sobreviviente de la violencia. Una edificación alejada de miradas inescrupulosas y vengativas, mientras la maldad oculta que ha logrado permanecer, se esparce oportunista entre los puestos del Senado de la nueva República, y los cubanos exiliados mueren de tristeza con sus sueños de retorno destrozados, allende los mares.
El escritor Roberto Méndez Martínez homenajea así, con raigal compromiso, a su ciudad natal, donde vio la luz en 1958. Doctor en Ciencias sobre Arte del Instituto Superior de Arte de La Habana, es miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua y Correspondiente de la Real Academia Española. Consultor del Pontificio Consejo para la Cultura en la Santa Sede, ha recibido, entre otros galardones, el Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén en 2001; el Alejo Carpentier de Ensayo en 2007 y 2017 y de Novela en 2011, así como el internacional Italo Calvino para este género, en 2014.
La presente obra tuvo su primera publicación por Letras Cubanas en 2010, y fue dada a la luz nuevamente en 2017, por la editorial Ácana de Camagüey, dentro de su colección Mare Nostrum. En la edición destaca el trabajo de Mayelín Portales Joba y en la corrección de estilo, Yamilet Aiello Bahamonde. El cuidadoso diseño general y la composición estuvieron a cargo de Eduardo Rodríguez Martínez. La antigua fotografía de cubierta, hábilmente seleccionada al ilustrar con su tranquilidad contrastante uno de los macabros escenarios donde ocurre el clímax de la tragedia narrada, pertenece al autor y retrata el callejón Funda de Catre, famoso en toda Cuba por ser el más pequeño del país.
Visitas: 79
Deja un comentario