Sereno costumbrismo en el diseño de los personajes y los diálogos; historias que son la Historia. Contar la vida como si en ella no sucediera nada anormal mientras lo trascendente transcurre imbricado en lo común; todo ello, timoneado por una fluida y amena prosa, son virtudes que hacen de Accidentes domésticos, de Milton Fornaro, un volumen que se puede leer, sin muchos parpadeos, de un jalón.
El autor de este conjunto de narraciones nació en Minas, Uruguay, en 1947; ha publicado cerca de quince títulos, y entre otros premios obtuvo el internacional Grinzane Cavour-Montevideo 2005, y el nacional de literatura, en ese mismo año; en 2009 fue finalista del premio Planeta Casa de América por la novela Un señor de la frontera, y en 2016 nuestra Casa de las Américas publicó, de su cosecha, La madriguera.
Accidentes domésticos consta de once cuentos con un denominador común: develar la singularidad de esas experiencias cotidianas que, por lo general, desembocan en lo insólito. La naturalidad con que esas tramas se elaboran, aportan un toque irónico cuyo último efecto es humorístico, con la sonrisa como colofón.
En relación con ese matiz humorístico destaco lo apuntado por Alcides Abella en el prólogo, donde reproduce estas palabras de Fornaro: «Yo soy de esos que andan por la calle riéndose solos, de cosas que escucho o voy imaginando. El humor está incorporado a mi vida, por lo que surge sin premeditación». No obstante, el humor en este narrador no es accidental, pues no se da con el chiste sino con la naturaleza intrínseca del lenguaje, el ritmo de los diálogos, lo sentencioso lego con que cada personaje se expresa, así como con la excepcionalidad de lo narrado, que ocurre, casi todo, en los ambientes hogareños. Hay una clara cercanía con la cultura popular, sin concesiones al pintoresquismo.
Los personajes de Fornaro son, todos, «filósofos», con teorías heterodoxas de lo que la vida debía, o estaría obligada a ser: los Zulueta, cuyo destino ineludible era matarse entre parientes; el tío Arliciano, especie de anacoreta cínico; Elena y Juan, adúlteros que solo en el adulterio vencieron al desgaste del amor, o Arturo Núñez, obseso a quien el azar (¿o fue el oportunismo?) le propicia rebasar su falta de carisma y acaba subordinado a una práctica enfermiza. Solo cité algunos de mis preferidos, pero en todos los casos estamos ante historias tan verosímiles como irreales parecen. La plana realidad que viven estos personajes es conjurada con sofismas y prácticas irracionales en una búsqueda de volumen vital que, finalmente, deja a todos insatisfechos, o satisfechos con paliativos que remedan el éxito.
Quizás una de las tesis que se pueden leer en el trasfondo de estos cuentos sea la de vidas sin remedio que necesitan dimensiones inéditas para recuperar el gusto de saborearlas. Aunque el autor, en algún momento, me confesó que uno de sus planteamientos es el de demostrar que los accidentes domésticos, en la mayor parte de los casos, no son casi nunca accidentales, nada en este libro se siente halado con zunchos hacia una tesis. Hay destreza suficiente para que en estas piezas, escritas en la tercera persona omnisciente, sintamos el aire coloquial cercano de quien nos cuenta, sentado en un sillón de su sala, historias de las que fue testigo.
Otra de las virtudes de Accidentes domésticos es la manera en que Fornaro se abstiene de valoraciones moralizantes. La narración objetiva, lejos de distanciar al narrador, lo acerca y le aporta credibilidad. Eusebio Sánchez, protagonista del cuento «El viudo», realiza su trabajo de represor policial, y finalmente, de ultimador de su esposa parapléjica, con la misma naturalidad con que hubiera levantado una pared de ladrillos.
Muy bien sabe este narrador construir atmósferas cargadas de subtextos, que a su vez van dejando testimonio de un deterioro moral establecido como corolario de una contemporaneidad donde el individualismo anula cualquier acto solidario. Cada cual en lo suyo, o en sus obligaciones, consume los tiempos narrativos de este libro tratando de escribir un guion para colorear con sangre su opaca vida.
Estamos ante un libro escrito para los lectores, no para los críticos, y quizás por eso una mirada crítica rigurosa, si es justa, le asigna el valor de obra lograda. La lectura placentera, el colorido, la limpieza y el ritmo del lenguaje nos permiten entrar a estas páginas que, no por accidente sino por oficio, cautivan y complacen. Y destaco estas bondades, pues no son tantos los libros circulantes hoy que nos enfrentan a historias tan de la vida y de la literatura, sin que debamos asumir la dura tarea del descifrador.
Celebro entonces la existencia de Accidentes domésticos, de la misma manera que aplaudo la de autores que trabajen con estas perspectivas. Igual doy testimonio de mi alegría por haber ingresado al círculo de las amistades Milton Fornaro, alias El Pastilla. Recibir de su mano mi ejemplar autografiado es un gesto que agradezco doblemente, como lector y como amigo. Fue esta, entre otras, una de las más preciadas ganancias que me proporcionó asistir, como integrante de la delegación cubana, a la feria del libro de Montevideo.
(Santa Clara, 23 de octubre de 2019)
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