
Sus padres no la esperaban, así que su llegada fue un milagro que ambos, María Teresa León y Rafael Alberti, iconos del exilio español, relacionaron con la paz y la luz tras la guerra y el horror. Afincada desde hace décadas en Cuba, Aitana Alberti (Buenos Aires, 1941) evoca la figura de su madre, burgalesa universal, de la que acaba de rescatar varios textos inéditos.
Lo último que María Teresa León y Rafael Alberti lograron ver de su querida España desde el avión que les habría de llevar a un exilio de cuatro décadas fue una zona montañosa, especialmente abrupta, de un nombre tan hermoso que no lo olvidaron nunca. Por eso, cuando, ya instalados en Argentina, se obró en el vientre de ella un milagro que creía no podría repetirse, la pareja no lo dudó y bautizó a su niña con nostálgica resonancia. «Un día dejamos el río, el patio, la acequia, el pueblecito, la casona de los Aráoz Alfaro, el tílburi, los caballos, la Sierra de Córdoba y corrimos a recibir a una niña pequeñita a quien llamamos audazmente: Aitana», contaría años después su madre en Memoria de la melancolía.
Se cumplen 110 años del nacimiento y 25 de la muerte de la gran escritora e intelectual burgalesa María Teresa León. Esa niña pequeñita, nacida en Argentina y residente desde hace años en Cuba, tiene casi hoy la edad que tenía su madre cuando, por fin, pudo regresar a España. Aitana Alberti León no ha dejado de reivindicar su memoria. Acaba de hacerlo con el libro La memoria dispersa (Editorial Atrapasueños), que recoge textos inéditos de la gran autora burgalesa y que está presentando por media España. Por primera vez, Aitana Alberti concede una entrevista a Diario de Burgos, el periódico en el que su madre publicó sus primeros artículos en la década de los años 20 del siglo pasado. «Siempre me emociona y conmueve hablar de ella», asegura con cariño y temblor en la voz.
A María Teresa le dijeron que no podía tener más hijos. Y nació usted… Después del horror de la guerra y del exilio, fue la paz que sus padres encontraron. ¿Lo siente así?
Sí, claro que sí. En su libro Pleamar, el primero que mi padre escribió en Argentina, hay una sección titulada «Aitana» en la que dice que yo fui la hija de los desastres que le trajo la paz. Ellos llegaron en marzo de 1940 y yo nací en agosto de 1941. Realmente el inicio de la paz les trajo un regalo inesperado, una niña que bautizaron con el nombre de Aitana. Consideraron que yo era un signo de los nuevos tiempos. Argentina les recibió con calor y solidaridad. El hecho de tenerme al poco de llegar fue para ellos muy significativo. Y para mí años después, cuando tomé conciencia de todo.
¿Qué ha significado en su vida ser la hija de Rafael Alberti y María Teresa León?
Un orgullo enorme, inmenso. Y, al mismo tiempo, un compromiso con aquello que ellos pensaban, con las cosas en que creían, que nunca me inculcaron de manera doctrinaria. Yo los admiré siempre profundamente por la entereza que manifestaron siempre en la defensa de sus ideales.
Se pueden intuir muchas cosas sobre la forma de ser de su madre leyéndola. Muchos de sus textos son reveladores de su sensibilidad y a la vez de su fortaleza; de su alto compromiso con la justicia y la dignidad; de la importancia de la memoria… Pero ¿cómo era en la intimidad?
Mi madre era muy cariñosa, firme y a la vez protectora. ¡Yo me sentía tan segura, tan arropada y querida por ella!
¿Cuáles son los recuerdos más nítidos que tiene de ella?
No puedo deslindar recuerdos, aunque los haya. Yo recuerdo a mi madre como una hormiguita. La recuerdo haciendo la comida (era una cocinera excepcional) y después, indefectiblemente, sentándose en una mesa de pino a escribir hasta la caída de la tarde. Mi padre escribía por la noche y de madrugada. Pero mi madre siempre tenía ese hábito, la recuerdo así. No debe extrañar que ella escribiera la mayor parte de su obra —novelas, relatos, biografías, guiones para la radio y para el cine, y conferencias— en aquellos años. Y que gracias a todo aquello pudimos vivir, aunque fuera modestamente. Ambos fueron incansables en su trabajo.
¿Cómo recuerda aquel hogar?
Como una casa de amigos, llena de amor y calor. Mi casa quería visitarla todo el mundo. Allí se respiraba amor y alegría. Era un ambiente cálido… Todo aquello impregnó mi vida. Y eso lo he heredado de ellos. En mi casa de La Habana, que se llama Pleamar, he conseguido recuperar aquella calidez del hogar de mi infancia y de mi juventud.
¿Qué es lo que más admiraba de su madre?
Su absoluta fidelidad a lo que ella eligió creer cuando se unió con mi padre a comienzos de los años 30. Es imposible ignorar que esta joven tan hermosa, que provenía de una burguesía acomodada, rompió con su matrimonio teniendo dos niños pequeños, se fue porque se ahogaba en Burgos, luchó por la República…
¿En qué se parece a su madre?
Me gustaría parecerme en más cosas a mi madre. ¡Me doy cuenta de que me parezco más a mi padre que a mi madre! De mi madre tengo esta sensación de que debo alinearme al lado de lo que ella pensó, que es lo que también pensó mi padre. Realmente, no se puede hablar de ella sin él y viceversa. Fueron «cultos para ser libres». Y lucharon siempre por el pueblo preterido. Equivocados o no, mantuvieron sus ideales hasta la muerte. Fueron fieles a esas ideas políticas y sociales. Todo ello me merece una admiración ilimitada.
¿Llegó a ser consciente del dolor y el desasosiego de sus padres por vivir en el exilio?
Por supuesto. Había una nostalgia tremenda que subyacía en nuestra vida cotidiana. Pero era una nostalgia que no impedía pensar en el presente y en el futuro. España estaba siempre presente. Era un dolor inmenso.
¿Y sobre Burgos? ¿Le hablaba su madre de la ciudad en la que creció, vivió, se hizo escritora, se casó, tuvo hijos…?
Claro que sí. Y todo está en Memoria de la melancolía. Pero como ella había tenido situaciones tan conflictivas allí creo que tenía sentimientos encontrados. Recordaba Burgos con cierto dolor, pero Burgos está presente en su obra, en sus biografías de Doña Jimena, El Cid…
Y decía que prefería tenderse en el humus pobre de su tierra que sobre los techos de Roma…
Claro que sí. Burgos formaba parte de su vida y de sus recuerdos.
El tiempo ha demostrado que su madre era una escritora fabulosa, a la altura de los grandes nombres de su generación. ¿Cree que ha sido reconocida como tal?
Creo que está bastante reconocida, pero en ciertos sectores, especialmente en el académico, que fue el primero que lo valoró. Y no sólo en España o Argentina, sino en otros muchos países del mundo. Se han hecho estudios, tesis, publicaciones… También ha sido reconocida por muchos lectores.
¿Por qué cree que ella aceptó ser, y así lo dijo, «la cola del cometa» cuando podía haber brillado como una estrella más de aquel firmamento?
Eso de «la cola del cometa»… Es cierto que lo dice, pero lo hace de manera divertida… Mi madre fue un cometa fantástico. Ambos fueron dos cometas fantásticos. Esa imagen de la cola del cometa es impactante y ha sido muy explotada. Pero ella no fue así, en absoluto. Aquello fue casi una coquetería. Ellos iban siempre juntos, había mucha complicidad entre ambos.
Eran complementarios…
Totalmente complementarios, y por eso tenían aquella relación tan estupenda a la hora de la creación, de enfrentarse a los problemas de la vida. Estaban unidos.
Llegó su enfermedad, tan cruel con alguien para quien la memoria lo era tanto, lo era todo… ¿Cree que su padre no supo estar a la altura?
No quiero abundar en eso. Es algo muy personal.
En general se tiene la sensación de que murió demasiado sola… ¿Lo cree así?
No… La propia enfermedad, el alzheimer, te convierte en un ser solitario porque te borra lo más importante que puede tener un ser humano, que es la memoria. Aunque estés rodeado de gente, estás solo dentro de ti. No tienes a nadie. Solo ante un destino muy cruel.
«Algún día se asombrarán de que lleguemos, de que regresemos con nuestras ideas altas como palmas para el domingo de los ramos alegres. Nosotros, los del paraíso perdido…» ¿Cree que fue consciente de que regresó a España, de que sus anhelos se habían cumplido, o ya estaba perdida en los largos corredores de su memoria?
Hace poco publiqué un libro de cuentos que se titula Inquilinos de la soledad. Para Gelman, los inquilinos de la soledad son los exiliados. Uno de los cuentos lo sitúo en el avión de regreso a España de María Teresa León y Rafael Alberti, que van con su hija. Hay mezcla de ficción y verdad. Son los pensamientos de esa mujer que ya estaba deteriorada por la enfermedad, que estaba empezando a morir antes de tiempo. El cuento lo termino con la llegada a Madrid. Ella no sabe lo que pasa, no sabe dónde está, pero de repente, tiene como un destello de memoria y lucidez y le aprieta el brazo a la hija, porque por fin ha recordado, y pregunta: «¿Dónde, dónde está mi caballo blanco?». Aquella frase la había escrito ella en un cuento en el que dice que entraría en España en un caballo blanco, por la Puerta de Alcalá…
¿Qué hubiera pensado hoy María Teresa de esta España por la que tanto luchó?
Estaría preocupada, angustiada no sólo por la situación de España, sino del mundo en que vivimos, que es un gran caos en el que ya se entiende poco. Sufriría mucho y estaría inquieta.
Publica ahora La memoria dispersa, con algunos textos inéditos. ¿Con qué objetivo?
Presentar a un lector quizás más joven, que no conozca tanto o nada a María Teresa León, un primer acercamiento. En el prólogo digo que es una puerta de entrada a una obra espléndida, de una mujer que perteneció a la Generación del 27, y que fue, además, adelantada a su tiempo por su lucha por el género femenino, que es evidente en toda su obra. Es necesario que los jóvenes la conozcan. Por eso adjunto una bibliografía al final.
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Tomado de Diario de Burgos
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