Cuando se cumple un aniversario luctuoso del bioquímico y escritor argentino Alberto Granado, amigo del Che y de Cuba, Cubaliteraria recuerda su cercanía con Guevara con un fragmento de esta entrevista que le hiciera Rosa Miriam Elizalde al momento de cumplir sus 84 años. Como parte de la labor literaria de Granado se cuentan Con el Che por Sudamérica y El Che confía en mí, dos entregas en las que el autor revela su relación fraterna con el argentino-cubano.[…]
De ese hilo que va de una visita a Alta Gracia y de ahí al comentario leído al pasar y a los toques en una puerta, de ese ovillo que hace correr caprichosamente el azar y evocar a los amigos, nació esta entrevista. Conversando con Alberto, que ha cumplido 84 espléndidos y lúcidos años (murió a los 88), me doy cuenta de que hay muchos detalles todavía por revelar de los 12 días que el Che y él pasaron juntos en Venezuela. ¿Por qué no hace un ejercicio de memoria, antes de irse a Caracas con el presidente Chávez y con Calica?, le pregunto con la grabadora en ristre: «Pues, sí. ¿Por dónde empezamos…?».
Los doce días de Ernesto en Venezuela
Alberto, hágase la idea de que encuentro que el Presidente Chávez quería en Córdoba se está produciendo ahora mismo…
Es difícil. Quisiera que él estuviera aquí, de verdad… Yo quisiera hablarle de la estadía de Ernesto y mía en Venezuela, que está enmarcada por dos fechas. Una, muy famosa, el 14 de julio de 1952, en que se conmemoraba la toma de La Bastilla. Ese día nosotros cruzamos de Colombia a Venezuela. La otra fecha, no es menos conocida: el 26 de julio de 1952, día en que nos separamos y murió Eva Perón. Al año siguiente se produce el ataque al Cuartel Moncada. Que esas dos fechas sean el marco temporal de nuestra estancia en Venezuela es obra de la casualidad, o quizás no, porque hay cierta dosis novelesca en todo nuestro peregrinaje.
¿Qué usted recuerda de ese 14 de julio? Por supuesto, sin la motocicleta.
Había quedado en el camino, en el sur de Chile, en un pueblecito que se llama Los Ángeles. Ahí la tuvimos que dejar por inútil. Después la llevamos a Santiago de Chile, a la casa de unos argentinos que la mantuvieron hasta que mis hermanos fueron a buscarla. La pérdida de la motocicleta no fue porque nosotros la abandonáramos, como se dice, sino porque la tuvimos que dejar. O dejábamos de viajar o dejábamos la moto, a pesar de que ella era mi segunda novia. Me había ayudado mucho, pero la tuve que dejar.
¿Cómo llegaron hasta la frontera venezolana?
Fuimos en ómnibus desde Bogotá hasta la frontera. Atravesamos el Puente Internacional que une Cúcuta con la ciudad de San Cristóbal, en Venezuela. Salimos como a las siete de la mañana de Cúcuta, rumbo a la frontera venezolana. Nosotros llevábamos un revólver, y de esas cosas tan extrañas de la vida nunca nos lo detectaron. Yo le decía a Ernesto que era porque lo traía envuelto en un calzoncillo viejo, con un olor que espantaba a la gente. En cambio, teníamos un cuchillito, un recuerdo del hermano de Ernesto, de Roberto, una especie de cuchillo gauchesco, un facón,6 pero en miniatura, parecía un cortapapeles. Como era tan bonito atraía la atención y nos lo querían quitar, y siempre había una discusión por eso.
En una crónica que García Márquez escribió en 1999 después de una larga conversación con Hugo Chávez, comentó una anécdota ocurrida en uno de los puentes internacionales entre Colombia y Venezuela, que revela el carácter del Presidente venezolano. En la década del 80 Chávez fue detenido en la frontera por un capitán colombiano, que quería enviarlo a Bogotá argumentando que debía ser un espía. Chávez descubrió que el colombiano tenía una foto de Bolívar en la pared de la oficina, y le dijo: «Mire mi capitán lo que es la vida: hace apenas un siglo éramos un mismo ejército, y ése que nos está mirando desde el cuadro era el jefe de nosotros dos. ¿Cómo puedo ser un espía?». El hombre, conmovido, liberó al venezolano con un abrazo en el Puente Internacional del Arauca. Cuando ustedes pasaron la frontera, ¿los detuvieron?
Nada. Nosotros teníamos visa de turista por un mes. Hubo algo muy significativo, y lo escribí, además, en mi diario. En San Cristóbal, al otro lado de la frontera, debíamos esperar el ómnibus que nos llevaría hasta Caracas. Nos atendió un tipo bastante pesado. Finalmente, cruzamos con un suspiro de alivio el puente que pasa por encima del río Táchira y que une a ambos países. Al poco rato, estábamos otra vez frente a las garras de la aduana venezolana. Pero afortunadamente ese 14 de julio entramos a Venezuela por un camino bastante lindo, bordeando el cordón montañoso hacia San Cristóbal, que es una pequeña ciudad parecida a Cúcuta, pero menos cosmopolita, como escribí en mi diario. Lo que más me llamó la atención fue el río Torbes, que tiene aguas de un intenso color rojo, que resalta más por el verde de sus riberas.
Para hacer tiempo, nos pusimos a recorrer el pueblo. Yo encontré una biblioteca. Pedí un libro, La Vorágine una novela que habla de la conquista del Orinoco. Eso me llenó de entusiasmo. En Bogotá y en Colombia, en general, nos habían tratado muy mal, pero sentí que haber encontrado una biblioteca con un libro que a mí me gustaba, en Venezuela, era una buena señal.
¿Pudo avanzar mucho en la lectura?
Leí unas pocas páginas. Me lo prestaron para que lo leyera afuera, porque había mucho calor.
Pero no se lo llevó.
No, no, no, se lo devolví.
¿Qué hacía Ernesto mientras?
Salió a recorrer el pueblo, para ver si conseguía un camión que nos sacara de ahí. Como estaban muy difíciles las cosas, lo que resolvió fue que tendríamos que pagar el pasaje hasta Caracas, cosa que no nos gustó. Lo hicimos, pero nunca imaginamos que esa carretera estaría a 4 000 metros de altura en una región que le llaman El Páramo. Como a las 11 de la noche del 16 de julio salimos de San Cristóbal, en un camión donde viajábamos, incomodísimas, once personas. Pasamos un frío terrible y hambre. Una compañera de asiento nos invitó con un pedazo de queso de mano, tipo Telita. Fíjate, que en Venezuela, contra nuestra manera habitual de viajar, pagamos para irnos en el ómnibus. Queríamos llegar más rápido, porque ya teníamos algunos proyectos.
Al principio lo nuestro era andar, andar y andar. Pero yo tenía el compromiso con la mamá del Che, Celia, de mandarle al hijo de vuelta para que se graduara de médico, porque estaba al terminar. Habíamos planificado que si en Caracas yo conseguía algún trabajo, él iba a volver a la Argentina para graduarse de médico. La idea era que si estaba en Caracas un vendedor de caballos, amigo de un tío de Ernesto, él se regresaría con este hombre y sus caballos a Buenos Aires. De no ser así, entonces iríamos juntos a México.
Caracas
¿Cuándo llegaron a Caracas?
Llegamos el 17.
¿Cuántos horas estuvieron en el ómnibus?
Casi veinticuatro horas, porque, además, se ponchó como catorce veces. Hay algo muy gracioso que ahora recuerdo: muchos años después de esta historia, fui a impartir unas conferencias sobre genética molecular en Venezuela y me encuentro en un periódico que una persona decía que, cuando él era joven, le había lustrado los zapatos al Che Guevara, en Barquisimeto. Es verdad que ahí estuvimos, pero brevemente y sin dinero. Recuerdo que vimos cómo algunos tomaban cerveza, mientras nosotros calmábamos la sed solo con agua. Llegamos como a las diez de la mañana del 17 de julio. Nosotros no teníamos dinero, y el Che, que yo sepa, jamás le pidió a nadie que le lustrara sus zapatos. Todavía hay gente que se acuerda de nosotros, ¡parece mentira!
De ahí salimos rumbo a Valencia, y hubo más reventones de las gomas. Mientras esperábamos por el arreglo del camión, decidimos tomarnos unos mates y nos acercamos a una casita pegada a la carretera. Nos llamó la atención encontrar a una familia de negros, porque en la zona andina apenas se ven. Recordamos a Rómulo Gallegos, que había escrito una novela, Pobre negro, y a algunos de los lugartenientes de Bolívar, también de raza negra.
¿Qué pinta llevaban en ese viaje?
Nuestra pinta era terrible. Imagínate, después de ocho meses por carretera y por todas partes, con casi nada de ropa. Llegamos a una casa recomendada, de un amigo nuestro, que nos llevaría a ver a una trabajadora social argentina muy brillante y que estaba haciendo muy buen trabajo en Venezuela.
¿Recuerda cómo se llamaba?
Sí, cómo no, Margarita Calvento, la tía de un amigo de Ernesto. Ella nos atendió cuando llegamos a Caracas. El Che venía con un ataque de asma terrible. Entonces tuvimos que parar en un lugar que se llama Caño Amarillo, donde las pensiones estaban llenas de piojos y no tenían ni baños, ni nada. Nos bajamos ahí para hervir la jeringuilla y ponerle una adrenalina a Ernesto, porque estaba muy atacado. Lo inyecté. Él se quedó ahí solo después, y comentó en su diario que me extrañaba. Yo planché mi traje y fui a la Embajada de Argentina.
Luego de largas caminatas, pude contactar con algunos funcionarios de la embajada. Escribí en mi Diario que «eran verdaderos témpanos de hielo, disfrazados de hombres y con temor patológico a que les fueran a pedir dinero para comer». Recogí las cartas que tenía allí a mi nombre, porque las de Ernesto no me la quisieron dar. «Tras escuchar tres o cuatro veces la retahíla de lo difícil que es la vida en Venezuela, y la conveniencia de que dejemos el país lo más rápido posible, antes de que se nos agote el poco dinero que por mi aspecto se imaginaba que debemos tener, me fui casi sin despedirme, pues iba a terminar por mandarlos a la mierda», escribí en mi Diario.
Cuando volví a la pensión, Ernesto estaba algo repuesto y fuimos a Margarita, que resultó ser un amor de persona. Nos hizo un opíparo almuerzo-cena y cuando íbamos a regresar a Caño Amarillo, ella nos dijo: «No, cómo van a ir a ese lugar, los pueden apuñalear». Y decide ayudarnos: «Les voy a dar una recomendación para una amiga mía que trabaja en la pensión de la Juventud Católica de Venezuela». Nos dio el teléfono y la dirección de la pensión, que quedaba en la urbanización El Silencio, por la calle Urdaneta. Cuando la dueña de la pensión nos vio con la pinta que teníamos, inmediatamente llamó por teléfono a Margarita y le preguntó: «Margarita, ¿y estos señores que están aquí, que dicen ser el bachiller Guevara y el doctor Granado, usted los mandó, verdad?» «Sí, sí», —dice Margarita—. «No se fije en el aspecto que tienen. Es que vienen de un viaje muy accidentado». Claro —le dio su vaselina—, porque la mujer no podía creer que yo fuera doctor y que Guevara fuera bachiller.
¿Y cómo iban vestidos?
Yo tenía todavía las mismas camperas con que salí de Argentina en enero de 1952, y, además, un traje blanco, y un saco que me había regalado el doctor Hugo Pesce, el reconocido especialista en lepra que habíamos conocido en Lima. Yo creía que aquel trajecito me quedaba muy bien, pero parece que no era así, por la cara que puso la mujer. Inmediatamente nos dio una habitación, estuvimos ahí conversando, y por esas cosas de la vida, como que a mí me pasan mucho, porque el que se mueve mucho, le pasan mucho esas cosas, me encuentro con un muchacho que era estudiante de abogacía, que pertenecía al COPEI, derechista completo, pero muy culto. Empezamos a conversar. Ese muchacho sería, mucho después, embajador de Venezuela aquí en Cuba.
Gonzalo García Bustillo. Siendo embajador de Caldera, recibió a Chávez en su casa en La Habana, cuando vino por primera a vez a Cuba, en 1994.
Él nos hizo un obsequio tremendo: nos pagó la entrada al fútbol, porque en esos días había una competencia entre el Real Madrid de España y los Millonarios, que era un equipo formado, casi todo, por jugadores argentinos. La entrada más barata costaba cinco bolívares, y nosotros no teníamos para eso. Él nos regaló las entradas. Así que para nosotros fue un gran regalo.
¿Y de qué discutieron con García Bustillo?
Lo primero que hicimos fue decirle que éramos ateos. Imagínate, en aquella pensión para niños católicos. Después empezamos a hablar sobre la política de Perón.
Él tenía unas concepciones muy favorables a Perón y nosotros, no. Ernesto era más parco que yo en este aspecto, pero yo era antiperonista convencido, más bien por cuestiones de la política exterior. Reconocía muchas cosas que había hecho Perón con respecto a los peones, a la mujer y al niño. La fuerza de la derecha en el peronismo, en ese tiempo, la tenían los tacuaras, puros nazis, que aspiraban a que Perón diera un giro y se fuera del poder, y que Alemania ganara la guerra. Entonces, por ahí entró la discusión.
¿García Bustillo también vivía en la pensión?
Sí, porque era estudiante en aquel tiempo… Yo creo que era más o menos de la edad de nosotros. Él estaba en segundo año de la carrera de abogado. Por supuesto, también hablamos mucho de fútbol. La conversación derivó hacia el deporte, porque creo que en temas políticos el tono se estaba subiendo un poco. Era buen discutidor y yo también. Ernesto trataba de equilibrar la discusión, y explicó que había hecho un viaje en barco desde Buenos Aires hasta las Antillas, conocía un poco cómo vivía la clase obrera antillana y, entonces, en eso apoya un poco a Perón, ¿no? Tú sabes que Ernesto era implacable con los mentirosos. Lo que él no le toleraba ni a Evita ni a Perón era que todo lo envolvían con una aureola mentirosa.
[…]Alberto se queda
El 26 de julio de 1952 salió el Che para Miami. Allí se rompió el avión y tuvo que quedarse casi un mes en reparación, que se lo pasó Ernesto trabajando; limpiándole los pisos a una aeromoza de la que se hizo amigo en Miami; tomando café con leche gratis.
¿Y mientras tanto usted qué hacía?
Yo esperando noticias de él.
¿En Caracas?
Al día siguiente de la partida de Ernesto llamé por teléfono al hospital y me preguntaron: «¿Usted cuándo quiere regresar?» «Yo, mañana», dije. En Caracas no tenía ni un centavo, no tenía dónde vivir. Me dieron un apartamentito ahí con los médicos que habían sido traídos al leprosorio, a donde no quería ir nadie.
En La Guaira.
Sí, en La Guaira. Todo en La Guaira. Me hice cargo del laboratorio clínico, porque yo había trabajado en un instituto muy famoso en Argentina, que había creado un laboratorio en San Francisco. Desde el punto de vista de los medicamentos, el leprosario venezolano era bueno, pero el aspecto estaba muy deteriorado, como te dije. Enseguida me metí a hacer trabajos de investigación que en ese tiempo estaban un poco de moda, pero que no se practicaban allí. Bueno, al año me gané una beca para estudiar en Italia.
Seguía sin noticias de Ernesto.
Hasta un día en que por fin llega el sobrino de Margarita Calvento, el amigo de Ernesto, que no tenía trabajo en Argentina, y me dice que el Che estaba en Miami con el avión roto. Durante un mes no me había escrito nada.
¿Y después, qué le explicó?
Que había pasado serias dificultades, porque el avión estaba roto. Que iba a la biblioteca y estudiaba mucho, que se alimentaba diariamente con café con leche, en un café-restaurante de una persona que de cuando en cuando le daba un poco más de comida. Supe después que a ese restaurante llegó un puertorriqueño, que empezó a decir horrores del presidente Truman, y que lo oyó un agente del FBI. El Che tuvo que ponerse a buen recaudo. Él me mandó a decir que lo esperara, para otro viaje. Pero, claro, como todo el mundo sabe, en lugar de venir a Caracas, a La Guaira, a encontrarse conmigo, se fue después a Guatemala. Así que ese fue el período de estancia en Caracas.
¿Y usted se sentía responsable por Ernesto?
Al principio sí, después no, porque Ernesto maduró extraordinariamente y luego él era casi mi tutor. ¿Tú viste la película, Diarios de motocicleta?
Claro.
En la película se nota esto un poco. Fue algo que quise resaltar mucho. En el viaje maduró con mucha más velocidad que yo. Al principio, hasta cuando nos encontramos con los mineros chilenos de Chuquicamata, era yo el que dirigía la batuta. De ahí en adelante es Ernesto el que va decidiéndolo todo… Cuando lo monté en el avión, que supuestamente lo habría llevado a Buenos Aires, ya sabía que era un hombre muy especial… Siempre lo había admirado mucho, y, además, tengo el orgullo de que siempre lo defendí, desde que tenía quince años y hablaba como un viejo de veinticinco. Me di cuenta de que era un muchacho muy diferente. No un Supermán ni un dios de la naturaleza, pero era muy inteligente y muy tesonero, con una capacidad para meterse en las cosas más temerarias, desde muchachito. Y después, cuando fue ministro aquí, también lo demostró.
Fíjate, mi gran preocupación era que se graduara. Con su extraño método de estudio y con su rara capacidad e inteligencia, pudo aprobar entre 11 o 12 asignaturas que tenía pendientes, en menos de un año. Che se graduó como médico en marzo de 1953. Cuando esto ocurre, organiza otro viaje a Venezuela para encontrarse conmigo y discutir si seguíamos de recorrido, o se dedicaba a la investigación en el leprosario de Cabo Blanco. No quería pedir dinero a nadie. Con dos o tres compañeros tomó un tren, que va desde Buenos Aires hasta La Paz, unos 6 000 kilómetros de viaje. Un tren lechero que va parando en todas las ciudades, grandes y pequeñas. Atravesó otra vez el Lago Titicaca —ya él había estado conmigo en su primer viaje por Sudamérica—, y siguió por toda la costa, porque quería llegar a Venezuela lo antes posible.
¿Qué le impidió llegar?
Al llegar a Guayaquil, se encontró con el abogado argentino Ricardo Rojo, que se había fugado espectacularmente de una comisaría porteña. Él le habla de lo que estaba sucediendo en Guatemala, país en el que el gobierno progresista de Jacobo Arbenz se enfrentaba a las presiones internas y a las amenazas de Estados Unidos. Entonces, Ernesto, decide ir a Guatemala con Rojo y otros argentinos, en lugar de continuar viaje hacia Venezuela, como inicialmente había decidido. Eso fue en octubre de 1953. Me mandó a Caracas, con Calica, una nota que decía: «Petiso, me voy para Guatemala. Después te escribo.»
El presidente Chávez lo llamó a usted desde Altagracia. Allá estaba con Calica, el amigo que acompañaría al Che a Venezuela. ¿Qué ocurrió realmente?
Carlos Ferrer (Calica) era amigo, amigo de Ernesto. Con él comenzó el segundo viaje por Sudamérica, en el tren hacia La Paz, el 7 de julio de 1953. En Guayaquil se separaron. Calica siguió el viaje convenido a Venezuela, y lo atendí en Caracas. Estuvo un tiempo sin trabajo y lo ayudé para que pudiera subsistir. Pasábamos juntos los fines de semana en el leprosorio, y como este estaba pegado al mar, pues ahí íbamos, y también bailábamos y tomábamos un poco, hasta que consiguió trabajo. Yo en realidad tengo muy lindos recuerdos de esos días. Por supuesto, hablábamos de Ernesto, que ya tenía una fuerte personalidad, aunque en aquel tiempo lo mismo quería ser geólogo, que médico, que estratega militar. Tenía demasiada amplitud en su espectro, ¿no?, pero en todo lo que se ponía, se ponía con gran pasión. Eso es lo más importante. Y después, esa incapacidad de mentir a veces le planteaba pruebas difíciles. Como quiera, él no aguantaba ni a los mentirosos ni a los cobardes. (Que, entre paréntesis, para mí, la muerte de él en Bolivia, la precipitó un poco haber dejado que Regis Debray saliera del campamento. Después, ¿qué pasa? Que como los vio tan cobardes, les dijo prácticamente: «Sí, sí, váyanse, váyanse».) Él siempre tenía razón, pero no es fácil que te digan la verdad así tan fríamente y no importaba si tú lo habías ayudado. Eso no era muy cómodo, ¿no?, pero para él era un asunto de principios.
El reencuentro. Triunfa la Revolución
¿Cómo usted descubre que Ernesto es uno de los principales líderes de la Revolución?
Lo habían dado por muerto. Casualmente aquel periodista que yo te dije que era de la UPI, cuando se entera de que hay un médico argentino muerto en el desembarco, deduce que es Ernesto Guevara, y saca un artículo diciendo: «Muerto médico argentino al desembarcar en Cuba.» Yo llamé a la mamá del Che y ella me dice que no, que ella sabía que no estaba muerto. «El está vivo, él está bien», me dijo.
En esos años, en Caracas y en otras capitales, se organizaron grupos para recaudar dinero y armas para la Sierra. En Venezuela, el movimiento se llamó «El Bolívar sube a la Sierra». Tenía que ver, por supuesto, con el bolívar, la moneda, y también, con la idea de que El Libertador seguía peleando en la Sierra, que era donde estaba Fidel. Me vinculé a ese movimiento. Esa fue la contribución que yo hice en ese momento.
¿Usted colaboró económicamente?
Sí.
¿Tenía noticias de Ernesto?
Ninguna, hasta después del triunfo de la Revolución. A los pocos días de enero de 1959 viene Fidel a Caracas. Resulta que llega Fidel, pero el amigo mío no aparece. La gente pensaba que eran mentiras mías la amistad que yo tenía con Ernesto, y afortunadamente él me mandó una carta que la tengo ahí, donde me explica por qué no había venido a verme y que pronto iba a hacerlo.
¿Qué dice la carta?
Departamento Militar de la Cabaña,
La Habana, 11 de marzo de 1959.
Mial (me decía Mial, por Mi Alberto):
No por esperada tu carta me resultó menos agradable. No te escribí enviándote a esta mi nueva patria; porque pensaba ir con Fidel a Venezuela. Acontecimientos posteriores me impidieron hacerlo. Pensaba ir un poco después y una enfermedad me retiene en cama. Espero poder ir dentro de un mes aproximadamente.
Tan presentes estaban ustedes en mi pensamiento, que exigí cuando me invitaron a Venezuela, un par de días libres para pasarlos con ustedes. Espero que pronto sean estos deseos realidades.
No te contesto tu filosofía barata de la carta porque para eso hace falta un par de mates, una empanadita y algún rincón a la sombra de un árbol. Allí charlamos.
Recibe el más fuerte abrazo que la dignidad de machito te permita recibir de un ídem.
Che.
Pero él no vino a Caracas.
Posteriormente tuvo otro problema, y no pudo venir. Me doy cuenta de que ya Ernesto era el Che Guevara, y aunque sigue siendo amigo, no puede eludir sus responsabilidades. Entonces, decidí venir por mi cuenta, solo, sin avisar ni nada.
Eso fue en 1960.
El 23 o 24 de julio de 1960. Yo llegué al hotel Flamingo, y el administrador no me quería cobrar la habitación, y por eso casi lo fusila el Che. Casi inmediatamente después de mi llegada a La Habana, me fui al Banco Nacional. Me recibió Salvador Vilaseca y me dice que el Comandante estaba recibiendo clases de Matemática —mira qué casualidad— y añade: «El Comandante cuando recibe clases no atiende a nadie.» Le digo: «Dígale que está aquí el petiso Granados» —él me decía petiso, que quiere decir chiquito, bajito—. Imagínate qué emoción.
Al rato aparece Ernesto y me dice: «¿Qué dice el insigne profesor Granados?» «Bueno, esperando que el espíritu del Comandante Guevara me atienda», le respondo. Imagínate, no es lo mismo hablar de viajes y del drama de una motocicleta que encontrarse con el Comandante Guevara. Delia, que iba conmigo, se puso muy nerviosa.
(Delia recordando ese momento)
No solamente por ser quién era, sino porque además era bello. Me impresionó. Yo le dije a Alberto: «Mira qué belleza de hombre me está mirando.»
(Otra vez Alberto)
Y yo sabía que ante él no me podía descuidar mucho (Risas). La cosa es que a ella, nerviosa, se le cae un arete. Ernesto se agacha, lo recoge, lo mira así, y me dice: «Ay, pero si es plata sin p». Plata sin p, es lata. Los aretes eran de fantasía. Y añade: «Te felicito.» Si me hubiera casado con una mujer enjoyada, no me hubiera felicitado.
(Delia interviene nuevamente en la conversación)
Al Che no le gustaba ni un poquito la gente ostentosa.
¿Ahí planificaron para que ustedes vinieran a vivir a Cuba?
No, ahí planificamos mi viaje a la Sierra Maestra para conocer a Fidel, cuando se inauguró la escuela de maestros en Minas de Frío. Ernesto no me podía acompañar porque él tenía que irse al occidente. Le digo: «Bueno, me tendrás que prestar un auto.» Me responde: «Está bien, te lo voy a prestar porque no hay otra forma de llegar a tiempo. Pero la gasolina la pagas tú. Tú, que estás en Caracas ganando dinero.» Era un tipo terrible.
En 1960, me dedicó su libro Guerra de Guerrilla, con una nota preciosa: «Alberto, para que tengas esperanzas de no acabar tus días sin sentir el olor de la pólvora y el grito de guerra de los pueblos, una forma sublimada de recibir emociones fuertes, no menos interesantes y más útil que la utilizada en el Amazonas».
Cuando vine definitivamente en 1961 —recuerda que se habían ido para Estados Unidos más de 3000 médicos— traje el auto, traje un laboratorio pequeño, los muebles, todo. Después, cuando empecé a buscar una casa vacía, me dice Ernesto: «¿Pero cómo traes tantas cosas, si aquí la gente se fue y dejó todos los muebles? Es imposible encontrar una casa vacía.» Le dije: «No, yo traje todo.» Dice: «¿Y para qué trajiste los muebles?» Digo: «Para que no digas después… ¿Acaso no te conozco yo a ti? Para que no digas después: Granados vino aquí a hacerse rico con lo que habían dejado los gusanos.»
Pero cuénteme un poco más de ese primer encuentro con Fidel, en Minas de Frío.
A mí lo que me impresionó fue el discurso que hizo en la Sierra Maestra.
¿Por qué?
Porque decía cosas que yo siempre había soñado que había que decir. Yo no pertenecía a ningún partido político, pero sí entendía cuando se hablaba de eliminar el analfabetismo, cuando se hablaba de salud, cuando se hablaba de la importancia del trabajo, cuando se hablaba de la libertad de expresión, de todas esas cosas que uno había soñado. Y él lanzaba ese tipo de ideas como si tuviera una ametralladora: una tras otra. Con decirte que antes de terminar le dije a Delia —estábamos sentados los dos en el suelo allá, frente a la tribuna—: «Mira, Delia, este es el líder que yo creía que no existía. Yo me vengo para Cuba.»
Afortunadamente Delia me acompañó, porque no era un momento fácil. Ya en esa época se sabía que se estaban preparando los mercenarios para invadir a la Isla; ya estaba, digamos, desatada la guerra de Estados Unidos. ¿Y si Delia me hubiera dicho: «pero cómo vamos a ir ahí; salir de Caracas que estamos tan bien, que tenemos la casa, que tenemos el laboratorio?»
(Delia acota)
Y teníamos dos niños chiquitos. Esta niña (se refiere a su hija Delia Adelina) cumplió los dos años en el barco.
Los cumplió en el hotel, Delia, que nos trajeron una torta.
(Delia rectifica entonces)
En el hotel hicieron la fiesta cuando llegamos. Tú tienes mejor memoria que yo.
Usted había visto en Caracas a Fidel, pero de lejos; aquí lo vio cerca.
Sí, aquí lo vi más cerca.
¿Y entendió cuál era la empatía que había entre el Che y Fidel? ¿O todavía no?
No, ya eso fue cuando nos volvimos a ver personalmente…
¿El Ernesto que usted vio en La Habana era el mismo que usted conoció muy joven, o era otro?
Sí, el mismo, solo que más profundo. Yo en sí lo noté más profundo y entendí perfectamente su decisión de irse a la lucha, primero en África, y luego en Bolivia.
¿Se despidió de usted?
En marzo de 1965, en los días de su «desaparición» para preparar el viaje al Congo, me dejó un libro de Manuel Moreno Fraginals (El Ingenio. Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, La Habana, 1964). En la primera página había escrito: «No sé qué dejarte de recuerdo. Te obligo, pues, a internarte en la caña de azúcar. Mi casa rodante tendrá dos patas otra vez y mis sueños no tendrán fronteras, hasta que las balas digan al menos. Te espero, gitano sedentario, cuando el olor a pólvora amaine. // Un abrazo a todos ustedes, inclúyeme a Tomás. Che»
¿Quién es Tomás?
Mi hermano mayor, Tomás Granado. Que había sido un gran amigo suyo, y a través de él nos conocimos. Tomás fue compañero del Che en el Bachillerato. Casualmente, Tomás vive ahora en Venezuela.
¿Qué otro rasgo de Ernesto le llamó la atención después del reencuentro de ustedes en Cuba?
La gran admiración y la enorme empatía que había entre él y Fidel. Y eso lo descubrí en 1960, cuando vine por primera vez a Cuba. Fíjate que cuando yo me iba, le dije: «Bueno, Ernesto, ya sabes, me vengo para acá». Y como tenía total confianza con él, le pregunté: «¿Y a tu jefe, no le irá a pasar como a Betancourt o a tantos otros, que una vez en el poder se olvidan de que fueron revolucionarios?» Se puso muy serio y me dijo: «Petiso, por ese hombre vale la pena jugársela.»
Y aquí acabamos la entrevista. ¿Verdad, periodista?
Pues, claro. Con una frase así…
Pues, ¡clic!, que se apague la grabadora.
***
Fragmentos tomados de El sudamericano.
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