La música en Cuba aparece en 1946, publicado por Fondo de Cultura Económica en México. Se trata, en efecto, de una obra de muy difícil construcción, un complejo edificio conceptual que, a juzgar por los testimonios del propio Carpentier, exigió una labor sostenida entre 1939 y 1945. Se trata, desde luego, del primer panorama integrador de la historia de la música en la isla. Pero no es ese aspecto el que me interesa particularmente aquí. Más allá del análisis del desarrollo gradual del arte musical en Cuba, se trata nada menos que de una interpretación —realizada desde la música— del proceso general de la cultura cubana. Por otra parte, la importancia del tema era y es en sí misma trascendental para la comprensión de Cuba. Zoila Lapique, por cierto, deja sentado el hecho esencial de que a lo largo de la evolución histórica de la Cuba colonial no solo hubo un tangible desarrollo de la música y lo demuestra a partir de una serie de documentos históricos que se suman a los que en su día había identificado Carpentier, sino que también se refiere con nitidez al interés que una serie de intelectuales —cubanos y españoles— que a lo largo de los siglos XVIII y XIX manifestaron interés por la historia específica de la música insular, tales como Buenaventura Pascual Ferrer 1 o Antonio Bachiller y Morales, entre otros.
El sustrato teórico de una obra de tal magnitud es sumamente complejo. La música en Cuba debe ser considerada, para nuestro país, como parte integrante, dinámica y consciente, de una renovación de las ciencias sociales en general, y de los estudios sobre cultura y artes en particular. No puede olvidarse la irradiación que el nuevo pensamiento europeo del s. XX en relación con la cultura proyectó sobre la intelectualidad latinoamericana. No puede olvidarse la trascendencia de una antropología cultural que desde el siglo XIX estaba influyendo específicamente sobre Cuba, hasta el punto de que José Martí se interesó mucho por esa disciplina. La antropología cubana se gesta desde el s. XIX —como constata Armando Rangel Rivero en su excelente libro Antropología en Cuba. Orígenes y desarrollo 3 —, de modo que la magna obra de Fernando Ortiz no es un chispazo en el vacío, sino que tiene como antecedente —claramente reconocido por el gran polígrafo cubano— los estudios precursores de Antonio Bachiller y Morales, pero también las indagaciones de figuras que solo son conocidas por la academia cubana desde el punto de vista histórico, y no antropológico, como Fermín Valdés-Domínguez y Quintanó, el amigo entrañable de Martí.
La música en Cuba concuerda, en sus perspectivas esenciales, con muchas de los avances en la concepción sobre la cultura. Carpentier, en particular, suscribe implícitamente la postura del grupo de Annales en cuanto a interpretar críticamente los fenómenos de la cultura desde una perspectiva que tuviera en cuenta los vínculos profundos de todo hecho cultural con la estructura y modelación de la sociedad que lo ha producido y contextualizado. Por eso el ensayo de Carpentier tiene un comienzo deslumbrante que, además, resulta una declaración de principios culturológicos:
El grado de riqueza, pujanza o poder de resistencia de las civilizaciones halladas por los conquistadores en el Nuevo Mundo, determinó siempre, de modo ambivalente, la mayor o menor actividad del invasor europeo en cuanto a la realización de obras de arquitectura y de adoctrinamiento musical. Cuando los pueblos por sojuzgar habían sido ya lo bastante fuertes, sabios o industriosos, para edificar una Tenochtitlán o concebir una fortaleza de Ollanta, el albañil y el chantre cristiano entraban en acción, con la mayor diligencia, apenas podía darse por cumplida la misión de los hombres de guerra. Terminada la lucha de los cuerpos, iniciábase la lucha de los signos.4
La última frase, relativa a los signos, es vital para comprender la gestación de un pensamiento cultural en Carpentier. Ante todo, tal afirmación obviamente expresa que en América, tras la lucha militar de la conquista, se desarrolló la confrontación de culturas. Referirse a estas últimas en términos de “signos” es una evidencia de su deuda con el pensamiento de Herder, para quien el idioma es causa y resultado de toda cultura. Este punto de vista y esa mención de la importancia de los signos culturales no son impulso de un momento, sino que permanecerá en Carpentier, incluso profundizada. Años más tarde, el 30 de mayo de 1954, Carpentier reitera esa convicción en Letra y Solfa:
Los “idiomas universales” —volapuk, ido, novial, etc.— se resienten de su falta de tradición. En efecto, un idioma no es solamente “el conjunto de palabras y modos de hablar de un pueblo o nación” —como lo define, en su capítulo primero— el Epítome de Gramática de la Real Academia. Un idioma es, fuera de lo fonético, fuera de lo ortográfico, el medio de expresión que ha sido perfeccionado, matizado, durante siglos, por el alma de un pueblo. Traduce su carácter, sus recónditas aspiraciones, su idiosincrasia. Se afianza en la historia, en la literatura, en el patrimonio espiritual de una raza o conglomerado humano.5
Muchos años más tarde, en una entrevista concedida a Le Figaro Littéraire en 8 de diciembre de 1966, Carpentier insiste en la importancia del signo:
“Quizás, al pertenecer a un universo relativamente ignorado, el escritor latinoamericano se siente obligado a darles un nombre a las cosas, a darles una textura; eso explica la multiplicidad de los signos, que constituye la característica del estilo barroco”. 6 Esa perspectiva no solo tiene que ver con la novelística latinoamericana, sino también con el modo de expresión general de la cultura del subcontinente.
Cuando Carpentier expresa en el texto antes citado: “Terminada la lucha de los cuerpos, iniciábase la lucha de los signos”,7 no está refiriéndose, por supuesto, a la relativa simplicidad de los signos lingüísticos. Es obvio que la lucha americana a la que alude tiene que ver con signos culturales. En el mismo sentido de comprensión de que los signos de la cultura son más amplios que los estrictos del idioma, Carpentier se extiende en este ensayo en detallar otras vías sígnicas de comprensión: la arquitectura, la música, etc. Esa misma inmensidad de los signos de la cultura lo lleva a expresar una idea primordial:
Cada vez más se afirmaba la convicción de que la vida de un hombre basta apenas para conocer, entender, explicarse, la fracción del globo que le ha tocado en suerte habitar —aunque esta convicción no le exima de una inmensa curiosidad por ver lo que ocurre más allá de la línea de sus horizontes. Pero la curiosidad no es premiada, en muchos casos, con un cabal entendimiento.8
Hay aquí una nueva convergencia inadvertida con el pensamiento de Lezama, que en La expresión americana también se detiene en la cuestión de la curiosidad barroca como factor de la cultura latinoamericana.9
Hay una señal bibliográfica que indica con claridad que la atmósfera intelectual cubana —más allá de las posiciones ideológicas que podían identificarse en su cuerpo más general— percibía ya la necesidad de estudiar el conjunto orgánico de la cultura, más allá de sus parcelaciones tradicionales. Me refiero al interesantísimo y valioso empeño Historia de la nación cubana, publicado en 1952, apenas seis años después de La música en Cuba, bajo la dirección de investigadores de gran relieve, como Ramiro Guerra Sánchez, Emeterio Santovenia, Juan J. Remos y José M. Pérez Cabrera, y con la colaboración de Julio Le Riverend, Elías Entralgo, Enrique Gay Galbó, Ramón Infiesta, entre otros. La obra se dedicaba a la nación cubana, en el cincuentenario de su independencia, considerado como resultante de un largo camino emprendido en los albores de la conquista de la isla por los españoles:
La historia de ese largo proceso creador, en su integral unidad, desde el punto de arranque a fines de 1510 o principios de 1511 hasta el día de hoy, no había sido escrita todavía, aún cuando existen acumulados materiales de todas clases y calidades para componerla: libros, documentos, periódicos, folletos, monografías, memorias, diarios personales y todas las restantes creaciones derivadas del espíritu, las artes, las ciencias y las letras. Los cubanos firmantes de estas palabras preliminares —impulsados por un imperioso deber, íntimamente ligado a un fervoroso deseo— nos hemos sentido impelidos a escribir, con la colaboración de muy estimados colegas animados por los mismos propósitos, esa historia, en cuyo proceso de advierten los valores espirituales que determinan las esencias constitutivas de una nacionalidad plenamente definida. Es un primer paso para que historiadores del futuro la reescriban periódicamente, en su inagotable perfectibilidad.10
Carpentier sigue a lo largo de La música en Cuba la perspectiva de la transculturación como impulsor para consolidar la cultura insular. De aquí que cite la anécdota del náufrago Sebastián de Ocampo, la cual testimonia que el contacto intercultural entre españoles y aruacos se asentó sobre la base de un intercambio de signos de carácter ampliamente cultural y no meramente lingüístico,11 lo cual resulta valorado con precisión por el ensayista en lo que se refiere a los signos musicales: “El náufrago había tenido una certera visión de colonizador inteligente. Fray Bartolomé de las Casas recomendaría, más tarde, la aceptación del areíto con palabras cristianas como buen auxiliar de la evangelización”. 12 No menos significativa es la acuciosa relación que hace Carpentier sobre la temprana presencia de músicos en la isla, en incluso de algún maestro de danza, circunstancia cultural que pronto se extiende de Cuba a México.13
Bien examinado este primer ensayo magistral de Carpentier, es evidente que la perspectiva musical –nacida, no hay que olvidarlo, en integración con el pensamiento matemático de los pitagóricos– aparece sistemáticamente encuadrada en una inteligente contextualización de la cultura insular, lo cual se mantiene desde la valoración de la etapa conquistadora hasta la consideración sobre el siglo XX. Una cuestión fundamental para una concepción orgánica general de la cultura nacional aparece en La música en Cuba. En efecto, en lo que a historiografía e historia literaria se refiere, hay consenso en que el sentimiento o identidad nacional se consolida durante la primera mitad del s. XIX, y se expresará en un proyecto político independentista que habría de cuajar en 1868. Véase la importancia de lo que afirma Carpentier:
Si algo, en la música cubana, está siempre fuera de todo misterio, es su vinculación directa con algunas de sus raíces originales, aun en los casos en que esas raíces se entretejen al punto de constituir un organismo nuevo. Por suerte para el investigador, la cubanidad de la música criolla es muy relativa todavía, en la primera mitad del siglo XIX. Se debe más a inflexiones, a modalidades de interpretación, a malicias superficiales, que a una cuestión gráfica. No hay un caso de creación de ritmos nuevos hasta pasado 1850.14
Carpentier se ocupa de la interrelación entre música y verso popular, y ello lo lleva a señalar que “[…] lo cierto es que hallamos los mismos romances en todas las tierras por ellos [Nota: los españoles] sojuzgada, sin que Cuba constituya una excepción. Por el contrario: Cuba es uno de los países de América que mejor ha conservado la tradición del romance”. 15 A lo cual añade: “[…] la música que correspondía a los dos primeros incisos de La guantanamera no era otra cosa que la del viejísimo romance de Gerineldo, en su versión extremeña”.16
Otro aspecto fundamental en La música en Cuba radica en el modo en que encara el carácter fundamentalmente mestizo de la nación. El ensayista advierte cómo la discriminación insular contra el afrodescendiente ha tenido también una determinada evolución —que Carpentier caracteriza someramente— marcada por diversos factores:
En aquella sociedad naciente, los negros eran menos considerados que los indios (muchos colonizadores de la primera hornada se habían unido con indias, y tenían hijos mestizos), y constituían la clase inferior y peor tratada de la población. A menudo eran víctimas de disposiciones vejatorias, como la que prohibía a las negras y mulatas el adornarse con telas costosas o vestirse, siquiera, a la manera de las blancas. Y sin embargo, en aquellos años, la condición de negro no era tan agobiante como lo sería más tarde, cuando la trata quedó organizada en firme, como egócio de gran rendimiento, y comenzó a constituirse, en la isla, una auténtica burguesía criolla, orgullosa de sus fueros, riquezas y apellidos, para la cual el trabajo del esclavo era garantía de bienestar y base de todo un sistema económico. Por ahora, en tierra tan poco poblada, la identidad de condición ante calamidades públicas, epidemias, huracanes, incursiones de piratas, carencias y penurias, daba al negro, en ciertos momentos críticos, una mayor categoría humana.17
La entrada en este tema de tanta complejidad motiva que Carpentier se fundamente su convicción de que “la convivencia del negro con el blanco era entonces, por diversas razones, mucho más estrecha que en el siglo XVIII”.18 La exposición de sus puntos de vista pone de manifiesto su conocimiento de los estudios de antropología cultural realizados por varios autores en distintos puntos del Caribe: 19 Carpentier, desde muy temprano interesado en los estudios de Fernando Ortiz —y de los antropólogos haitianos de la primera mitad del siglo—, estaba bien informado sobre la cuestión. Por ello cobra aún más relieve la siguiente afirmación:
Si el examen del Son de la Ma´ Teodora resulta interesante en extremo, es porque revela, en el punto de partida de la música cubana, un proceso de transculturación destinada a amalgamar metros, melodías, instrumentos hispánicos, con remembranzas muy netas de viejas tradiciones orales africanas.20
El volumen de información sobre la cultura cubana del período colonial es tal, que Carpentier constata que la producción musical en la isla habría precedido, con mucho, a la literaria.21 La música en Cuba permite percibir la densidad del interés del autor por el diálogo Europa-América, que lo impulsa a asomarse también al mundo de la danza e identificar la influencia cultural tangible del Nuevo Mundo —olla podrida de elementos amerindios, hispánicos y subsaharianos— sobre las danzas de España.22 De aquí la intensidad de una afirmación suya en este libro: “América, en el período de formación de sus pueblos, dio mucho más de lo que recibió”. 23 Esta frase tiene la sencillez rotunda de una declaración de principios y, en efecto, define una perspectiva que habrá de permanecer tanto en su posterior prosa reflexiva como en su narrativa; por otra parte, esta idea se adensa con fuerza mayor en sus consideraciones sobre la cultura danzaria de Cuba: “La isla formaba parte del vasto sector continental sometido a influencias africanas, y exportaba danzas que tenían más fuerza y poder de difusión que las que importaba”.24
Sus consideraciones sobre ritmos, aportaciones e intercambios culturales son en verdad muy relevantes, pero tanto o más lo son sus caracterizaciones específicas sobre la vida cotidiana en Cuba, que, en particular en cuanto al siglo XVIII, permiten una imagen de una nitidez impactante, como la que se obtiene de sus indagaciones acerca del compositor “de angélica pureza”, 25 Esteban Salas y su contexto. Pues no podía ser de otro modo en un investigador insaciable y agudísimo como Carpentier; esas cualidades lo llevan a indagar, como espacios sociales complementarios, el salón y el teatro insulares, cuyos cimientos económicos y políticos no deja nunca de caracterizar, así como la prensa, vocero y divulgador de la actividad musical. Aquí y allá tiene en cuenta cuestiones de sicología social, fundamentales para trazar ese retrato formidable que traza sobre la cultura de la isla:
La sensibilidad del habanero ser refinó mucho en los últimos años del siglo XVIII. No se trataba aún, claro está, de una verdadera cultura; pero la música, bajo diversos aspectos, se había introducido en las costumbres. En 1792, María Luisa O´Farrill obtenía grandes aplausos en los salones aristocráticos, con sus interpretaciones en el clave. Los anuncios del Papel Periódico nos dan la tónica del ambiente, por medio del documento escueto —que a veces desnuda feamente los hábitos de una burguesía que cultivaba su espíritu a costa del sudor de más de sesenta y cuatro mil esclavos.26
Varios elementos de este pasaje son significativos. ¿Por qué el cuadro que consignara Carpentier no es considerado por él como “una verdadera cultura”? Obviamente tiene que ver con el hecho de que el gusto por la música de conciertos presente en los salones y los teatros aún no se ha instalado como una característica de la recepción más generalmente socializada, en una estructura en la cual, en efecto, miles de personas carecen de todo derecho de participación. El juicio que pronuncia Carpentier sobre esa cultura de fines del Siglo de las Luces es tajante y reprobatorio.27 Pero junto con esa reprobación ética, también hay una percepción de la mentalidad criolla en la época, caracterizada por “los hábitos de indolencia e indisciplina a que tan fácilmente se deja llevar el criollo, cuando pierde interés en un trabajo que ha pasado a ser una rutina”. 28 Ahora bien, La música en Cuba mantiene una atención constante en relación con el gradual desarrollo, surgimiento y consolidación de una identidad cultural nacional, de la cual la creación musical no puede estar ajena. Por eso alude Carpentier al “sentimiento de cubanidad que, como signo de los tiempos, se había ido manifestando en todas las clases sociales desde los días de la toma de La Habana por los ingleses”.29
1 Cfr. Zoila Lapique Becali: Cuba colonial. Música, compositores e intérpretes. 1570-1902. Ed. Boloña, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2001, p. 44.
2 Cfr. ibíd., p. 25.
3 Cfr. Armando Rangel Rivero: ob. cit., p. 90 y sig.
4 Alejo Carpentier: La música en Cuba. Ed. Pueblo y Educación, La Habana, 1989, p. 15.
5 Alejo Carpentier: Letra y Solfa 8. Literatura. Poética. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2001, p. 156.
6Alejo Carpentier: Entrevistas, ed. cit., p. 144.
7Alejo Carpentier: La música en Cuba, ed. cit., p. 15.
8 Ibíd., p. 72.
9 Cfr. José Lezama Lima: Confluencias. Selección de ensayos, ed. cit., pp. 229-247.
10 Ramiro Guerra Sánchez, José M. Pérez Cabrera, Juan J. Remos y Emeterio S. Santovenia, coord.: “Palabras preliminares” a: Historia de la nación cubana. Ed. Historia de la Nación Cubana, S. A., La Habana, 1952, t. I, p. XV
11Ibíd., p. 17.
12 ibíd.
13 Cfr. ibíd., p. 18.
14Alejo Carpentier: La música en Cuba, ed. cit., p. 27.
15 Ibíd., p. 29.
16 Ibíd., p. 32.
17 Ibíd., pp. 32-33.
18 Ibíd., p. 34.
19 Ibíd., p. 35.
Ibíd., p. 43.
20 Ibíd., p. 51.
21 Ibíd., p. 53.
22 Alejo Carpentier: La música en Cuba, ed. cit., p. 53.
23 Ibíd., p. 61.
24 Ibíd., p. 67.
25 ibíd, p. 93.
26Ibíd., p. 95.
27Ibíd., p. 101.
28Ibíd., p. 103.
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