Conocí a Carpentier a principios de los años 1970, impulsado por un comentario de Max-Paul Fouchet en su célebre programa de televisión Culture pour tous:
Después de leer Le Partage des eaux ( Los pasos perdidos, premio Médicis aquel año), la palabra «talento» nos parece inadecuada, no satisface a nuestro entusiasmo. Ante nosotros surge un gran poeta por su estilo, su cultura, el resplandor de sus imágenes, de sus ideas, de su pensamiento, la grandeza y la continuidad de su inspiración.
Conocido es el ardor, el entusiasmo contagioso de este periodista y gran poeta Fouchet; quedé deslumbrado, sin parar hasta conseguir la novela. Escribía yo entonces en la revista española Triunfo y quise entrevistarlo, con mala suerte, pues lo iban a operar de la garganta. Hube de esperar casi un año. Cuando al fin consigo la cita, acudo al consulado cubano armado de un magnetófono y de mucha timidez y cohibición. Charlamos largo rato, sobre su última novela, el dichoso «boom» que empezaba a sonar y en el que Alejo no creía, sus recuerdos de nuestra guerra civil y otros temas. Al final le dije: «— Muchas gracias, señor Carpentier. Dentro de unos días se la envío transcrita. — No, chico, te la mando yo… ». Al cabo ni de una semana me llegan unas diez cuartillas con una charla fiel y mejorada, tanto las preguntas como las respuestas. La entrevista fue publicada por Triunfo con la foto de Alejo en primera plana y de título: «Una literatura inmensa».
A partir de este éxito, que me dio a conocer, la editorial Novelas y cuentos me pidió un libro de conversaciones con Alejo, que escribí sin hablar con él, sólo leyendo toda su obra, miles de artículos (en Careteles, Bohemia…) reportajes escritos en Europa durante la guerra mundial, y en Venezuela después.
Ahí empezó una amistad que mucho tiempo tardé en creer. Por una parte, Alejo imponía por su vozarrón, su presencia física y sus conocimientos de literatura, boconería, música, historia; por otra, yo me sentía poca cosa a su lado. Me fui convenciendo con las invitaciones a cenar en su domicilio en compañía de Antonio Saura, Marta Arjona y siempre nuestra querida Lilia. Luego fuimos juntos de vacaciones veraniegas a Cuenca, donde había estado con Wifredo Lam cuando la guerra civil; a Mónaco, donde visitamos el museo de autómatas.
Nos dimos cuenta de que habíamos seguido una trayectoria semejante. Como él, yo tocaba el piano, y lo sigo practicando; ambos éramos hombres de radio y escribíamos, de modo que el entendimiento estaba justificado.
La pareja Lilia-Alejo venía a menudo a nuestra casa de Sèvres. Allí tenía yo un piano Pleyel de cola, y tocábamos a cuatro manos. Alejo solía venir con partituras compradas en el Barrrio latino. Recuerdo una canción de cuna campesina de Alejandro García Caturla y las Piezas en forma de pera de Erik Satie. Por allí iban y venían mis hijos Manu y Antoine, quienes, después de estudiar dos años en el Conservatorio, ya empezaban a ensordecernos con su grupo Joint de culasse; en cambio, Alejo los escuchaba con placer, al menos con paciencia. Después de un viaje a Cuba, regresó con unas maracas que les ayudaron a progresar y conservamos como una reliquia en casa.
En una de las primeras entrevistas que le hicieron a Manu en Francia (en plena adolescencia, su época destroyer), dijo que podía permitirse el lujo de hacer las mil y una «porque cuando vuelvo a casa me encuentro con García Márquez o con Alejo Carpentier».
En uno de aquéllos viajes le notifiqué a Carpentier, con la mayor precaución, el encargo de Cerezales: «¿Podríamos repetir la entrevista, pero al revés?» Me miró perplejo. Yo acababa de regalarle un ejemplar de mi primera novela. Sin duda pensó que le pedía la reciprocidad, una entrevista que me haría yo y firmaría él. Lo vi a punto de aceptar, pero antes de que contestara añadí: «No, Alejo, lo que te propongo es un libro de entrevistas, pero sin molestarte para nada. Tú sigues escribiendo tranquilo, es un decir, La consagración de la primavera, y yo busco, invento, compongo un texto de charlas contigo»
Con la ayuda de sus exégetas Carmen Vázquez en París, Alexis Márquez en Venezuela y Araceli García-Carranza en La Habana, reuní material de sus conferencias y ensayos. Viajé a Cuba con él, y estuve días y días en la Biblioteca Nacional, donde pusieron a mi disposición todos sus archivos. Recogí fragmentos de sus declaraciones en la prensa francesa, española y latinoamericana, de sus miles de artículos publicados en El Nacional de Caracas y en la revista habanera Carteles. Pasé a máquina todo lo que me interesó, maldiciendo de paso el bloqueo americano por las averías de la fotocopiadora. De todo ello —y de mis conversaciones con él, por supuesto, que también hubo, y muchas—, seleccioné datos biográficos, opiniones políticas, literarias, anécdotas con los que iba componiendo un manuscrito, verdadera obra de taracea.
Visitando el Museo nacional, me quedé extasiado ante el cuadro La Silla, uno de las obras mayores de Wifredo Lam. Un poco aturullada, la directora del museo me dijo: «Se trata de una copia. El original lo tiene Carpentier en su casa». Cuando a los dos o tres días fui a verlo se lo conté, y sin duda se avergonzó, pues pronto donó La Silla al museo.
En la Biblioteca José Martí descubrí una correspondencia entre Neruda y Carpentier, de cuando mi virtual entrevistado era director de las Publicaciones Nacionales. Carpentier solicitaba a Neruda autorización para editar en Cuba Residencia en la Tierra. En su contestación, el futuro premio Nobel le pedía una suma de dólares astronómica para la economía cubana. «No son para mí, sino para mi agente», se justificaba Neruda.
Me llevé las dos misivas (fotocopiadas) al Hotel Nacional. ¿Podré publicarlas, Alejo? Se quedó muy extrañado de que las cartas estuvieran en los archivos de la Biblioteca. «No, gallego», me dijo; y se las guardó: «Neruda era un hijo de puta, pero no se puede decir». Creo que ha llegado el momento de levantar la única censura, en cierto modo política, que ejerció Alejo en este libro; han pasado unos treinta años y en todo hay prescripción.
Más tarde Carpentier quiso visitar Cuenca. Había estado allí cuarenta años antes con la Brigada Lincoln en compañía de Wifredo Lam, camino hacia el frente de Madrid, donde luchó sin saber disparar ni una escopeta. Allí fuimos un verano con Saura y Antonio Pérez. Estaba convencido de que Lam se había dejado allí muchos cuadros e intentó recuperarlos. De Cuenca nos trasladamos a Minglanilla, donde una campesina les había dicho a él, a Rafael Alberti, a Nicolás Guillen, a Octavio Paz, a Pablo Neruda, a los intelectuales que en 1937 iban de Valencia a Madrid para asistir al Congreso de Escritores Antifascistas: «¡Defiéndannos ustedes que saben leer y escribir!» Se le humedecían los ojos cuando lo recordaba. A veces seguíamos más allá de Sèvres, hasta Fontainebleau, en cuyo Museo se quedaba horas ante el cuadro de Gérard.
¿Alejo Carpentier fue, pues, un músico frustrado y un escritor inmenso? Es posible: también un hombre amante de la vida, de la buena comida, de los vinos finos y de la belleza de las mujeres. Tímido y discreto, cuando se rompía el hielo y empezaba a divagar era el amigo más cariñoso, y sus charlas se convertían en relatos maravillosos y barrocos. Su mayor orgullo era ser diputado de la primera Asamblea Nacional Revolucionaria de Cuba, y sus objetos más amados, unas zapatillas de fieltro que había comprado en una tienda de Cuenca a una buena señora que nunca sabrá que su cliente se las enseñaba a todo el mundo y estaba con ellas como un niño con zapatos nuevos.
Por entonces ya tenía yo pergeñado el libro de conversaciones, un relato en tiempo recurrente, a semejanza de «Viaje a la semilla», uno de sus cuentos. Le daba capítulos a leer y él me los devolvía con retoques limitados a fechas y variaciones onomásticas. Sin rectificar nada del contenido, aunque sus palabras hubieran sido pronunciadas en años anteriores, a veces muy pretéritos.
Sabiendo esto, el lector apreciará la coherencia excepcional, tanto literaria como ideológica, de este hombre clave en las letras hispánicas, que atravesó épocas y continentes viviendo los mayores acontecimientos de los tres primeros cuartos de nuestro siglo: desde que propuso sus primeros artículos a la revista Carteles, hasta estampar su último FIN en La consagración de la primavera.
Después se fueron esparciendo los encuentros. Sabíamos que Alejo estaba enfermo. El mal le roía la garganta. Cada vez le costaba más hablar. Pasaron varios meses sin que nos viéramos, hasta que el 24 de abril de 1980, a las diez de la mañana, me llamó Lilia: — Alejo murió esta madrugada. Dejé el trabajo, agarré la moto y me presenté en su casa.
En su escritorio, algunos de ellos abiertos, otros con el ángulo de páginas picadas y notas marginales; así deja algunos de los últimos libros que leyera o consultara: La gente de Smiley, de John Le Carré, y la partitura de Don Giovanni, de Mozart, sin olvidar los Siete ensayos sobre la realidad peruana de Mariátegui.
Sobre la mesa quedaba una fotografía en colores en la que posa, risueño, con García Márquez y Carlos Fuentes. Un retrato monumental preside la sala donde trabajaba todas las mañanas, que nos lo muestra leyendo su discurso recipiendario en el paraninfo de la Complutense.
Era, si bien lo recuerdo, jueves aquel día, y aún el lunes presidía la inauguración de la Semana de la cultura cubana en la UNESCO, entregaba al Nouvel Observateur un artículo sobre Flaubert, terminaba la revisión de la traducción francesa de La consagración de la primavera y escribía dos páginas de su nueva novela, La verídica historia, basada en la vida de Paul Lafargue, yerno de Carlos Marx y cubano de origen. Obra inconclusa, como las memorias que pensaba escribir «cuando sea viejo», bromeaba, y el libreto de una ópera con Luis de Pablo, que para siempre será un proyecto.
Allí estaba, entre sus amados títulos y fotos de sus amigos —en el salón retratos enmarcados de Fidel y el Che, no muy distantes del de Alejo en compañía de Haydée Santamaría—, este hombre que murió de pie, el escritor de lo maravilloso, el hurgador de la historia latinoamericana entroncada con la europea, el musicólogo y el político radicalmente pegado a la revolución cubana, la cual, como decía, le había dado una razón de ser, y sobre todo había devuelto su dignidad al idioma español, acosado y humillado por el yanqui.
Verlo alargado en su lecho de la avenida de Ségur me fue intolerable, porque yo no podía imaginar su cuerpo grandulón más que sentado en su querida mecedora de paja; siempre lo veré levantarse de pronto para mostrarnos tal cita o cual imagen de un libro que sacaba de su ordenada biblioteca, para volver a colocarlo al final de la consulta.
Nunca, ni Antonio Saura, ni Jorge Enrique Adoum, ni Xavier Valls, ni Marta Arjona, olvidaremos las veladas en que nos contaba historias de filibusteros y conquistadores (mostrándonos con orgullo unos gemelos que habían pertenecido a un antepasado suyo, explorador de la Guyana); recordaba sus andanzas por el Orinoco, su aventura surrealista con Robert Desnos, anécdotas de Picasso, de Villa Lobos, nos hablaba de ópera, de música de cámara, de la antigüedad y de filosofía, siempre con una erudición deslumbrante servida por una memoria prodigiosa.
Tímido y discreto, cuando se sentía en confianza y daba en conversar era el amigo más cariñoso, transformando sus charlas en relatos autobiográficos y barrocos.
Alejo Carpentier, uno de los más grandes escritores contemporáneos, ministro consejero para Asuntos Culturales de la Embajada de Cuba en Francia, premio Cervantes, yacía el 24 de abril de 1980 en su lecho, el pecho sosteniendo sus manos cruzadas, escoltado por cuatro ramos de flores.
Alejo no se sentía bien. Alejo se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento.
El carruaje partió en la tarde. La casa se vació de visitantes. Cuando lo metieron de pie en el ascensor envuelto en blanco plexiglás, un estremecimiento amarillo corrió por los cuadros de Saura, Gironella y Portocarrero de la sala, y gentes vestidas de negro murmuraban y lloraban en todas las galerías.
Había charlado hasta las once de la noche. Concluía un día de mucho trabajo, como todos los suyos: desayunaba a las seis de la madrugada (varios yogurts hechos en casa), escritura (el comienzo de una nueva novela) y a las nueve, paseo hasta la Embajada, de la que saldría hacia las doce. Pese a todo, dejaba una vida incompleta:
Habiendo sido músico, íntimo de muchos directores de orquesta, colaborador de Milhaud y Varèse, amigo de Francis Poulenc y de Stravinsky, como todo ellos nunca fui capaz de bailar medianamente —nos decía—. Así que, ¿el hombre que me gustaría haber sido?: ¡Fred Astaire!
En uno de nuestros viajes a Cuba (allá por 1996), Ignacio Ramonet y yo quisimos depositar un ramo de flores en su tumba. Nos dijeron que estaba en el cementerio militar de La Habana. Dejamos en ella la corona y luego fuimos a hablar con Lilia. «No puede ser que esté enterrado entre sables y escopetas. Nada más alejado de sus convicciones». Cuando volvimos, cuatro años después, ya lo encontramos en el Cementerio Cristóbal Colón, bien acompañado por Nicolás Guillén, Eliseo Diego, René Portocarrero; Juan Marinello: José Antonio Portuondo y Amelia Peláez.
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Tomado de Monchao
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