La década del cuarenta de la pasada centuria significa un adensamiento de la perspectiva de Alejo Carpentier (La Habana, 1904 – París, 1980) en cuanto a la historia latinoamericana. Su interés por la cultura general en la que se ha formado él mismo, se acrecienta por el impresionante derrumbe de Europa ante el nazismo, una idea que se percibe insistentemente en esos años: “[Arnold Schönberg dice] —La cultura ha muerto en Europa”.1 Esta crisis es analizada detalladamente por Carpentier, con un énfasis que hace evidente su aspiración de que América aprenda de los errores europeos. Así, por ejemplo, analiza los errores del partido socialista francés liderado por León Blum. Más allá de las posiciones de partido, aspira a una perspectiva política que sepa calibrar y defender a su propio país:
Y no vamos a remozar la vieja querella de las derechas contra las izquierdas. Porque ambas tuvieron igualmente la culpa de la debacle. El gobierno de León Blum, por su sinuosa técnica de actuar cerrando los ojos, por su sistema de ocultar a la mano derecha lo que hacía la izquierda, por sus suertes de ilusionista iluso –como la de crear un Ministerio de Ocios destinado a “hallar esparcimientos sanos” para los obreros, cuando los del otro lado de la frontera trabajaban once horas diarias fabricando cañones–. El gobierno de Blum fue nefasto, por haber creado en la mente del francés medio esta noción de que el triunfo aplastante de un partido podía identificarse con el poderío de una nación. 2
El profundo interés por su América se combina con una preocupación por el creciente peligro fascista para ella. En 1941 alerta sobre posiciones como la de Charles Maurras, escritor francés de ultraderecha —“el más ilustre estafador intelectual de la Francia contemporánea”, lo llamaría Carpentier 3—, quien habría de ser condenado por colaboracionista en 1944:
Maurras ha cobrado categoría de gran teorizante. Lo que nos mueve a recordar que una de sus teorías favoritas se refiere directamente a nuestra América. Según Maurras, la independencia de los países de América es un absurdo. Lo peor que hemos hecho es sacudir el yugo de la metrópoli. Solo hemos conocido días felices —según él— bajo la administración colonial. Somos pueblos “sin patriotas” (¡!) hechos para no conocer más gobierno que el de virreyes o capitanes generales.
Se comprende que las ideas de Maurras tengan todas las simpatías de Alemania. También los nazis opinan como Maurras.
La única diferencia está en que, de hacer lo que quisieran en América Latina, los nazis no nos gratificarían con virreyes ni capitanes generales.
En tal caso, los delegados hitlerianos para el gobierno en nuestras naciones se llamarían gauleiters. 4
El derrumbe político de Europa es asociado por Carpentier a una crisis profunda de su cultura. Ha quedado atrás el entusiasmo juvenil del cubano recién llegado a París para dar paso a una perspectiva crítica que tiene en cuenta, en primer lugar, la discriminación —altanera y estéril— frente a los latinoamericanos evocada en Carteles en diciembre de 1941:
“¡Meteco!” ¡Qué latinoamericano podrá olvidar jamás esta palabra odiosa, que el parisiense nos servía a todas horas, en los restaurantes, en los cafés, en los tranvías, en los teatros! ¡Cuántas veces la oí sonar a mis espaldas, cuando llevaba a la Gare Saint Lazare algún artículo elogioso para Francia, destinado a Carteles! 5
Su periodismo a inicios de la década del cuarenta se orienta a desnudar incansablemente las falsedades demagógicas del fascismo, que eran construidas sobre una base de mentiras orquestadas como un supuesto discurso cultural. Su percepción de la historia, aguzada por haber sido testigo directo de una década de debacle europea y fertilizada por su contacto con la renovación historiográfica operada en Francia, se proyecta ahora en una serie de juicios afilados. Es revelador que estos textos de lúcido análisis se publicaran en una revista de gran tirada y más bien popular como Carteles:
Hace seis años apenas, Mussolini, obsesionado por esta idea, clamaba en uno de sus más famosos discursos: “Desde hoy puede jactarse el pueblo italiano de ser el protagonista de su propia historia”.
Lo que siempre olvidaba Mussolini, al hacer esta fácil afirmación, es que siempre es el pueblo el protagonista de su propia historia. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Porque la acción de un rey, de un líder o de un tirano, es, en el fondo, terriblemente limitada. Se ejerce en superficie durante un tiempo breve. Luego, como un cuerpo elástico, la masa vuelve a adoptar su forma primitiva, reaccionando por razones de idiosincrasia profunda. La frase, tan mentada hace algunos años, calificando las revoluciones de “parteras de la historia”, entrañaba una gravísima equivocación. Porque, con muy raras excepciones, esas parteras solo arrancan a la historia un sietemesino. Lo más desesperante de ciertas revoluciones está en que viene a observarse, al cabo de los veinte años, lo poco que se ha logrado con lo mucho que ha costado. A menos, claro está, que se trate de un movimiento de protesta surgido del alma de la masa, o de una lucha emancipadora, del tipo de nuestras guerras de independencia.6
De modo que ante todo analiza cuestiones de sicología social que, en su opinión, habrían influido directamente en la catástrofe moral y política de Europa. Apenas un mes después del texto anterior, publica en Carteles lo siguiente:
Cuando un pueblo se sabe en estado de decadencia, solo confía ya en un milagro. Confía en el milagro con la esperanza que el hombre arruínado puede poner en la ruleta. Está a merced de todo ambicioso o iluminado que intente llevarlo por nuevos derroteros, prometiéndole la felicidad al final del camino. Ese estado de ánimo suele hacer la fortuna de los hombres providenciales. En este caso el hombre providencial se llamó Adolfo Hitler.7
El totalitarismo nazi-fascista había esgrimido una huera plataforma cultural para sus manipulaciones de masas. Carpentier procura revelar al público de Carteles los resortes tramposos de esa política de falsarios y demagogos:
[Hitler] Al engrosar las filas de su partido, no elige a los mejores ni a los más inteligentes, sino a los más brutales. En una palabra: cultiva en los germanos todos sus defectos raciales, sin explotar ninguna de sus cualidades. Busca soluciones por lo bajo, sin mirar hacia arriba. Aprovechándose de un período de decadencia y empobrecimiento, logra, en pocos años, transformar al alemán en un ser engreído, violento y cruel, que se lo cree todo permitido. Cultiva su espíritu gregario exigiéndole una obediencia absoluta ante sus jefes, pero permitiéndole ejercer, por otra parte, una autoridad despótica sobre los vencidos o más débiles. 8Un elemento significativo en el periodismo carpenteriano de inicios de los años cuarenta tiene que ver con una reflexión —insistente y ahondadora— en una percepción de organización clasista de la sociedad y, en particular, del mundo europeo que ahora se derrumbaba. Ese interés se apoya en la necesidad que Carpentier experimentara —como tantos otros intelectuales— de comprender por qué se había desplomado una Francia que, con Léon Blum había parecido desplegar una enseña socialista, frente a la Alemania totalitaria. De aquí que señale de manera terminante:
Cuando el hombre se niega a aceptar una simple evidencia, inventa una casuística. Y la derrota de Francia, evidencia inadmisible para muchos, ha engendrado en el acto su casuística. Pero las leyes de la casuística han sido determinadas, en su mayoría, por escritores franceses. De ahí que su interpretación de hechos y textos se resienta de un error fundamental: un excesivo apego al detalle y una falta de visión de conjunto. 9
Resulta fascinante constatar que en ese empeño suyo de entender y explicar al lector cubano las causas del desastre de la sociedad francesa, Carpentier asume una perspectiva cultural tanto como histórico-política. Esto es evidente en las siguientes afirmaciones:
Lo importante no está en saber si Daladier tenía una querida de ilustre origen; lo importante no está en saber si Otto Abetz supo valerse de complicidades inconscientes o manifiestas. Lo importante está en saber por qué, y en virtud de qué delicuescencia de tradiciones, conciencias, hábitos y costumbres pudo desplomarse una nación de cuarenta y tantos millones de habitantes, por flaquezas tan nimias, en el fondo, como las que nos ofrecen hoy, con caracteres de agentes catastróficos. Me interesa saber por qué, en el año 1941, existían en Francia ejemplares humanos llamados Daladier, Reynaud, Marie-Louise Crussol, Hélène des Portes, Jean Luchaire, Otto Abetz, dotados de tales y cuales características, de tales o cuales virtudes o taras. Así como en un concurso hípico se determina el grado de selección de una raza de pur sangs por el relieve de las venas o la firmeza de la corona, afirmo que, en un proceso histórico, el ejemplar Daladier, representante de una casta, o el ejemplar Marie-Louise Crussol, hechura de oligarquía femenina, deben ser considerados como el resultado de un largo proceso evolutivo, que obedece a leyes profundas y tal vez remotas.
Pero esto equivale —me dirán algunos— a intentar el proceso de toda una sociedad.
¿Acaso sería posible explicar la existencia de un Marat, de un Robespierre, sin analizar el proceso de incubación ideológica que los llevó súbitamente, al primer plano de una realidad histórica? Es el proceso de la sociedad francesa —de ciertos sectores de esta sociedad— la que hubieran debido emprender, desde hace tiempo, los escritores que tanta tinta derramaron en hablarnos del colapso de Francia. Pero mucho se guardaron de ello. Prefirieron llevar el diario de la debacle, encabezando sus testimonios con fechas tan precisas como las que figuran al margen de un diario de navegación. Ninguno busca los orígenes del colapso mucho más allá del año treinta.10
Obviamente una evaluación de las causas de la debacle no podía apoyarse solamente en los hechos inmediatos, sino que, en su opinión, debían rastrearse hasta estratos más profundos de la sociedad francesa, en los cuales la estratificación clasista tenía su importancia, pero no todo podía reducirse, esquemáticamente, a una tipología de clases consideradas de una manera estereotipada. Por eso deja sentada una perspectiva de fundamental acierto en su crítica de ciertos simplificados diseños teóricos que esgrimían pensadores marxistas más interesados en la generalización abstracta que en la concreción histórica, cultural y espiritual de las naciones:
Los marxistas, amigos de generalizaciones, zanjarían el problema afirmando que la caída de Francia es sinónimo de «caída de una burguesía».
Pero siempre me resisto a admitir el uso de este término de «burguesía» en sentido ecuménico y universal. Las burguesías difieren tanto, de nación a nación, como pueden diferir entre sí, por razones de idiosincrasia profunda, ciertas clases proletarias. El proletariado tiene, a pesar de ello, un elemento de unificación espiritual: el carácter de su lucha y de sus sufrimientos, que es bastante análogo, donde quiera que se le observe. Cuando se vida de un hombre se hace confinamiento en una cárcel económica, sus reacciones se simplifican tanto, como las de los presos de todos los países, capaces de hallar idéntica alegría en la amistad de un ratón, una ración extra, o el canto de un ave, posada en los barrotes de la reja. Silvio Pellico tiende la mano, por encima de los siglos, a Sacco y Vanzetti.11
Se diría que Carpentier está ya hablando para su público de elección, los lectores latinoamericanos en general y cubanos en particular. Precisamente porque tiene conciencia de la enorme diferencia entre las burguesías europeas y las latinoamericanas, el futuro gran novelista expone con meridiana precisión:
La burguesía, en cambio, es algo mucho más complejo. Para comenzar, no todas las burguesías se comportaron del mismo modo en la historia, ni lograron las mismas prerrogativas. Algunas desempeñaron papeles históricos. Otras, permanecieron en segundo plano. Algunas son de formación muy antigua. Otras, de promoción reciente. El banquero de las Ligas Hanseáticas, los Fugger, los cambistas florentinos, los hermanos Pâris, no pueden medirse por el mismo módulo que los financieros del Segundo Imperio francés.
Eugenia Grandet, el joven Werther, el viejo de El sí de las niñas, son tan burgueses como el Sacha Gúriev de La sonata a Kreutzer y los héroes de Thackeray. Pero, ¡cuánta diferencia se observa entre esos ejemplares humanos, que solo se asemejan entre sí por que consumen oxígeno, tienen el mismo número de huesos, y conceden a la posesión de riquezas un valor equivalente! Lo que es problema espiritual para unos, ha dejado de serlo para los otros. Francia solo ve prejuicios ridículos, donde España reivindica fueros. Cuando Lord Byron pasa de Anabella a Teresa Guiccioli, abandona un planeta para entrar en otro. Hidalgo y Bolívar fueron burgueses, como también Monsieur Thiers y Federico Engels.12
De hecho, su periplo europeo le ha servido eficazmente para saber —y así lo manifiesta a los lectores cubanos— que la propia burguesía europea dista mucho de una homogeneidad cabal, de donde derivan las diferencias profundas en la conformación de las sociedades del Viejo Continente:
Además, la burguesía está muy lejos de haber desempeñado idéntico papel en la vida de las naciones europeas. Es más: hay países que fueron, por esencia y evolución, colectividades de índole burguesa. Otros, solo conocen la burguesía como fenómeno reciente. Otro, en cambio, vivieron siglos enteros sin conceder la menor beligerancia espiritual a esta clase cuyo poderío fluctuaba como las manifestaciones de una fiebre intermitente.
En España —¡fenómeno singular!— debemos esperar hasta las postrimerías del siglo XVIII para ver aparecer el burgués en la literatura. Hasta ese momento, la vida real de la península, parece centralizada en una órbita que excluye toda clase intermedia entre el pueblo y la nobleza. Peribáñez o el comendador de Ocaña, Pedro Crespo o el Rey, el conde Alarcos, y los labriegos que entonan «trébole, Jesús qué olor». Y cuando aparece la burguesía, en Moratín, en Larra, lo hace tímidamente, sin caracteres de clase conquistadora o codificadora de las costumbres, ofreciéndose más bien como «tercer estado» de una nación forjada, en sus empresas históricas, por la colaboración o la pugna de esos dos polos ambivalentes, nobleza y pueblo, en que descansa, enteramente, la responsabilidad de la Reconquista, la colonización de América y el adormecimiento gradual detrás de la frontera pirenaica, en espera de una reacción ante la invasión napoleónica, que constituye una epopeya netamente popular. La historia de España es obra, en su casi totalidad, de blasones y alpargatas. 13
Me parece más que meramente significativo que Carpentier se detenga en particular en la historia de España: lo hace no solo porque aún están abiertas las heridas y llagas de la guerra civil peninsular, sino también porque conoce obviamente sus repercusiones en la nación cubana. Abordar tales cuestiones de especificidad y diferencias en la conformación de las burguesías no podía haber sido resultado del azar: el cronista sabía a quiénes se dirigía; lo que dice aquí tiene que ver también y sobre todo con una Cuba que él acababa de rencontrar de modo directo. Si la historia de España es resultado de insignias heráldicas y pobres abarcas campesinos, ¿qué será la de Cuba? Es esta la interrogante que subyace en el fondo de la meditación carpenteriana. Por lo pronto, el hundimiento del modelo cultural europeo exige una reconsideración del papel de América, hasta entonces mero traspatio apenas visitado y preterido por el europeo. Ahora la situación se invierte de manera impensada. En todo caso, ya instalado en Caracas, no deja de insistir en la cuestión de lo engañoso de las imágenes estereotipadas y ofrecidas como cuadros de validez general; de modo despiadado el panorama dulzón que solía trazarse de la Belle Époque:
[…] la creencia en pasados más dichosos que nuestro presente entraña una falacia. Y es la que consiste en olvidar que toda época tiene gente favorecida por la historia. Cuando se habla del 1900 europeo, como época de estabilidad, calma y paz, se piensa en cierta clase media de Alemania, de Francia, de España, sin recordar que el empleado de oficinas, de bancos, eran en aquellos días un hombre atado a sueldos tan insuficientes que la vida entera se le iba en arrastrar el vergonzante drama de la miseria llevada con dignidad, renunciándose a todo placer. Cuando se habla de la gran quietud burguesa de la segunda mitad del siglo XIX, se olvida que esa época fue, en cambio, un verdadero infierno para el proletariado, huérfano de toda protección social y condenado a trabajar como un forzado, hasta diez y seis horas diarias, en fábricas desprovistas de toda higiene. Esos cincuenta años fueron ideales para una casta refinada, elegante y próspera; pero el obrero —nos cuesta trabajo creerlo— no tenía ni siquiera el derecho legal de reclamar un día de descanso a la semana […].14Ese panorama idílico había desaparecido desde antes de la Segunda Guerra Mundial y, desde los años que antecedieron a esta, se había presenciado una fuga desesperada lejos del otrora paraíso burgués asentado en el lema comtiano del orden y el progreso. Consciente de ellos, en 1941 Carpentier les comentaba a sus lectores habaneros que, como consecuencia de la catástrofe bélica, lo más relevante de las artes y las ciencias europeas se ha refugiado en América, y escribe un pase de lista sobrecogedor: Ígor Stravinski, Schönberg, Sibelius, Paul Hindemith, Darío Milhaud… Manuel de Falla, André Maurois, Jacques Maritain, Jules RomainsTomás Navarro Tomás, Alberti, Otrogamín, Casona, Rodolfo Halffter, Toscanini, René Clair, Einstein.15 Y extrae de ese dramático éxodo una conclusión peculiar en cuanto a la percepción de la cultura americana por la intelectualidad europea de las cuatro primeras décadas del s. XX:
¡Con cuánta crueldad supieron echarnos en cara nuestro “indigenismo”, nuestra “falta de raza”, nuestra extrema juventud aquellos mismos espíritus superiores que hoy suspiran por verse en nuestro continente —último refugio de una libertad y una alegría del vivir, que han perdido para siempre los que nos legaron idiomas, principios y ritos—. 16
Otra crónica de inicios de los años cuarenta insiste sobre esta temática y su doble significación. Por una parte, el intelectual europeo típico había mirado con desdén o, todo lo más, con paternalismo, la cultura latinoamericana; por otra, mientras asumía esa actitud de mayor o menor desprecio había estado ciego en cuanto a la crisis profunda de su propia cultura. De la constatación de esa brutal discriminación del europeo y de semejante ceguera sobre sus propias circunstancias, deriva uno de los pasajes más ásperos de las crónicas carpenterianas en la revista Carteles:
Hace cinco años tuve una conversación reveladora con el ilustre Georges Duhamel, en su jardín de Valmondois. Duhamel acababa de publicar un libro sobre Norteamérica titulado Escenas de la vida futura, que era un singular exponente de incomprensión, de ceguera voluntaria. Pero en aquellos tiempos estaba de moda admitir, a priori, que la civilización americana era una civilización estrictamente materialista, desligada de toda preocupación espiritual. Todavía andaba resonando, aquí y allá, algún grito rezagado de “!Abajo el imperialismo yanqui!”. Por ello, el libro de Duhamel había parecido algo normal y aceptable, sin que hubiesen llamado mayormente la atención sus monstruosidades estimativas. Y recuerdo que pregunté aquella tarde a Duhamel si tenía deseos de conocer nuestros países de América Latina:
—Sí —me respondió Duhamel—. Quisiera ir allá, para ver si la civilización que ustedes poseen concuerda con la imagen que me hago de lo que debe ser una civilización.
—¿Y a qué llama usted “civilización” —le pregunté con disimulada ironía.
—A esto… —respondió el ilustre literato, señalando con gesto amplio el valle de Valmondois, donde las aldeas, los cortijos, las capillas, los mismos árboles, llevaban la huella de un trabajo de generaciones y generaciones, conservando el invariable sello del siglo XVIII, inseparable del paisaje francés, cuya presencia fue tan lúcidamente observada por Ortega y Gasset.
Sin quererlo, Duhamel estaba haciendo el testamento de esa civilización que aún creía viviente y activa. Porque en aquellos momentos, esa misma civilización estba ante nuestros ojos muerta y de cuerpo presente. La civilización que Duhamel pretendía hallar en Nuestra América no concordaría nunca con lo que me mostraba como ejemplo y dechado, en aquella suave tarde de otoño. Y es porque el hombre no tiene la facultad mágica de percibir el futuro que ya lo rodea. Siempre vive en un pasado inmediato… Y en aquellos tiempos que creíamos tan felices, Europa había dejado de existir, penetrando en su estadio de inevitable ocaso. Europa vivía con años y años de retraso sobre lo que constituía el verdadero ritmo, la diástole y la sístole de la civilización. Alemania, Francia, Italia, se desintegraban ante nuestras miradas, sin que quisiéramos admitirlo, babeantes, crispadas, dándose furiosas inyecciones de aceite alcanforado en los costados, para levantar su propio espíritu.17
De tal percepción crítica deriva una convicción fundamental que habría de marcar indeleblemente su pensamiento sobre la cultura, y asimismo proyectarse en su gran novela futura, Los pasos perdidos: “¡Hace tiempo ya que la antorcha de la civilización ha pasado, de manos del corredor exhausto, a las del juvenil y atlético campeón americano!”.18 Y este agudo sentido crítico sobre la civilizacion europea en colapso estremecedor, que recorre tanto las crónicas de los años cuarenta como —de modo mordiente o quintaesenciado— el resto de su prosa reflexiva en décadas sucesivas obedece a una angustia profunda, la de prevenir América sobre las causas del desplome cultural europeo: “El ocaso de Europa, drama del siglo XX, debe ser analizado en todas sus fases, aun en las más secretas. Es esto lo que nos proponemos hacer en artículos sucesivos”.19 Este es el móvil que lo impulsa a indagar sobre el sentido de la tradición. Véase un pasaje suyo significativo por más de un concepto:
Sin embargo, al enorgullecerse de sus tradiciones, Europa no ha sabido comprender nunca el mal que, en ciertos casos, le hacían esas mismas tradiciones. El culto desmedido de lo pretérito ha llevado al Viejo Continente a ignorar, desde hace mucho tiempo, lo que constituye realmente una cultura viviente. El francés, el italiano, el español, me han parecido siempre individuos que al avanzar por un camino, tuviesen el cuerpo andando por el kilómetro cincuenta, y la cabeza a remolque por el kilómetro diez. Porque es curioso observar que cuando el hombre de Europa se encuentra ante un hecho nuevo o la manifestación de un espíritu realmente original, lo juzga siempre comparativamente, en función de nociones prestablecidas, ideas generalizadas o tradiciones aún vigentes. De ahí que el público europeo, cada vez que entra en contacto súbito con un creador absolutamente personal, con un artista certeramente independiente, se estima siempre superior a él, estando convencido de que este solo aspira a “tomarle el pelo”, sorprenderlo, “epatarlo”, etc., etc. El parisiense no va a una exposición de cuadros para emocionarse, para enterarse: va para juzgarla. El italiano no concurre a un estreno de ópera para escuchar la obra con respeto: va para silbarla, si no corresponde a su concepto de lo que debe ser la música. La creación viviente tiene que soportar las críticas de individuos que se acercan a ella con tradiciones muertas ante los ojos. 20
Hay en este pasaje de una crónica en Carteles del 23 de noviembre de 1941 un punto de una importancia extraordinaria para comprender el pensamiento cultural de Carpentier. Formula aquí una contraposición nítida entre creación viviente y tradición muerta. Esta última expresión es esencial: implica, desde el punto de vista de la formulación lógica, que hay tradiciones vivas. Como se verá más adelante en este estudio, Carpentier otorgó una importancia sistemática al problema de la tradición cultural. En esta crónica todavía temprana, aborda el tema desde una posición precursora, la de que existe una tradición dinámica, viviente, relacionada directamente con el presente y no necesariamente con el pasado. La noción de tradición como una herencia proveniente en todo del pasado ha resultado un peso muerto a lo largo de siglos en el pensamiento sobre la cultura. No es casual que la tradicionología —como disciplina específica en el campo de las ciencias de la cultura— sea uno de los campos especializados más recientes. Carpentier, sin una formulación estrictamente científica, percibe en esa década del cuarenta que lo que él llama la cultura viviente establece con el pasado una relación distinta a la que se suele suponer, de modo que la tradición cultural no consiste en objetos almacenados en espacios de museo, ni patrones inalterables, ni es posible entenderlos como patrones esquemáticos fijos. Sobre esto escribió, muchas décadas más tarde de esa crónica carpenteriana, una de las más brillantes personalidades en el terreno de la estética musical, Zofia Lissa, quien ha dejado sentado que, en efecto, las verdaderas tradiciones son vivientes y no entidades congeladas, y están inmersas en el dinámico proceso de la vida cultural de las naciones:
Las tradiciones en el arte —en particular nos interesa aquí la música— a) sufren cambios en los procesos históricos; cambia lo que una sociedad dada toma para sí como tradiciones de las reservas de la cultura hallada a su llegada; b) crecen a medida que se depositan en estratos las nuevas conquistas de la cultura dada; c) pueden funcionar de manera distinta en diferentes etapas de la historia de esa misma sociedad; d) pueden cruzarse con la influencia de tradiciones extranjeras, o sea, modificarse y expandirse en los marcos de la cultura nacional dada; e) en diferentes períodos pueden ser valoradas como positivas o negativas, en dependencia del sistema de referencia más general desde el que son evaluadas; f) pueden concernir no solo a la propia creación, sino también a otros elementos de la cultura artística —de la musical, en nuestro caso—, por ejemplo, el tipo de recepción, las actitudes receptivas; g) pueden sufrir la influencia de las tradiciones religiosas, de costumbres, de la lengua, y otras semejantes; h) y, por último, pueden crecer de modo continuo, en los períodos de mayor estabilización cultural, y de modo discontinuo, interrumpido, en las fases de la historia en que esta misma transcurre tempestuosamente; […] La tradición es, pues, una red de variados residuos del pasado, espesamente tejida tanto en su estratificación temporal como en el sistema cualitativo, de muy diversa génesis, y que se renueva con cada generación. Cada época histórica reinterpreta para su propio uso los elementos hallados a su llegada, para transformarlos y, sobre la base de ellos, hacer su aporte a la totalidad del arte dado, aporte que, a su vez, devendrá él mismo una tradición para los tiempos futuros, al constituir una aleación de elementos heterogéneos y sufrir una ulterior reinterpretación. 21
Su escepticismo en cuanto a una posible comprensión europea de la cultura americana no le impide reconocer cuando, por excepción, alguien del Viejo Continente es capaz de percibir la realidad americana:
Fue por el año 1937, cuando un libro de Soustelle, titulado México, tierra india, me cayó entre las manos. Yo confieso que por aquel entonces había perdido toda fe en la capacidad de comprensión de los europeos tocante a Nuestra América; había leído tantos libros en que viajeros del tipo de Morand, hacían galas de frivolidad disfrazada de interés, yendo a excitar la mordacidad de su “espíritu superior” en el contacto de cosas bastante más respetables y dramáticas que sus frases fáciles, que me bastaba tropezarme con “viajes a América” escritos por parisienes para no leerlos. Sin embargo, el libro de Soustelle me tentó.
¡En buena hora! Desde el capítulo inicial, en que se narraba una fiesta patriótica en Veracruz, sonaban acentos de una ternura, de una comprensión, de una inteligencia, a que no estaba acostumbrado.
Soustelle amaba a América y la sentía. Nada nuestro le parecía ingenuo ni primario, y sabía hallar la grandeza dondequiera que la hallara. 22
La cuestión de la tradición cultural es focalizada por él en los primeros momentos de su regreso a La Habana. El 21 de noviembre de 1941 escribe en Carteles:
¡Ah! ¡Pero es que deben respetarse las tradiciones! Y mientras usted no ingresa en la tradición, es decir, mientras su obra no se sitúa en el pasado, le harán una guerra sin cuartel. ¡Tal es la tradición! Frente a esto se alza una civilización emancipada de las tradiciones, como lo es la americana. Ahí —¡cada cual a lo suyo!— el público no se cree superior al creador. Va a las exposiciones, a los conciertos, a las conferencias, para enterarse, para tratar de comprender. Lleva en sí una absoluta buena fe, unida a una curiosidad sin límites. Las manifestaciones más avanzadas del arte son acogidas sin dificultad. Ni Stravinsky, ni Debussy, ni Ravel, ni Milhaud, han sido silbados en los conciertos americanos. 23
Dos días más tarde insiste en el tópico de la tradición como lastre del pasado. Es, desde luego, la música el terreno en el cual considera ahora el problema mismo de la tradición: “Solo firmas americanas se han atrevido a grabar en disco obras de Scriabin (Prometeo), de Schönberg, de Zoltán Kodály, de Bruckner, que nunca figuraron en las discografías europeas. (¡Hay mercado, luego hay cultura!)”. 24 Y agrega:
Pero es que en América nadie tiene miedo a la cultura viviente. El público no vive cegado por las tradiciones. No se rinde culto a los cadáveres de los sabios, de los astrónomos, de los investigadores, como en Europa, donde tienen que trabajar sin aparatos, y sin laboratorios, a sabiendas de que el Estado gastará más dinero en sus exequias y erección de mausoleo de lo que habría sido necesario para asegurarles una vida decente. 25
La tradición cultural, en este momento de la evolución carpenteriana, es mucho más que un mero tema. Se trata de un punto de contrastación entre la cultura europea y la americana:
Nuestro continente entero se caracteriza por una fe ilimitada en sí mismo. Sabemos que muy poco hemos hecho aún y que todo está por hacer. Sabemos que no hay esfuerzo estéril en nuestras tierras vírgenes, y que toda labor —en el sector que sea— es necesaria. Donde no hay cultura, hay que crearla. Donde no hay ciudades, hay que edificarlas. Donde hay tierra inculta, hay que arar. 26
Todo este período de formación, pues, orienta poco a poco a Carpentier hacia cuestiones que, abocetadas en su periodismo juvenil, habrían de adensarse ya avanzada la década del cuarenta. Se trata de tópicos capitales en su pensamiento cultural, tales como la importancia del folclor en América Latina, los sustratos de tradición —europea, amerindia, africana— en la cultura de estas tierras; la relación entre Europa y América, la crisis cultural de la primera y la necesidad de dinamizar la identidad propia de la segunda. Todo ello se presenta esparcido a lo largo de sus crónicas para Carteles, Social, Tiempo Nuevo y también, en plena década del cuarenta, para otras publicaciones periódicas como Conservatorio, Gaceta del Caribe y Orígenes. 27
1 Alejo Carpentier: El ocaso de Europa. Ed. ICAIC-Fundación Alejo Carpentier. La Habana, 2014, p. 143.
2 ibídem pp. 133-134.
3 ibídem, p. 129.
4 ibídem, p. 130.
5 ibídem, p. 53.
6 ibídem, p. 63.
7 ibídem, p. 68.
8 ibídem, pp. 68-69.
9 ibídem, p. 73.
10 ibídem, pp. 75-76.
11 ibídem, pp. 76-77.
12 ibídem, pp. 77-78.
13 ibídem, p. 78.
14 ———-: Letra y Solfa 1. Cine. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1989, p.68.
15 ———-: El ocaso de Europa. Ed. ICAIC-Fundación Alejo Carpentier. La Habana, 2014, pp. 13-14.
16 ibídem, p. 17.
17 ibídem, pp. 18-19.
18 ibídem, pp. 19-20.
19 ibídem, p. 21.
20 ibídem, pp. 23-24.
21 Zofia Lissa: “Prolegómenos a una teoría de la tradición en la música”, en: Criterios. La Habana. Tercera época. Nos. 13-20, enero1985-diciembre 1986, p. 224.
22 Alejo Carpentier: El ocaso de Europa. Ed. ICAIC-Fundación Alejo Carpentier. La Habana, 2014, p. 126.
23 ibídem, p. 25.
24 ibídem, p. 27.
25 ibídem, p. 27.
26 ibídem, p. 28.
27 Cfr. Araceli García-Carranza: Biobibliografía de Alejo Carpentier. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1984, p. 20.
Editado por: Maytée García
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