El punto de vista —ampliamente culturológico— de su investigación sobre la historia de la música insular en La música en Cuba obliga a Carpentier a desbordar los límites estrictos del país para evaluar una transculturación proveniente a la vez de Francia y de Haití. Su experiencia personal de este último país le permite analizar los nexos culturales entre las islas contiguas atendiendo a fenómenos específicos de la antigua colonia francesa. Un aspecto de especial interés es su constatación de ciertos rasgos específicos de esta en relación con su metrópoli, pues Carpentier valora el proceso de transculturación desde el propio proceso de mezcla de culturas efectuado internamente en Haití. 30 Desde ese cuadro general, el ensayista se ocupa de una serie de aportaciones específicas de los “negros franceses” a la música cubana, como el cinquillo, grupo musical de figuras que toma una duración diferente —cuatro o seis figuras de la misma especie—, que Carpentier considera fundamental para la música folclórica afrocubana en la isla. Hay que señalar —más allá de sus consideraciones eruditas sobre lo que traen los — que uno de los aspectos principales de este gran ensayo carpenteriano radica en su indagación, en tono mayor, de la contribución africana a nuestra cultura. Esa disposición deriva de esa integración creativa de influencias ya antes mencionada, pero que resulta conveniente subrayar: sus vínculos juveniles con la antropología cultural impulsada en Cuba por Fernando Ortiz, primero, y luego su constatación del impacto realizado sobre las vanguardias y la posvanguardia por un arte africano que, más que la colonización europea, había sido revelado a la Europa del siglo XX por el fuerte empuje de los estudios antropológicos.
La música en Cuba pone de manifiesto —más allá de su brillante trazado histórico de un arte fundamental para la isla— nada menos que la necesidad de estudiar orgánicamente nuestra cultura de modo que sus diversas expresiones se revelen en su interacción profunda. Tanto como la historia de la música insular le interesa al ensayista la gestación misma de la cultura cubana. De aquí su interés por Manuel Saumell, y la atención particular que dedica Carpentier a su ópera Antonelli, cuyo argumento estaba enraizado no solo en la historia del país, sino también en su ambiente cultural. El ensayista es categórico en su valoración de esta ópera de 1839: “Cuando se piensa que Saumell fue el padre de la tendencia nacionalista en la música cubana, esta historia de una ópera frustrada resulta sumamente interesante. Su intento no tenía precedentes en todo el continente americano”.31 Es igualmente revelador que el investigador afirme que fue Saumell y no Faílde el precursor del danzón que habría de convertirse en una de las danzas populares cubanas más características. Carpentier, al cerrar sus consideraciones sobre el compositor de Los ojos de Pepa, vuelve a empuñar la noción de ambiente cultural, subyacente tanto a mucho de la producción de los historiadores de Annales como a la etnomusicología preconizada por Curt Sahs y Erich von Hornbostel:
Manuel Saumell murió el 14 de agosto de 1870. Su obra fue la de un petit-maître, pero significa mucho dentro de la historia de los nacionalismos musicales de nuestro continente. Llena de hallazgos, esa obra trazó por primera vez el perfil exacto de lo criollo, creando un «clima» peculiar, una atmófera melódica, armónica, rítmica, que habría de perdurar en la producción de sus continuadores […]. Gracias a él se fijaron y pulieron los elementos constitutivos de una «cubanidad», que estaban dispersos en el ambiente y no salían de las casas de baile, para integrar un «hecho musical» lleno de implicaciones. Con la labor de deslinde realizada por Saumell, lo popular comenzó a alimentar una especulación musical consciente. Se pasaba del mero instinto rítmico a la conciencia de un estilo. Había nacido la idea del nacionalismo.32
Tenía razón Carpentier: en el momento en que Saumell muere (1870) ciertamente ya había nacido la cultura cubana y su autoconciencia histórica. La música en Cuba contribuye, también en este sentido, a comprobar tangiblemente la idea —no siempre orgánicamente fundamentada— de que la nación cubana se fraguó en la primera mitad del s. XIX. Hay insistir en el sentido crítico sistemático que recorre todo el libro. Si bien su valoración de Saumell y otras referentes al nacionalismo musical son muy positivas, esta actitud del investigador está enmarcada por un permanente sentido histórico-crítico. Ya hacia el final del libro Carpentier lo deja terminantemente establecido en una declaración que rebase el escenario estrictamente cubano para proyectarse en el ámbito mayor de la cultura latinoamericana:
Claro está que el nacionalismo nunca ha sido una solución definitiva. La producción musical culta de un país no puede desarrollarse, exclusivamente, en función de un folklore. Es un mero tránsito. Pero tránsito lo bastante inevitable para haberse hecho necesario a todas las escuelas musicales de Europa. Gracias al canto popular —bien lo señaló cierta vez Boris de Schloezer— las escuelas del Viejo Continente adquirieron su acento propio. Rodeado de expresiones populares en continuo proceso de creación —no de un folklore agonizante como el de Francia, por ejemplo, donde el campesino canta los últimos éxitos de Maurice Chevalier—, el compositor latinoamericano comienza por trabajar con lo que encuentra al alcance de su mano, en busca de las características que, de hecho, le pertenecen.33
Todo el libro está marcado por dos categorías culturológicas fundamentales: el folclor y la tradición.34 En cuanto a esta última, este ensayo revela cómo su autor estaba perfectamente consciente no solo de que la tradición entraña una selección realizada sobre valores del pasado, pero desde los intereses del presente, sino también de que la tradición, por ese carácter activo y actual, es susceptible de equivocaciones graves. Y esto lo conduce a una declaración de convicciones teóricas como la siguiente: “Una tradición musical no solo vive de aciertos; también se alimenta de errores. Tan escuela es el ejemplo de lo que debe hacerse, como el modelo que engendra ideas nuevas”.35 Solo quien haya leído las apasionadas crónicas carpenterianas sobre el eminante compositor brasileño Heitor Villalobos podrá comprender el sentido trascendente de las siguientes afirmaciones de Carpentier sobre Ignacio Cervantes:
[…] Cervantes trabaja con ideas propias, que nada deben al campo ni a la ciudad. Es muy interesante señalar, por lo tanto, que Cervantes se planteaba la cuestión del acento nacional como problema que solo podía resolver la sensibilidad peculiar del músico. Su cubanidad era interior. No se debía a una estilización de lo recibido; a una especulación sobre lo ya existente en el medio. Fue, pues, uno de los primeros músicos de América en ver el nacionalismo como resultante de la idiosincrasia, coincidiendo este concepto con los que más tarde expondría un Villa-Lobos. De ahí que Cervantes pueda ser considerado como un extraordinario precursor. Sin haber conocido la «etapa folclórica», en que el músico colecciona cantos populares en un cuaderno de bolsillo, había rebasado esa crisis necesaria, considerando la cuestión del modo más actual.36La percepción carpenteriana de la cultura cubana —tanto en lo musical como en su espacio más general, al que apunta una vez y otra La música en Cuba— tiene un carácter orgánico y ello le permite constatar la recurrencia de determinadas actitudes básicas en la creación y la indagación de lo cubano esencial. Esta postura de Carpentier difiere en lo esencial de la imagen estrictamente sensible, hermosa, pero no siempre objetivamente sustentada, del otro gran proyecto de indagación de la idiosincrasia nacional a partir de una forma particular de arte; me refiero a ese libro fundamental, Lo cubano en la poesía, de Cintio Vitier. La coincidencia de ambos en la aspiración de trazar un cuadro general de la cultura cubana desde un modo específico de creación artística no ha sido hasta el momento advertida —ello como resultado de la ausencia, en la crítica cubana, de una cabal perspectiva culturológica—, pero lo cierto es que su concordancia es mucho más importante que sus diferencias epistemológicas. En efecto, Carpentier parte de una perceptible formación —siquiera a partir de lecturas e intereses personales— por la antropología en desarrollo en su época, en particular de base etnológica, etnomusical, historiográfica e incluso tímidamente semiótico; en cambio Cintio está más cerca del neoherderianismo suscitado por los ensayos de T. S. Eliot. Estas cuestiones, en última instancia, son menos importantes que el hecho esencial de su orientación común —en concordancia de fines también con Fernando Ortiz y con Lezama— hacia la indagación de los perfiles esenciales para una historia de la cultura cubana.
Carpentier, como he tratado de subrayar, abarca mucho más que la música en su ensayo. En un momento dado se preocupa específicamente —como lo haría cualquier semiólogo— en los nombres de las composiciones musicales —cómo se nombran las cosas es un interés común para Carpentier y los poetas centrales del grupo Orígenes—, para de allí deducir que “Desde 1850, los títulos alusivos a negros y cosas de negros salen de su feudo de guarachas, para pasar a la contradanza“.37 Y esto lo lleva a evaluar que el s. XIX no pudo hacer más de lo que hizo en cuanto a la transculturación musical debido al estado mismo de la reflexión sobre la cultura insular en sus procesos más profundos. Véase una fascinante cuanto reveladora afirmación, típica de un intelectual que se ha formado —bien que irregularmente, por avidez de lector más que de discípulo enterado— en consonancia con los intereses de tendencias confluyentes como la antropología, la historiografía de Annales y la semiología:
No se tiene todavía una idea muy clara de lo que puede ser la «melodía africana». Y ello, por una razón poderosa: solo un estudio detenido del folklore negro de Cuba, realizado con método, lograría definir exactamente sus distintas raíces y procedencia, así como el grado de conservación y edulcoración de los cantos originales.
Nadie, en el siglo XIX, se preocupó nunca por diferenciar un himno lucumí de una invocación ñáñiga. Tampoco se prestaba gran interés a las supervivencias de ritos ancestrales. Se iba a lo que más directamente podía conocerse en la calle y agarrarse al paso en un día de Reyes. Negros eran todos, aunque fueran yorubas, carabalíes, fulas, minas, congos o mandingas. El 6 de enero se mezclaban. Tocaban tambores, agitaban sonajas, entrechocaban las claves. De ello se sacaba un «aire general», una impresión de conjunto, que pasaba luego a la escena o al baile, de modo esquemático y superficial. No hemos de buscar en las primeras manifestaciones de «afrocubanismo» musical las lentas y profundas melodías coreadas en el seno de los cabildos lucumíes, en la noble «despedida al sol» que cierra los plantes de potencias ñáñigas. En esta fase, la contradanza toma al negro lo más epidérmico: la obsesionante repetición de una frase, ritmando el paso de una comparsa; el tema breve y bien marcado, que vuelve y revuelve hasta la saciedad, creando una euforia física en los que avanzan a su compás. No por mera coincidencia, casi todas las contradanzas nuevas que aluden a lo negro en este período tienen aire de marcha. 38
De esta meditación se deriva una idea implícita, pero esencial: Carpentier intuye que la cultura no depende solo de las diversas creaciones artísticas, sino también de la reflexión conceptual sobre ella misma. Y ello implicaba también una comprensión científica, vale decir, antropológica, del folclor. Es desde una perspectiva etnomusical que Alejo escribe, refiriéndose a los comienzos del s. XX:
El conocimiento del folklore planteaba problemas que iban mucho más allá de una correcta interpretación de aires y de ritmos. La contradanza y la danza eran ya modelos académicos, que la música cubana había dejado tras de sí, como una serpiente en muda pierde sus viejas pieles. Solo era posible volver a ellas con una óptica que nadie podía tener todavía en América, a principios de siglo.39
Solo habrá, pues, una transculturación más profunda, una cabal integración, cuando la cultura cubana pueda explicar su propia dinámica y sus peculiares componentes. Y esto resulta tanto más verdadero cuanto percibe que “la tradición que acompañó la música cubana en su período de formación está muy lejos de haberse alejado de ella”.40 Es en este sentido que se pronuncia en su ensayo “Los problemas del compositor latinoamericano”, publicado el 17 de marzo de 1946 en El Nacional de Caracas que el compositor de nuestras tierras ha comprendido “que el folklore no estaba allí para ser vestido con traje de arlequín cubista, sino para hallar hondas repercusiones en su propia sensibilidad, y ofrecerle, en días de angustia creadora, milagrosas lecciones de sencillez y de sabiduría colectiva”. 41 Y ese ensayo concluye con una verdadera declaración de principios a la vez sobre música latinoamericana y su encuadre mayor en la cultura del subcontinente:
Cuando el latinoamericano engola la voz, pierde la línea. Y la línea, el sentido de la línea, la presencia de la línea —melódicamente hablando—, resultan inseparables de las creaciones musicales de nuestro mundo nuevo —desde las que se derivan del romance, hasta las que se tiñeron de indio y de negro, para mayor enriquecimiento de nuestros acentos y giros nacionales.42
Su agudísima sensibilidad musical le permite transitar con plena objetividad por una serie de aspectos de la música nacional —por ejemplo, por la multiplicidad de la rumba—, pero esa misma capacidad de percibir y valorar objetivamente lo capacita para comprender que —como en toda cultura— existen también zonas de imprecisión, y por eso —sin la torpe incomodidad de un investigador marcado por el positivismo o en positivismo en cualquiera de los colores de esta postura se disfrazara durante el siglo XX— puede declarar con soltura que el son “más que un género, es una atmósfera”,43 en lo que no tan sorprendentemente parece acercarse a la entonación fundamental de Lo cubano a la poesía: es que, sin mengua de su fuerte perspectiva antropológica, Carpentier sabe muy bien que la cultura no consiste solo en códigos y reglas, sino también en comunicación y expresión vivientes y, por ende, por momento difusas, evanescentes y vivaces. Esa misma sensibilidad le permite asomarse con eficacia a un teatro bufo cubano que en la década del setenta del s. XX cubano casi resulta satanizado por una supuesta lejanía de una crítica social “correcta” y panfletaria, la cual solo desprejuiciados estudios actuales ha venido a revelar como dogmatismo y ramplonería politiquera.
La penetración del crítico le permitió ver uno de los difíciles cuanto complejos frutos culturales que produjo la Guerra del 95:
Al instaurarse la República, se produjo en Cuba un fenómeno que ya había podido observarse en otros países del continente: la adquisición de la nacionalidad se acompañó de una momentánea subestimación de los valores nacionales. El país nuevo aspiraba a recibir las grandes corrientes de la cultura, poniéndose al día. Por un lógico proceso evolutivo, toda independencia lograda viene unida al deseo de aplicar nuevos métodos, de estar up-to-date, de barrer con todo lo que pueda parecer un lastre de provincianismo o de coloniaje.44
Alejo constataba una realidad, pero no deja de evaluarla. Más adelante agregaría ominosamente:
[…] a pesar de ser absolutamente necesario para el desarrollo de una cultura, este ponerse al día resultaba un arma de dos filos. Ante la presencia de ejemplos resplandecientes, inesperados, singulares, sobrecogido por la impresión, el artista tendía al cosmopolitismo, tratando de alcanza la gran cultura de su tiempo por proceso de imitación.45Por otra parte, los comienzos de la República no solo trajeron esa peligrosa atracción por el cosmopolitismo —que se percibe, gráficamente, en Social—, sino también significó un incremento en la distancia que algunos quisieron poner entre la cultura oficial del país y sus componentes africanos. Esto generó, en ciertos círculos influyentes, una mentalidad que Carpentier denuncia críticamente en uno de los capítulos más apasionados de su ensayo: “La repugnancia de Sánchez de Fuentes a admitir la presencia de los ritmos negroides en la música cubana, se explica como reflejo de un estado de ánimo muy generalizado en los primeros años de la República”.46 Recuérdese además que hubo situaciones políticas que derivaron de esa atmosfera sicosocial: la “guerrita” de 1912 da buena muestra de ella, mientras que, como el propio Carpentier recuerda, “En 1912 se prohibieron las comparsas tradicionales”.47 Y el ensayista no deja de señalar una cuestión capital: “La politiquería de los primeros años de la República, que nada hacía por mejorar la cultura y la condición social del negro, favorecía sus vicios cuando para algo podían serle útiles”. 48 Alejo tiene conciencia de que esta situación se agravaba por el hecho de que la transculturación en Cuba no había sido ni homogénea ni constreñida a un mismo tiempo cronológico: por eso encuentra lugar en su ensayo para recordar que las distintas oleadas de esclavos arrancados a África debieron experimentar la transculturación de modos diversos, sin contar el factor, no siempre recordado como se hace en La música en Cuba, de las diferencias tangibles entre la transculturación experimentada por los libertos, por los esclavos domésticos y por los esclavos de plantación. 49 Más adelante añade una consideración de gran calado culturológico:
De ahí que el grado de conservación o edulcoración de tradiciones africanas sea muy variable, aún hoy, entre los negros de Cuba […]. Esos mismos bailes son letra muerta, tradición ignorada, para el estudiante negro de universidades, y aun para el músico mulato de una orquesta de swing habanera. Al haber quedado roto el cordón umbilical de la trata, el negro cubano perdió contacto con el África, conservando un recuerdo cada vez más difuminado de sus tradiciones ancestrales. Cuando se autorizaron nuevamente las comparsas negras, hace unos diez años, estas no tenían ya la misma fuerza; ganaron en espectáculo y en lujo teatral, en adquisición de nuevos instrumentos musicales, lo que habían perdido en autenticidad.50
Este tipo de reflexiones permiten, también, inscribir La música en Cuba en la zona de intereses de lo que hoy se puede denominar como estudios poscoloniales, sujetos a polémicas diversas, pero sobre los cuales ha apuntado con razón Walter Mignolo:
A pesar de todas las dificultades que este término implica, soy de la opinión de que no debemos perder de vista el hecho de que lo postcolonial revela un cambio radical epistemo-hermenéutico en la producción teórica e intelectual. No es tanto la condición histórica postcolonial la que debe atraer nuestra atención, sino los loci de enunciación de lo postcolonial. 51
La música en Cuba, como he tratado insistentemente de apuntar aquí, es mucho más que una investigación sobre el desarrollo histórico de ese arte en la isla: no puedo insistir bastante en que rebasa esa aspiración declarada, y se convierte en un brillante texto sobre la cultura cubana en su sentido más orgánico y en sus elementos diferenciadores y específicos. Es fascinante comprobar la concordancia de este gran libro carpenteriano con una idea fundamental de Herder, como ya se ha subrayado pionero y fundador cabal de la consideración filosófica moderna de la cultura:
Lástima grande que los más de los exploradores, cegados por un gusto demasiado amanerado, nos priven de estas melodías infantiles de pueblos remotos. Por inútiles que puedan resultar para nuestros compositores, serían instructivas en grado sumo para el antropólogo, porque la música de una nación, también en sus formas más primitivas y sus melodías predilectas populares, descubre su íntimo carácter, es decir, la entonación según la cual está templado su órgano perceptivo, más profunda y verídicamente que lo que la descripción más extensa lograría hacer jamás.52
Carpentier en este ensayo cenital —hay que volver sobre ello— apunta hacia una comprensión de ese íntimo carácter —para decirlo con frase de Herder— de la nación cubana.
Los estudios sobre Carpentier apenas comienzan a indagar en las consecuencias que para su labor creativa tuvo su densa formación, en particular en lo que se refiere a su interés profesional por la música, a pesar de qué él mismo insistía en 1966 en una cuestión que se ha venido subrayando en el presente estudio “[…] mi formación fue más musical que literaria”.53 Su pasión por la música no resultó un violín de Ingres, sino una faceta de su voluntad creadora que habría de marcar, con fuerza, su pensamiento sobre la cultura, y le sirvió de base para avizorar con precursora agudeza la importancia de la tradición en tanto motor impulsor del dinamismo de la creación a nivel individual y social. Su vocación por los estudios musicales no fue, pues, un desvío: la perspectiva musicológica lo ayudó a percibir con claridad que el folclorismo que había marcado buena parte de la producción artística latinoamericana en la primera mitad del siglo XX, se había fosilizado dentro de los esquemas de la actitud del Romanticismo frente la tradición popular—, se había convertido en un callejón sin salida, donde la creación —y lo que es peor aún, la cultura del continente— podían quedar acorraladas. Por eso en una conferencia —“Sobre la música cubana”— decía con extrema lucidez:
Hay intentos en ciertos países, por ejemplo en Argentina, de hacer revivir un folklore que no es el del tango, sino un folklore como el de la chacarera, la vidalita, el triste y una cantidad de cosas, pero en realidad esas cosas no las baila ni las canta nadie. Las recuerda alguna viejita oculta en un pueblo, etcétera. No son músicas vivas, no son músicas en acción, no son folklores palpitantes, folklores que se nutren de la actualidad, de lo que pasa, que están en evolución.54
Ese comentario pone de manifiesto la seriedad de su consideración del folclor. En efecto, no puede hablarse de folclor cuando una manifestación cultural ha dejado de ser viva y funcional en el marco de una cultura. En el México contemporáneo, el sistema educacional estatal y federal, desde la escuela primaria hasta la preparatoria, incluye como asignatura obligatoria el estudio de las danzas folclóricas regionales y nacionales. Todos aprenden, pues, a bailarlas… pero nadie las baila en una ocasión social, salvo en festivales o funciones de grupos de bailarines folclóricos aficionados o profesionales. El tango, en cambio, todavía —aunque no, desde luego, como en sus años de esplendor— sigue siendo un baile que se ejecuta con frecuencia en ocasiones sociales privadas. Carpentier sabe de esa fosilización del folclor y establece un contraste:
Si nosotros tomamos el jazz, nos encontramos que desde la aparición del jazz en Nueva Orléans, en ciudades como San Luis, desde la aparición del blues sobre los años 1909, 1910, 1911, 1912, el jazz está en perpetua evolución, de año en año cambia, se enriquece, cambia de instrumentaciones, cambia de armonía, se roba los procedimientos técnicos útiles, perfecciona el instrumental, lo modifica. Es un folklore surgido de las ciudades, no de los campos, es un folklore vivo.55
Su perspectiva de musicólogo no resultó un desvío de su vocación de escritor, sino que le permitió distinguir también en otras esferas del arte y la cultura entre lo estrictamente local y la proyección dinámica que un gran artista—como Heitor Villa-Lobos 56— podía alcanzar al concebir el sustrato del arte más popular tradicional como un camino para alcanzar una forma artística no solo latinoamericana sino, cabalmente eficaz en su alto sentido estético. Por esta vía supo percibir con antelación el carácter hondamente selectivo con que el artista de América debía, a su juicio, asomarse al pasado cultural: “Hay que aquilatar el justo contenido de las tradiciones, elegir los elementos folclóricos más ricos en recursos, desechar prejuicios, crear una técnica apropiada”. 57
De aquí la vigencia fundamental de La música en Cuba, libro que no ha tenido continuación ni eco suficiente en nuestra vida académica. Las décadas del cuarenta y el cincuenta en el país, por falta de organicidad científica y de suficiente público especializado, lo ignoraron, a pesar del prestigio otorgado por la edición mexicana. Después de 1959, el repliegue producido en la década del setenta no solo cerró la puerta a la antropología —por el peso de los modelos académicos soviéticos y otros avatares—, sino que también la falta de comunicación con los aportes de las ciencias humanísticas de Europa occidental dificultaron comprender la densa integración de saberes y la trascendencia del gran ensayo carpenteriano, que incluso, en un momento dado —en la segunda mitad de la década del ochenta— vio su validez específicamente musicológica cuestionada en un determinado espacio universitario especializado en la formación musical. Hasta ese grado de incomprensión y lectura estéril se llegó. Pero La música en Cuba, a pesar de esa recepción enteca y no siempre orgánicamente culta, se mantiene hoy como uno de los documentos que, con la obra de Fernando Ortiz, nos tienden un puente deslumbrante con el pensamiento cultural cubano del s. XIX.
31Ibíd., p. 170.
32 Ibíd., p. 178.
33 ibíd, p. 307.
34 Asimismo cfr. ibíd., pp. 201-202.
35 Cfr. ibíd., p. 179.
36 ibíd., p. 202.
37 ibíd., p. 213.
38 ibíd., p. 214.
39 ibíd., p. 252.
40 ibíd., p. 219.
41 Alejo Carpentier: Ese músico que llevo dentro. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1940, t. III, p. 260.
42 Walter MIgnolo: “Herencias coloniales y teorías postcoloniales”, en: Beatriz González Stephan: Cultura y Tercer Mundo: 1.Cambios en el Saber
43 Académico. Nueva Sociedad, Venezuela, 1996. p. 99.
44 Johann Gottfried von Herder: Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad. Ed. Losada, Buenos Aires, p. 225.
45 Declaración hecha a L´Express, en: Alejo Carpentier: Entrevistas. Compilación de Virgilio López Lemus. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1985, p.38.
46 Alejo Carpentier: Conferencias, ed. cit., pp. 56-57.
47 Ibíd., p. 57.
48 Cfr. los diversos artículos que Carpentier dedicó a valorar la obra de Villa-Lobos e incluso su repercusión en determinados compositores europeos, en particular los reunidos en Ese músico que llevo dentro. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 1980.
49 Alejo Carpentier: “Una fuerza musical de América: Heitor Villa-Lobos” en: Ese músico que llevo dentro. Ed. Letras cubanas. La Habana, 1980, t. 1, p. 52.
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