
Una tarde escuché a Alejo Carpentier decir que parte del oficio de escritor era el de conversar. Un escritor que disfrute el arte de contar a viva voz se entrena para escribir. Taller vivo y compartido.
A los pocos años de esta afirmación tuve el privilegio, por no decir el honor, y con ello herir la modestia de Carpentier, de ser uno de sus más fieles interlocutores, en las oficinas tibias y fraternas de lo que fue la Editorial Nacional a mediados de los años sesenta.
Allí, después de las ocho horas de jornada laboral, traduciendo o editando libros que él proponía y auspiciaba con profundo amor, o en ratos de ocio —los menos—, o simplemente cuando él entraba a nuestra oficina como un relámpago corpulento a soltar una anécdota, podíamos disfrutar la persona ingeniosa, el encuentro sabio y sin fin que fue siempre Alejo Carpentier.
Tomaba sus historias, la de su vida en La Habana de los años veinte y treinta preferiblemente, o la azarosa de París, del París de Tristán Tzara, y las lanzaba sobre nosotros como un mago lanzaría un conejo de su sombrero de copa. Cada anécdota estaba marcada por su vida, en cada una de ellas él era actor vivo.
Ese privilegio solo lo pudo alcanzar en su época quien sentía una devoción tremenda por la vida, por la aventura del conocimiento y por la esencia de las cosas. Un hombre que lo vio todo, o casi todo lo trascendente, del siglo que le tocó vivir. Por esa razón su obra está sellada por esa fantástica fuerza de lo convincente, de lo vivido. Y, ¿quién podía emular con Alejo en aquella gracia, aquel ingenio renacentista insustituible con que narraba sus historias salpicadas de erudición?
Recuerdo particularmente aquella en que nos contaba de la poesía y la vida de Robert Desnos, su gran amigo, y mientras extasiados escuchábamos las proezas del lenguaje que Desnos lograba en sus poemas, como estructuras vivas, como piezas armadas, surgía la historia de la noche en que caminando por el Puente Viejo en París ambos escritores vieron a través del resplandor de la noche a una mujer que iba abruptamente a lanzarse al río Sena. En ese momento, contaba Alejo, Desnos decidido se apresura a sujetarla por un brazo y, ¡ah descubrimiento!, se queda con el brazo en la mano y la pobre mujer se ahoga en el Sena convulso. Pero, ¿cómo el brazo, Alejo? Y él mirándonos con absoluta seriedad remataba: «Es que la infeliz tenía una prótesis de brazo». Uno verdaderamente no sabía si reír o callar. Pero él jamás lo puso en duda. Desnos se quedó con la prótesis como un trofeo surrealista.
A las tres de la tarde el olor a pan caliente de las panaderías cercanas a la Editorial empezaba a meterse por las rendijas de las ventanas. El pan dorado y crujiente era manjar favorito de Alejo. Allá iba uno de nosotros, a veces yo, que en aquel tiempo era el más joven, a buscarlo. Todos devorábamos las flautas recientes y las convoyábamos con té ruso. Aquellas tardes en Manrique y Virtudes fueron un taller para nosotros, los aprendices del maestro sencillo y coloquial.
Ya Alejo hablaba entonces de La consagración de la primavera. También de Concierto barroco, que todavía no se llamaba así. Si mal no recuerdo él lo iba a titular «Los convidados de plata». Las hojas manuscritas de aquellas obras se amontonaban sobre su mesa de trabajo. Todos allí fuimos testigos de cuartillas rotas, desgastadas, de borrones frescos, de tachaduras. Pero solo Lilia podía entrar en aquella selva enmarañada, que quedaba vedada para sus amigos.
Alejo era tan cuidadoso de lo que escribía que hasta no tener la versión final de sus páginas no las mostraba a nadie. De esas páginas por cierto, se ha escrito mucho, aunque no lo bastante, desde luego. Queda mucho que recorrer, muchas confrontaciones de su novelística con su labor de cronista, perfectamente hermanadas la una con la otra. Vida de periodista y vida de escritor en dos niveles asidos al mismo cordón umbilical. Queda mucho por hacer y es labor de los críticos.
Yo quiero recorrer al Alejo entusiasta de todas las revelaciones del día. Al Alejo que vi muchas veces caminar meditativo por las arenas de la popular playa La Concha, solo y como tratando de descifrar el rizo de los caracoles marinos. Al Alejo intachable en sus aseveraciones políticas, en sus decisiones radicales durante los momentos críticos de la Revolución. Al Alejo que jamás pensaba en la derrota, al creador infatigable que cuando no escribía se la pasaba reciclando la información ya caduca. A veces pensaba recordando a Heinrich Mann que la muerte sería para él como algo que le ocurría solo a los demás, porque aquella vitalidad y aquel entusiasmo parecían infinitos. Lo prueba su último día, que se lo pasó trabajando en un artículo sobre Flaubert y José Martí.
La irrupción de Carpentier en el ámbito de la prosa americana es volcánica. Todo lo telúrico de nuestro continente entró por primera vez en el ámbito de la novela. Lo que hizo Neruda con la poesía, rompiendo los cristales de una época, lo logró Alejo con sus obras inaugurales.
En la casa de mi memoria he ido reuniendo algunos recuerdos imborrables. Quizás el más amado sea el de aquel día, allí en la Editorial, en que Alejo me llamó para decirme que había terminado de leer las páginas manuscritas de Biografía de un cimarrón. Le había hecho acotaciones sabias. Eliminó algunos pronombres, el uso excesivo del «yo» y luego me dijo que pensaba que era el complemento de El reino de este mundo. No sin poco pudor, admito, el cumplimiento me hizo salir brincando de aquella oficina. Sentí la satisfacción del reconocimiento, incomparable y única. Me poseía una emoción muy particular que me llenaba de humildad y de amor. Alejo escribió y publicó en Bohemia su artículo sobre el libro a las siguientes semanas. «Un testimonio que se convierte en poema», escribía. Jamás Alejo y yo hablamos de este texto. Ni yo tuve valor para agradecérselo.
La última vez que lo vi, en un Sábado del Libro, su voz sonaba gangosa. Como si aquella garganta se hubiera secado para siempre. Sin embargo, dijo al pueblo allí reunido cosas inolvidables. Nadie pensó que podía morir aquel hombre tan erguido ante el mundo y tan entregado al oficio de crear una luz transparente sobre las tinieblas. Estaba cansado pero no derrotado. Cuando me enteré de la noticia de su muerte sentí un escalofrío terrible. Lo vi de nuevo, con su pan caliente sobre las hojas de papel, bajando las escaleras de la Editorial, arrastrando la r en una de sus maravillosas anécdotas y pensé que Guimarães Rosa cuando escribió que hay muertos que no se mueren, que quedaban encantados, tenía toda la razón del mundo.
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Publicado originalmente en la revista Areíto, vol. VI, no. 23, 1980.
Incluido en el libro Nuevos autógrafos cubanos, de Miguel Barnet, publicado por Ediciones Cubanas en 2019.
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