
Mientras revisaba un espléndido libro sobre el desnudo, The Male Body, verdadera antología del vínculo de la mirada con el cuerpo masculino a lo largo de un siglo y más, hallé, en las páginas finales, una fotografía hecha por Stephen John Phillips en 1996, The Keeper of the Keys, en la que aparece un mulato chino, casi negro, cuyo maquillaje un tanto convencional no hace más que acentuar, empero, su dependencia de un imaginario hermético. Este chino negroide, escenográfico, musculoso, lleno de una clara ambigüedad sexual, muestra en la sombra su acaudalado pudendo y se recuesta indolente sobre una pared de tenue iluminación. El chino exhibe una coleta lacia.
Lector de Severo Sarduy y de sus chinos caligráficos, uno tiende a hacer ligaduras prestigiosas. Y, al pensar en ciertos textos de Alfonso Hernández Catá, o recordarlos en ese estilo que hace de la memoria un sitio para la invención de la verdad, el chino como personaje de pronto ocupa un sitio destacado y hasta prominente en esos textos, a la manera de una obsesión. La foto de Phillips es, ciertamente, un artefacto con sabor a burdel costoso, pero ahí está la trama subterránea de un relato como «Cuatro libras de felicidad», o lo que nos oculta la sinuosa conducta de los personajes en «El gato» o lo que sucede tras el desenlace de «La puerta falsa», o las imágenes inducibles, en el lector, a partir del tratamiento del asunto del sexo en «El drama de la señorita Occidente», donde el chino es más que un chino, pues es un asiático, un ser tipológico, un modo de aceptar y ver el cuerpo, un estilo donde el Oriente lo invade todo.
Podríamos desear, en medio de comprensibles especulaciones, que el mundo asiático en que nos sumerge Hernández Catá tuviese personajes materializados en referencias visuales específicas —como el mulato chino de Phillips, un cuerpo tan fin de siècle—, y sin embargo no es así, aunque ese deseo se legitime en la circularidad o la pertinacia de algunas tentativas literarias. El orientalismo de la modernidad regresa a nosotros tras una larga emulsión: es —entre tantas fórmulas posibles— una pizca de Julián del Casal, algo de La dama de Shanghai en un cine habanero y dos gotas de Yasumasa Morimura.
«Cuatro libras de felicidad» cuenta la accidentada trayectoria de un paquete de opio venido directamente de China en un barco. De mano en mano el paquete quiere y no quiere llegar a quien lo espera con ansiedad. Y, mientras tanto, la historia se desenvuelve casi como esas cadenas de sucesos donde nada parece aquello que parece y donde Hernández Catá logra anticiparse a las atmósferas weird de hoy. Cuando, en ese mismo relato, su autor nos describe el establecimiento asiático en el que se halla el dueño infalible del paquete, con sus objetos y su gente silenciosa, sus olores y su color, accede a una niebla weird que nos hace pensar cómo aquellos chinos, reales o inventados, cargaron con todo (los sueños incluso) y, sin olvidarse de que estaban afincados en La Habana, encontraron la manera de continuar viviendo en la China del secreto y las pasiones del detalle.
En «El gato» tenemos a un misionero occidental muy joven, de veintitantos años, al abrigo de una familia china que cultiva el respeto, la discreción y el silencio, cualidades que a la larga son una misma. El misionero tiene un gato y es servido por una chinita. No sabemos bien qué tremenda combinación —de silencio más gato más chinita— obra para enloquecer de deseo al misionero, pero el caso es que este se suicida. Releído el cuento, apenas una pieza más entre las muchísimas que escribió Hernández Catá, no es ocioso reparar en la combinación referida, que al fin y al cabo deviene una eficacia del estilo —un asunto del rendimiento de la prosa del autor—, cuando el estilo acaba por ser no solo una adjetivación feroz en una sintaxis aplazadora, sino además la reunión meritoria de varios —referentes distintivos—.
Siempre he pensado que la erótica de este importante narrador cubano —proveniente de los textos de Baudelaire, del decadentismo francés, del modernismo hispanoamericano y de los comienzos del cine negro— consigue ocultar y al mismo tiempo brindarnos una alta concentración de imagen y sentido en el más corto plazo. Por ejemplo, no sabemos qué pasó entre la chinita sirvienta y el misionero blanco, pero podemos imaginar la dolorosa estupefacción cotidiana del joven religioso, acrecida hasta el tormento, y la muerte como consecuencia de una rara culpabilidad. Entramos, pues, en el territorio de su sensibilidad deseosa, sus sueños, su ansia y, acaso, en la comprensión de un poder muy simple (el suyo en tanto misionero que accede a someterse a la hospitalidad del otro, de los otros) y del que habría podido valerse.
Cuando el misionero se da muerte está cortando de raíz una tentación: el cuerpo de su sirvienta. Lucy, la inglesa tormentosa y rara de «La puerta falsa», se ofrece, por el contrario, a la tentación. Pero no a una tentación concreta, sino al peligro de una tentación abstracta, una expectativa informe, hecha de suposiciones y de vislumbres. El personaje que nos cuenta la historia de su desaparición persigue a Lucy, tal vez a su imagen o a la huella que deja en las calles de Londres, y comprende que el fantasma a cuyo encuentro quiere ir ha desaparecido primero en el barrio judío de esa ciudad, y después, para siempre, en el barrio chino. Hernández Catá se las arregla para que creamos en esa ilusión que es desvanecer poco a poco a un personaje, esa mujer que en las primeras páginas del relato se nos había mostrado con un vigoroso claroscuro. Se trata de un escritor que obra, diríamos, con una responsable lealtad ante el lector.
El mulato chino de S. J. Phillips tiene las llaves casi como quien controla el modo de entrar al placer o al horror supremos. Su cuerpo es un ajiaco que se ofrece: piel negra, ojos asiáticos, coleta incongruente e internacional, fisiculturismo medium y mirada sexualizante. Es un versátil cuerpo-escritura. Lucy, de quien sabemos que renuncia poco a poco a comunicarse, a emplear el lenguaje, es un ser que sueña. Su mutismo es anhelo de lo otro y desprecio de lo mismo. La centralidad cultural a que pertenece le resulta incómoda, como ese club británico que sirve de punto de partida a la narración. Y entonces viaja a la periferia de una gran ciudad en una aventura sin regreso, buscando, precisamente, librarse de su identidad. Ambas figuras, esta de una mujer en los años veinte y aquella de un emblema visual en los noventa, ¿acaso no podrían topar una con la otra en el espacio de nuestra imaginación?
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Tomado del libro Inquisiciones publicado en la colección Con voz propia de la editorial Cubaliteraria en 2019.
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