Sobre el autor
Alfonso Reyes Ochoa (Monterrey, Nuevo León, 17 de mayo de 1889 — Ciudad de México, 27 de diciembre de 1959), conocido como Alfonso Reyes, fue un poeta, ensayista, narrador, diplomático y pensador mexicano. Una de las figuras cimeras de la literatura en lengua española, Reyes se vinculó a los más importantes intelectuales de Hispanoamérica a lo largo de la primera mitad del siglo XX como Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Ramón Menéndez Pidal, Victoria Ocampo, Leopoldo Lugones y Gabriela Mistral, entre muchos otros. Roberto Fernández Retamar lo consideraba uno de sus maestros. Y Jorge Luis Borges dijo de él que era «el mejor prosista del idioma español de cualquier época». A continuación, compartimos uno de sus sustanciosos ensayos sobre el arte de la poesía.
Fragmentos de su obra
Jacob o idea de la poesía
Y quedó Jacob solo;
luchó con él un varón hasta que el alba subía…
«Has peleado con Dios y con los hombres,
y has vencido.»
Génesis, XXXIII, 24 28.
Hoy en día, vamos cabalgando una crisis que, sumariamente, se ha dado en calificar de lucha por la libertad artística. Por cuanto atañe a la poesía, de un lado campean los partidarios de la tradición prosódica, como dice Claudel: metros, estrofas, combinaciones simétricas, rimas perfectas e imperfectas, y hasta el académico verso blanco que la rutina venía arrastrando a modo de tronco flotante. De otro lado las mil escuelas y los puñados de francotiradores. Estos van, desde el rigor espiritual más extremo, aunque no aparente en trabas formales, hasta la más desaseada negligencia. Y aun; hay malos instantes en que la obra poética pretende arrogarse las funciones de la escritura mediumnímica o sonambúlica; en que el poema usurpa la categoría de documento psicoanalítico o confesión abierta sobre el chorro, a grito suelto, de las asociaciones verbales, para uso de los curanderos del Subconsciente. Lo cual equivale a tomar el rábano por las hojas, o a plantar flores para obtener criaderos de lodo, puesto que el sentido del arte es el contrario, y va de la subconsciencia a la conciencia.
Algo de confusión se desliza siempre en estas querellas. Las íes andan sin sus puntos correspondientes, que tanto las agracian.
Prescindir de la tradición prosódica es, artísticamente, tan legítimo como obligarse a ella. El arte opera siempre como un juego que se da a sí mismo sus leyes, se pone sus obstáculos, para después irlos venciendo. El candor imagina que, por prescindir de las formas prosódicas, hay ya derecho a prescindir de toda norma. Y al contrario: la provocación de estrofa y rima ayudan al poeta como las andaderas al niño, y el soltar las andaderas significa haber alcanzado el paso adulto, seguro y exacto en su equilibrio; haber conquistado otra ley: la más imperiosa, la más difícil, la que no se ve ni se palpa. El que abandona la tradición prosódica, la cual muchas veces hasta consiente ciertas libertades en cuanto a la estricta línea espiritual del poema, contrae compromisos todavía más severos y camina como por una vereda de aire abierta entre abismos. Va por la cuerda y sin balancín. A sus pies no hay red que lo recoja.
Para que se vea con cuánta finura hay que hilar en esta materia, voy a contar una conversación que hace muchos años escuché en Madrid, sin atribuirle por lo demás mayor trascendencia que la de un mero epigrama literario, ni a sus interlocutores mayor intención que la de una charla sin compromisos:
Gabriel Alomar, en un rapto de impaciencia contra el exceso de preocupaciones formales, comenzó a decir:
—El terceto, cuya única justificación es Dante…
Y Eugenio d’Ors vino a atajarle suavemente:
—Al contrario, querido Alomar: Dante, cuya justificación es el terceto…
En fin, que es legítimo emanciparse de cuanto procedimiento se ha convertido ya en rutina y, en vez de provocar por parte del artista una reacción fecunda, solo es peso muerto y carga inútil, sin más justificación para seguir existiendo que el haber existido antes. Pero que esto en nada afecta a la idea de la libertad, porque el verdadero artista es el que se esclaviza a las más fuertes disciplinas, para dominarlas e ir sacando de la necesidad virtud. «Hacer de tripas corazón» parece que solo significa hacer un magno esfuerzo para afrontar con valor algún peligro; pero también significa y describe exactamente la situación del poeta, cuya función consiste en transformar en nueva y positiva pulsación cuanto le ha sido dado en especie de constreñimiento y estorbo.
El artista llega a la libertad ciertamente; produce libertad (o mejor, liberación) como término de su obra, pero no opera en la libertad; hace corazón con las tripas: es un valiente. Y como en la Edad Media llamaban «cortesía» al gay saber, aquí podemos travesear con otra frase hecha, y declarar una vez más que, también para el caso del poeta, «lo cortés no quita lo valiente». El ser poeta exige coraje para entrar por laberintos y matar monstruos. y mucho más coraje para salir cantando por mitad de la calle sin dar explicaciones, en épocas como la nuestra en que la invasora preocupación política —muy justa en sí misma— hace que la palabra «libertad» solo se entienda en un sentido muy limitado y muy poco libre. Soy un esclavo de mis propias cadenas —dice el poeta, mientras canta haciéndolas sonar. Ahora que, en cuanto es animal político, muy bien puede ser que, al mismo tiempo traiga su puñal de Harmodio envuelto en flores: lo cortés no quita lo valiente.
Lo que al poeta importa es evitar que el espíritu ceda a su declinación natural, a su pureza cósmica, la cual pronto lo llevaría a las vaguedades más nauseabundas y al vacío más insípido. El arte poético no es un juego de espuela y freno parecido a la equitación; sino que es un jugar todavía más sutil porque es un jugar con fuego. Y el fuego entregado a sí mismo, ya se sabe, solo consume. En cambio, el fuego con espuela y freno es motor de civilizaciones. De igual modo, dicen los biólogos, las hormonas retardatarias —los frenos— determinan la homificación del hombre, impidiendo que su cráneo se desboque hasta desarrollarse en el hocico animal. Al poeta no puede serle por eso indiferente el elemento formal: en la religión, el rito; en la idea, la palabra; en el arte la línea; en el alma, el cuerpo. Y los ortodoxos que tiemblen ante esta última proposición —en el alma, el cuerpo— tranquilícense recordando el dogma, muy olvidado, de la resurrección, noción que confiesa la necesidad de una reincorporación de las almas para poder decidir sobre sus destinos ulteriores. El poeta no debe confiarse demasiado en la poesía como estado de alma, y en cambio debe insistir mucho en la poesía como efecto de palabras. La primera se le da de presente: «los dioses se lo otorgan de balde», dice Valéry. Lo segundo tiene que sacarlo de sí mismo. Hasta los perros sien ten la necesidad de aullar a la luna llena, y eso no es poesía. En cambio, Verlaine, hablando de los poetas, confiesa «Nous… qui faisoins des vers émus très froidement.» Al pintor que quería hacer versos en sus ratos de ocio, porque idea no le faltaban, Mallarmé solía reprenderle: «Pero los versos oh, Degas, no se hacen con ideas, sino con palabras». El poeta debe hacer de sus palabras «cuerpos gloriosos». Toda imprecisión es un estado de ánimo anterior a la poética, lo mismo que a la matemática. Porque al fin vamos creyendo que el espíritu de finura y el espíritu de geometría se comunican por mil vasos subterráneos, lo que no soñaba la filosofía del grande Pascal.
Me diréis que el poeta, a veces, y aun las más de las veces, lo que necesita y lo que quiere es expresar emociones imprecisas. Como que la poesía misma nace del afán de sugerir lo que no tiene nombre hecho, puesto que el lenguaje es ante todo un producto de nuestras necesidades prácticas. Convenido; pero aun entonces, y entonces más que nunca, el poeta debe ser preciso en las expresiones de lo impreciso. Nada se puede dejar a la casualidad. El arte es una continua victoria de la conciencia sobre el caos de las realidades exteriores. Lucha con lo inefable: «combate de Jacob con el ángel», lo hemos llamado.
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