En la mañana del 4 de abril de 1927 arribó a la capital cubana Alfonso Reyes, un mexicano de las letras ya con renombre universal.
Tres años de servicio en el extranjero, en funciones de enviado y ministro plenipotenciario de su país, México, en Francia, se habían cumplido y ahora estaba de vuelta al suelo natal. Pero antes se detuvo en Cuba, en La Habana, en escala de pocas horas. El Alfonso Reyes de entones andaba por los 38 años, aunque su obra, en particular la ensayística, así como la de poeta e historiador, era celebrada en todo el mundo de habla hispana. En Cuba eran muchos sus amigos y escribe en su diario:
Desembarcamos en La Habana a primera hora de la mañana… Desde el puerto vienen los fotógrafos de la prensa, los amigos escritores. Saludo a muchos en el curso del día y la noche, a Enrique José Varona entre ellos… A las ocho y treinta de la mañana del siguiente día emprendemos la ruta a Veracruz.
Para Alejo Carpentier, Reyes «fue un maestro de los intelectuales latinoamericanos de principios de siglo; fue quien nos hizo poner los pies sobre la tierra y nos enseñó a aplicar procedimientos a la altura de las más ricas experiencias estéticas».
En opinión de Juan Marinello, «nuestros estudiosos sienten a Reyes como un maestro familiar, como un sabio amable y solícito, como un guiador que transita las vías más dilatadas sin dejar de la mano a los epígonos».
En tanto para Jorge Mañach, el eminente escritor de Sagua la Grande, «jamás dio América hombre de letras más cabal. Para las letras vivió, y casi enteramente de ellas, no solo en el sentido de que todo lo demás —la diplomacia, por ejemplo— de su prestigio literario le vino, sino por cuanto las letras fueron su casi única razón de vivir».
De Cuba recibió varias condecoraciones culturales, entre ellas el título de Doctor Honoris Causa expedido por la Universidad de La Habana y la insignia en grado de comendador de la Orden Nacional Carlos Manuel de Céspedes, que se le entregó en abril de 1953.
Alfonso Reyes escribió abundantemente, ¡y bien! Su poesía y su prosa no temieron transitar por los caminos más polémicos de la creación. Se le consideró un erudito, título que se confiere solo a quien domina y enaltece la cultura con su saber. Abarcó los campos de la filología, escribió cuentos y también crónicas divertidas, pues su talento se expresó en diversos géneros, al estilo de los grandes humanistas del Renacimiento. Mas fue en el ensayo, profundo, bien expuesto, agudo y convincente, donde su prosa alcanzó ribetes de magistralidad.
Vivió 70 años y aunque resulte paradójico, nunca se le confirió el Premio Nobel de Literatura, que tenía más que merecido. Con todo, nadie le discute su influencia enorme en las letras hispanoamericanas de su tiempo y de los posteriores y hoy se le tiene como uno de los escritores clásicos de la lengua, y cuando decimos «clásicos», queremos decir uno de aquellos que conservan incólumes los valores de su obra. Por suerte, en La Habana se le dispensaron los honores propios de su apellido, que en su caso no eran resultado de petulantes linajes heredados, sino del talento de su numen y la calidad de su obra.
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Crónica incluida en el libro La Habana, un buen lugar para escribir de Leonardo Depestre Catony, publicado por Cubaliteraria y disponible para su descarga gratuita.
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