Al azar y a una «barbarie», según sus propias palabras, debió una parte esencial de su vocación por la cultura el dramaturgo Alfonso Sastre. De niño encontró en la calle un ejemplar de la obra de teatro Espectros, de Henrik Ibsen, resultado del asalto a un convento que provocó que varios libros quedaran desparramados en la acera, entre ellos ese que llevó a su casa. La lectura del volumen, junto a las de Salgari, Verne, Dickens, Dumas, Lorca, Galdós, Valle-Inclán o Pirandello, fue fundamental en las inquietudes de un chiquillo —«producto madrileño de la emigración de gentes modestas, y hasta decididamente pobres, que buscaron una apertura para sus vidas en otra parte», tal como cuenta Sastre en unas notas autobiográficas escritas en Murcia durante el mes de noviembre de 1988— que se convertiría en uno de los mayores autores teatrales de la segunda mitad del siglo XX en España, también gran pensador al margen de la corriente principal. Su biografía refleja los sinsabores de la creación cultural en tiempos de una dictadura y el ostracismo durante y después de ella como peaje a pagar por mantener un compromiso con causas incómodas para quien manda.
Eva Sastre Forest, hija de Alfonso Sastre y Eva Forest, no está segura de cuál fue la primera obra de su padre que vio representada pero sí recuerda nítidamente la última. Se trata de ¿Dónde estás, Ulalume, dónde estás?, la reconstrucción de los postreros días del escritor Edgar Allan Poe, estrenada en 2007 en San Sebastián de los Reyes.
[…]Sobre la extensa obra firmada por Alfonso Sastre —más de 60 textos teatrales, también ensayos, novelas, relatos de terror, poesías, guiones de cine y artículos periodísticos— ella barrunta que aún hoy sigue siendo «demasiado radical, inconformista y rupturista, en sentido político, social e incluso estético» y destaca la libertad, el compromiso social, la apuesta arriesgada, la valentía formal y política que respiran esos trabajos. «Hizo lo que le dio la gana, pero de verdad», resume. En su opinión, la auténtica dimensión de la obra y aportaciones de su padre se entenderán dentro de algún tiempo, «si es que tienen que entenderse algún día». Recuerda que nunca fue un escritor de masas —«no porque lo quisiera así, sino porque hizo pocas concesiones, ejerció su libertad intelectual y, al final, siempre estaba yendo a contracorriente de algo o de alguienes»— y que no dependió de padrinos. «Tuvo un pensamiento libre. Fuerte. Y eso es lo que muchos no le perdonan. Y también lo que muchos otros admiran», describe.
Para completar el retrato de Alfonso Sastre como autor es indispensable escrutar los acontecimientos del siglo XX que marcaron su vida y su obra. Sastre Forest, que en 1962, recién nacida, pasó un mes en la cárcel junto a su madre ya que esta no pagó la multa impuesta por organizar una manifestación de mujeres en apoyo de la huelga minera en Asturias, aporta la información precisa para enmarcarlo: adolescente en la posguerra, joven durante la era atómica y autor que creció en la dictadura franquista.
Desde jovencísimo —recuerda— estuvo muy atento a todo lo que ocurría en Europa y América en los ámbitos cultural, social y político, así que desde bastante joven su pensamiento fue evolucionando hacia posiciones ideológicas que apostaban firmemente por la posibilidad de construir un mundo mejor. Y a eso dedicó su vida y su obra. Comprometido social y estéticamente con los movimientos revolucionarios y absolutamente libre en sus posiciones intelectuales, lo cual le situó en ese no lugar o nulle part, que, aunque incómodo y difícil, era el único ámbito desde el que podía decir y proclamar, como hizo a lo largo de toda su vida, ‘no verán el suelo estas rodillas’. A él le gustaba decir esa frase. Y, efectivamente, cumplió su promesa, hasta el final.
Un teatro realista pero imposible
Un año después de su fallecimiento, ocurrido el 17 de septiembre de 2021 a los 95 años de edad, la editorial Pepitas de Calabaza ha recuperado este otoño dos obras de Sastre escritas y estrenadas a mediados de los años 50, integrada ya entonces en su pluma la convicción de formar parte del bando de los pobres, de los perdedores de todas las guerras: Escuadra hacia la muerte y La mordaza. Son dos muestras de la evolución del autor desde unos escarceos iniciales en el teatro de corte experimental hacia lo que denominó Teatro de Agitación Social con el que quiso probar la función del teatro como respuesta ante la violencia sistémica ejercida por el poder y con el que intentó dar a conocer en España a pensadores como Jean Paul Sartre o Bertolt Brecht. Escuadra hacia la muerte, estrenada en 1953, tiene una fuerte motivación antimilitarista, como explicó Sastre nueve años después cuando la calificó como «un grito de protesta ante la perspectiva amenazante de una nueva guerra mundial, una negación de la validez de las grandes palabras con que en las guerras se camufla el horror». También la entendía como una invitación al examen de conciencia para «una generación de dirigentes que parecía dispuesta, en el silencioso clamor de la guerra fría, a conducirnos al matadero». Tras tres días de representación con cierto éxito en el teatro María Guerrero de Madrid, fue prohibida. En cuanto a La mordaza, escrita y estrenada en 1954, Sastre recordará años después que en aquel momento la censura ya había prohibido las tres obras que había escrito anteriormente y que con esta intentó «hacer una protesta cauta —o sea, posibilista— contra la censura o mordaza que estábamos sufriendo». La mordaza se estrenó y pudo representarse «como si solo fuera un drama rural o una tragedia de familia». Fue entonces cuando decidió «no ser tan cauto, es decir, ser menos posibilista, de allí en adelante».
La relación con la censura es una constante en la trayectoria de Sastre. Ante la habitual prohibición de las representaciones de sus obras, se mostró partidario de realizar un teatro «imposible» como si ese aparato censor no existiese —frente al posibilismo que defendía Buero Vallejo, con quien sostuvo al respecto una encendida discusión en 1960 en las páginas de la revista Primer Acto— y finalmente decidió escribir pero no presentar sus textos a la censura en España. En 2016, con 90 años, seguía manteniendo la misma actitud firme contra los ataques a la libertad de expresión y opinaba acerca del encarcelamiento de los dos titiriteros en Madrid que «es una barbaridad para cualquiera que tenga un poco de vergüenza, un auténtico esperpento».
Ana Kleiber, La sangre de Dios, Muerte en el barrio y Guillermo Tell tiene los ojos tristes son otros títulos teatrales escritos por Sastre en ese periodo que desembocaría en la fundación en 1961, junto a José María de Quinto, del Grupo de Teatro Realista. Publicaron manifiestos, libros de teoría y representaron tres obras en las que llevaron a la práctica ese teatro social que tiene como objetivo provocar la toma de conciencia y la transformación del «mundo injusto en que vivimos», la principal misión del arte según su escrito «Arte como construcción».
La evolución de las reflexiones teatrales de Sastre le llevó a la creación de la tragedia compleja, plasmación definitiva de sus preocupaciones estéticas y políticas, en obras como Asalto nocturno, M. S. V. o La sangre y la ceniza o La taberna fantástica, escrita en 1966 pero no estrenada hasta 1985, cuando ganaría con ella el Premio Nacional de Teatro en la versión de Gerardo Malla con Rafael Álvarez, El Brujo, como protagonista. En ese mismo año 1966 se produce el primer ingreso de Alfonso Sastre en la cárcel de Carabanchel, fruto de sus actividades de apoyo al movimiento universitario.
«Alfonso Sastre será recordado como el gran renovador y politizador del teatro en lengua castellana», pronostica Carlo Frabetti, escritor, matemático y amigo cercano a la familia Sastre Forest. Para él, «tanto su calidad literaria como su compromiso político son excepcionales, y al juntarse ambas cosas en un mismo autor, se convierte en un caso único». Frabetti señala como lo más importante de la dramaturgia de Sastre —que aúna, en su opinión, «la más alta calidad literaria con el más insobornable compromiso político, a la vez que profundiza, tanto a nivel teórico como práctico, en los mecanismos básicos del teatro y en su capacidad transformadora»— el concepto de tragedia compleja, «que él mismo llevó a la práctica de manera ejemplar». En ella Sastre introduce ingredientes mundanos en la esencia de lo trágico, incorpora elementos esperpénticos heredados de Valle-Inclán, incluye al autor como personaje, abandona la segmentación en actos para trabajar a partir de cuadros y añade las proyecciones en pantallas como recurso escénico.
Sastre propuso, como superación dialéctica de la antítesis entre los dos polos del teatro del siglo XX, el didacticismo de Brecht y el nihilismo de Beckett, lo que denomina ‘tragedia compleja’, en la que el conflicto trágico central no encubre la maraña de sentimientos e intereses contradictorios implicados, sino que pone en evidencia la degradación social y psicológica subyacente —explica Frabetti.
En su tesis doctoral «Censura y represión intelectual en la España franquista: el caso de Alfonso Sastre», presentada en la Universidad de Borgoña en junio de 2000, la profesora Paula Martínez-Michel sostiene que Sastre creyó haber encontrado en la tragedia compleja
la mejor forma de comunicar con el público y de hacerlo reaccionar ante la injusticia de la sociedad española, pero a causa de la censura y de los problemas con el Régimen no podrá confrontar la teoría con la práctica del contacto con el espectador, puesto que sus obras serán sistemáticamente prohibidas.
Como ejemplo, sirvan estas palabras del propio Sastre hablando del periodo en los años 60 durante el que no se representó profesionalmente ninguna de sus obras en España, condenadas al redil del teatro aficionado o de estudiantes:
No puedo recordar con mucha alegría experiencias como el estreno en el Teatro de la Comedia de Madrid de mi obra Oficio de tinieblas, con el que reaparecí en el teatro profesional después de una ausencia de seis o siete años: era el castigo por nuestro Grupo de Teatro Realista y nuestra decidida militancia comunista de aquellos años.
Los sucesos de mayo del 68 en París encuentran a Sastre cumpliendo el encargo que le hizo Adolfo Marsillach de escribir una versión de Marat-Sade de Peter Weiss. «Un gran asunto, un gran espectáculo, que yo cuento entre las grandes emociones que el teatro me ha procurado en esta vida mía», reconocía Sastre, quien hubo de firmar ese trabajo como Salvador Moreno Zarza para burlar la censura, que se cebaría con la representación en cualquier caso: la noche del estreno en el Teatro Español de Madrid el 2 de octubre de 1968 el público acabó de pie coreando «revolución» y las dos siguientes funciones se celebraron a puerta cerrada, por orden gubernativa. Posteriormente, el ministro Manuel Fraga prohibiría indefinidamente la representación de las obras de Weiss en España.
El crítico teatral y profesor universitario César de Vicente Hernando resumió las principales características del teatro de Sastre en un artículo publicado en diciembre de 2021 en la revista de la Asociación de Directores de Escena de España. La primera sería la capacidad de condensación, la facultad de cambiar los discursos teatrales de un estado a otro, de integrar en su escritura la tragedia y la comedia de una manera dialéctica, atendiendo todas las dimensiones dramatúrgicas; la segunda, la revisión del vasto material de la tradición teatral para ponerlo al servicio de su tiempo; la tercera, convertir su obra en un laboratorio estético de investigación teatral en el que el texto constituía solo una parte del trabajo. Y la cuarta, la reelaboración continua de su escritura para encontrar la forma expresiva de la contradicción ideológica.
Según De Vicente, la obra de Sastre fue concebida desde sus inicios «como una forma de mostrar la estructura de la realidad, una manera de materializar las fuerzas humanas y colectivas que constituyen los conflictos determinantes de un periodo histórico». Para él, el interés del dramaturgo por transformar el mundo supone «concebir el teatro como advertencia, como dispositivo focalizador, como revelación de lo invisible».
Adiós, camaradas
En 1972 Sastre escribió El camarada oscuro, una obra inspirada y dedicada a «los camaradas sencillos y verdaderamente heroicos que militaron durante aquellos años en el Partido Comunista». Él mismo militaba en el partido desde 1961 aunque lo dejaría tras lo sucedido en septiembre de 1974. Ese mes, él y su esposa Eva Forest —escritora y activista antifascista, impulsora en Madrid de los comités de solidaridad con Vietnam y Euskadi— fueron detenidos. Ella fue acusada de participar en un grupo de apoyo a ETA en la capital que habría facilitado la cobertura de los atentados contra Carrero Blanco en 1973 y el de la calle del Correo el 13 de septiembre de 1974 que causó 13 muertos. Sastre pasó ocho meses y medio en la cárcel de Carabanchel —allí escribiría Balada de Carabanchel y otros poemas celulares, la obra Ahola no es de leil y un largo poema titulado Evangelio de Drácula— mientras que Forest permaneció en prisión preventiva hasta 1977, aunque nunca fue juzgada sino que resultó liberada en junio de ese año y exonerada en aplicación de la Ley de Amnistía promulgada en octubre. Sastre sintió que el PCE les había abandonado ya que no se hizo cargo de su defensa jurídica, y se lo reprochó por carta a Manuela Carmena, entonces abogada laboralista, diciéndole «que sentía vergüenza por ellos» por no haber arropado a su mujer.
Tras vivir año y medio exiliado en Burdeos, de donde fue expulsado por las autoridades, Sastre regresa a una España que respira los aires de renovación de la Transición. Pero a él no le convence lo que ocurre en el país, ni política ni culturalmente.
Nada de lo que estaba empezando —o continuando— en España presentaba condiciones para mi siempre renovado entusiasmo por un teatro nuevo al servicio de la revolución. Un manifiesto llamado T.U.R.S. (Teatro Unitario para la Revolución Socialista) es mi última tentativa de hacer algo importante. Nadie estaba por esa labor en 1977: la reforma había paralizado todas las energías y la oscuridad del más apagado conformismo se estaba instalando en el viejo solar de nuestras luchas y de nuestras esperanzas, escribe con amargura en Notas para una sonata en mi (menor).
Después de la salida de la cárcel de Forest, la familia fija su residencia en el País Vasco, donde continuarán con las actividades de protesta y creación cultural. Denunciaron la práctica de torturas en el sistema penitenciario español, criticaron el terrorismo de Estado y se acercaron a la izquierda independentista vasca. En las elecciones generales de 1989, Forest resultó elegida senadora suplente de Herri Batasuna por Gipuzkoa y poco después fundó la editorial Hiru. Sastre fue en listas de HB para las europeas de 1989 y 1994, y también en las de Euskal Herritarrok para el Parlamento Vasco en 1998. Posteriormente figuraría en candidaturas de Acción Nacionalista Vasca e Iniciativa Internacionalista. Un alineamiento que pasará factura a la valoración y recepción que se ha hecho de sus creaciones. Su apoyo a la revolución cubana tampoco ayudaría a mejorar la consideración otorgada a su obra.
Los turbulentos años 80 en Euskadi resultan muy fértiles para él, ya que firma, entre otros títulos, ensayos y obras como El lugar del crimen, Los hombres y sus sombras, El viaje infinito de Sancho Panza, Los últimos días de Emmanuel Kant contados por E.T.A. Hoffmann o Jenofa Juncal, la roja gitana del monte Jaizkibel, con la que ganaría el Premio Nacional de Literatura Dramática en 1993. «Sus obras, con un claro compromiso, no reflejan de una manera grosera o dogmática las ideas que como ciudadano mantenía», afirma Carlos Gil Zamora, director de la revista especializada en teatro Artez, en la que Sastre colaboró desde finales de los años 90. Para él, «su teatro realista, incluso el nihilista de sus principios», tendría cabida en cualquier programación solvente y destaca sus textos de pensamiento filosófico. Se atreve a definir a Sastre como «un intelectual de los grandes» y aporta las razones que lo justifican: «Sus conocimientos filosóficos, sus estudios, su vocación para escribir obras que superaban con mucho las posibilidades reales de la producción menguante en el Estado español de aquellos años, nos hablan de un ser excepcional en este sentido». Por todo ello, Gil Zamora lamenta que
en estos momentos tan confusos, la obra de Alfonso Sastre parece muy silenciada, diría que excluida por los que dominan actualmente las programaciones de los teatros españoles y no sé si existirá algo o alguien que le preste la atención debida para sacarla de ese rincón oscuro.
Alfonso Sastre se suicida
El estreno de La taberna fantástica casi veinte años después de su creación se convierte en un éxito inesperado para Alfonso Sastre y para todas las personas involucradas en el montaje dirigido por Gerardo Malla. La carrera como actor de Rafael Álvarez, El Brujo, despegó gracias a su interpretación en esta tragedia compleja ambientada en los bajos fondos de Madrid. «Esta obra se intuía minoritaria, de rollo cultural restringido, y se convierte en el gran éxito de la temporada», dijo El Brujo en marzo de 1986 al conocer que La taberna fantástica había ganado los premios del Espectador y la Crítica. El actor también comentó algo importante sobre la creación de Alfonso Sastre:
Ayer pasé por donde dan de comer gratis a los mendigos de Madrid y los personajes de la obra que presentó Sastre hace veinte años siguen estando ahí, en el Mercado Común, casi en el año 2000. Con las mismas caras y las mismas ropas.
La taberna fantástica obtuvo el Premio Nacional de Teatro pero su autor lamentaba que todo, para él, siguiera igual. «¿Está uno realmente marginado?», se preguntaba, y él mismo respondía: «Me temo que sí». Aunque sabía que lo suyo no era una excepción: «Lo normal es la marginación. La mayoría de nosotros, escritores, estamos marginados… de las zonas en las que respira y actúa el poder político y cultural».
Su hija asegura que los premios no significaban gran cosa para él.
No creía en eso de ‘la mejor obra’, ‘el mejor autor’ o ‘el mejor pincho de tortilla’… Además, él no fue receptor de premios, y los estamentos oficiales premiaron su obra mínimamente, lo justo para que no se dijera que Alfonso Sastre no había recibido ningún galardón oficial en su propio país…
Carlo Frabetti precisa que el Premio Nacional de Teatro y el Premio Nacional de Literatura Dramática son galardones prestigiosos, «pero de escasa repercusión, tanto mediática como económica, y representan un reconocimiento muy por debajo de sus méritos para quien habría merecido el Cervantes y el Nobel mucho más que la mayoría de quienes los han obtenido en las últimas décadas». El periodista especializado en artes escénicas Álvaro Vicente aporta un matiz interesante, desde la duda:
No sé hasta qué punto los Premios Nacionales, los montajes en teatros públicos o los homenajes eran un anhelo de las instituciones por alejarlo de ese entorno, para algunos, sospechoso en Euskal Herria, o si era la intención de ciertos responsables culturales, buenos conocedores de su obra y su importancia, restaurar su reputación.
Vicente analiza cómo lo político estuvo siempre presente en la obra de Sastre, pero puntualiza que lo hizo
diluido en enormes ficciones, sin caer como caemos en los últimos tiempos en la traslación de la realidad al escenario casi acríticamente, como si poner lo real sobre un escenario fuera suficiente. Sastre era un gran fabulador y un gran creador de mundos y personajes. Aunque también caía en ejercicios pirandellianos o unamunianos cuando se introducía él mismo como personaje en sus obras.
Uno de esos textos es Alfonso Sastre se suicida, un drama en un acto escrito en 1997 a modo de epílogo de su carrera, aunque aún escribiría más. Responde esta obra a la atmósfera de persecución, «caza de brujas» dice él, que desde sectores del nacionalismo español se había planteado sobre la cultura vasca. «Mi postura es sencilla —explicaba en un texto de presentación de Alfonso Sastre se suicida— y se reduce a considerar que todos los ciudadanos vascos, lo mismo que sus homólogos catalanes y gallegos, que están pero no son españoles, deben ser protegidos en cuanto a todos sus derechos por una Constitución Española reformada».
Vicente considera que, de momento, Sastre sigue siendo un nombre importante en la historia del teatro español del siglo XX pero poco conocido lejos de este ámbito y que tendrán que pasar algunos años más para que sus adscripciones políticas levanten el velo sobre toda su obra. «Conociendo España, que tuvo a Cervantes sepultado en el olvido hasta el siglo XIX, o a Valle-Inclán apartado de los escenarios hasta la llegada de la democracia, o a Lorca todavía enterrado en una fosa común… igual pasan décadas hasta que eso suceda», indica este periodista que también califica la labor editorial al frente de Hiru como «importantísima» para la difusión de dramaturgias «tan poco acomodaticias como la suya, las de La Zaranda o Joan Brossa o de autores de otras latitudes como Thomas Bernhard, Pasolini o Peter Weiss».
Hiru precisamente —cabe preguntarse quién si no— publicó el último texto firmado por Sastre que vio la luz. ¿Hacia un socialismo de las multitudes?, aparecido en 2013, es una recopilación de apuntes políticos que fue escribiendo a partir de la observación de fenómenos como el 15M. En su cierre, Sastre apostaba por un «espíritu cooperativo y comunitario» como organizador de la vida económica y esperaba que esa apuesta llevara a una vida nueva en la que «vuelvan a ser ignoradas las palabras ‘tuyo’ y ‘mío’ y el comunismo deje de ser una fábula o un sueño».
Como conclusión, el crítico Álvaro Vicente reflexiona sobre lo que es el teatro —«un arte de encuentro, de colectividad, de comunidad»— sus connotaciones políticas —«hay un teatro de entretenimiento, acrítico, llamado genéricamente comercial, y otro más combativo, no necesariamente porque sus temas o sus formas sean las urgentes de un teatro de denuncia, sino porque se afana en estar conectado con su tiempo y formalmente hacer progresar el arte teatral en alguno o en todos sus ingredientes»— y qué lugar ocupa Alfonso Sastre en ese mapa escénico: «Era combativo sin perder esa esencia de ágora de lo teatral».
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Tomado de Rebelión
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