La indagación en la breve vida de Alfredo Torroella nos conmueve aun al cabo de 145 años de su fallecimiento. Él pertenece a una generación de cubanos —la misma de José Martí por cuanto es solo ocho años mayor que este— que llevan consigo el luto que los compromete con una patria esclava, sin libertad ni independencia.
Con Alfredo Torroella llegó a la buena Mérida un hombre vigoroso. Creció en el mar, a solas con el destierro, el bardo joven. Aquellos campos vastos y elegantes, aquel hogar caliente, aquel lenguaje nuevo, aquella vida largo tiempo soñada, aquella atmósfera tanto tiempo apetecida, dieron súbito temple al peregrino: y, empuñando el bordón del caminante, como acero flamígero moviólo a los ojos de los vehementes meridanos. Cantó a sus poetas y a sus palmas-poetas de las selvas.
Las palabras anteriores las pronunció José Martí el 28 de febrero de 1879 en el Liceo de Guanabacoa, en acto convocado para honrar la memoria de Alfredo Torroella, quien había fallecido en esa localidad el 21 de enero.
Torroella no es un escritor hoy día muy conocido. Nació en La Habana el 9 de agosto de 1845, hizo estudios en la Universidad capitalina e inició su vida literaria como traductor del francés en El Liceo, al tiempo que colaboraba en diversas publicaciones, Cuba Literaria, La Aurora, El Correo Habanero, Camafeos, La Revista del Pueblo y Liceo de La Habana, entre otras. Fue codirector de Ensayos Literarios, dirigió La Luz, que se editaba en el pueblo de Regla y ejerció la profesión de maestro.
Se le considera influido por el verso de Rafael María de Mendive, lo cual se percibe en sus dos volúmenes de Poesías, publicados en 1864 y 1866. Su poema «Serenata» conserva toda la musicalidad expresada en el título:
Salud, Cuba hermosa, salud, pueblo mío que baña el rocío en noches de amor; salud, porque tienes las hijas más bellas, con rosas por labios, por ojos estrellas, con frentes bañadas de dulce candor.
En Torroella la inspiración es de una sencillez encantadora aun al cabo de los muchos años transcurridos y las modificaciones en los gustos estético literarios. «Era aquel un buen poeta y un poeta bueno. Rebelde esclavo de la grave forma —dijo Martí de él en el citado discurso— rompíala a menudo, y decía en un giro prosaico el comienzo de una idea valiente que completaba con un hermoso giro».
Pero no fue la poesía la única ocupación literaria de Alfredo Torroella. El teatro lo animó a escribir varias obras y el Tacón fue escenario del estreno de su pieza Careta sobre careta, en 1866; además se le tuvo entre los tertulianos asiduos de Nicolás Azcárate, en tanto frecuentaba y pertenecía a la sección literaria del Liceo de Guanabacoa, por lo que desarrollaba una vida intelectual activa.
De espíritu separatista y conocido esto por las autoridades coloniales, en 1868 tuvo que embarcar hacia México, primero a Mérida, después a la capital. En aquel país conoció a José Martí y se incorporó al movimiento intelectual azteca, sin abandonar su apoyo a quienes en Cuba batallaban por la independencia.
No le fue mal en México. Allá, en 1870 estrenó su drama El mulato, «mejor que todos sus otros ensayos teatrales por el generoso espíritu que lo anima», según el autorizado criterio de Max Henríquez Ureña. También en México colaboró en la prensa de ese país y en la de Norteamérica.
Cuando Torroella enfermó, decidió llegado el momento del regreso a Cuba, y lo hizo en 1878, en circunstancias en que el Pacto del Zanjón sembraba de angustias a los espíritus más firmes de la independencia. Murió a los 33 años, y dejó inédita la obra de teatro El cajón de la sorpresa, sin desestimar que otros textos se le hayan quedado engavetados en algún casi tan perdido lugar como el que mantiene su nombre en la injusta desmemoria.
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