El juego de la identidad, que incluye la transposición del yo, es peligroso y dúctil. Por ejemplo, el reportero que quiere entrevistar a la muchacha en Visitor Q (2001), de Takashi Miike, es sólo eso, un documentalista con una cámara, pero al mismo tiempo es el padre de la joven. La explicación está en la violencia a que lo ha sometido una pandilla que lo viola. A ratos reconoce a su hija en la muchacha, pero por momentos olvida quién es esa pequeña y bella prostituta que lo trata con descaro, y se desnuda, y ella —aquí aparece el unheimliche de Miike— lo invita a su cama y le pide que la acaricie. Al final tienen sexo dentro de una gestualidad que Miike se esfuerza en documentar con sobriedad descarnada. Ella le dice que son 100000 yenes y él aduce que sólo tiene 70000. La diferencia se la dará a la mamá de la chica. Le daré esos 30000 a mamá, asegura el hombre antes de subrayar que ese será el secreto de ambos.
Takashi Miike filmó Visitor Q como parte de una experiencia colectiva cuyo propósito era el de probar los rendimientos del video digital de bajo presupuesto. Lo hizo poniendo en uso una estructura en apariencia tosca, simple, que sigue el hilo de varias secuencias “cosidas” de donde brota una historia única, sobre una familia disfuncional en medio de una idea disfuncional y engañosa del porvenir. El asunto de la abyección es el eje de la historia. El padre es golpeado, la madre es golpeada por el hijo, el hijo es abusado por otros jóvenes de su edad. El padre siente un enorme placer durante la testificación gráfica de ese abuso. Los jóvenes apedrean la casa y rompen los vidrios. La madre, golpeada con una fusta en forma de flor de loto, examina las marcas ante el espejo. Después se droga por medio de una inyección.
A la casa llega un joven que, al parecer, ha apedreado dos veces al padre, cuya cabeza está vendada. De pronto vemos al hijo golpeando, como suele hacerlo, a la madre, y en el comedor, cenando, están el padre y ese joven extraño que él presenta como un amigo que permanecerá allí unos días. El padre sube, se echa en la cama, y la madre entra en el cuarto. Se acerca a él, solícita, y le quita el pantalón. Pero hay un aroma sospechoso en su sexo y ella puede olerlo. Huele a escaramuza sexual y a mujer. A una mujer: la hija. Así de inquietante es la primera media hora de Visitor Q, una película maniática, restrictiva, que no hace el menor intento de explicarnos nada.
El hijo usa una máscara antigás y se obsesiona con la limpieza de sus manos. El visitante pregunta de quién es el cuarto vacío (el de la hermana mayor, la misma que ha tenido sexo con el padre). El padre despierta en mitad de la madrugada y se introduce en el automóvil a repasar un video: el que su camarógrafo hizo mientras unos jóvenes lo violaban con su propio micrófono. Cuando el padre se va al trabajo, descubre a tres muchachos abusando de su hijo, e instintivamente saca la cámara y empieza a filmar, como todo un voyeur. Al parecer ha visto su destino duplicado allí. Entonces intenta promover el video a través de un programa, mientras la madre golpeada sale a encontrarse con su amante. La madre cojea (acaso a consecuencia de las golpizas), y el amante (un masoquista) siente que ese detalle posee una sensualidad que no por enfermiza deja de ser irresistible.
Una de las secuencias donde la estructura de docudrama de Visitor Q se metamorfosea en delirio simbólico, es la que vemos cuando la madre regresa de su cita y el visitante ha dispersado, desde el comedor hasta el cuarto de la hija, las piezas de un rompecabezas, el pasatiempo favorito de la madre. El rastro conduce a una mesa baja en la que descansa un retrato de la hija. El visitante, un espectador que no sabe juzgar, le pide a la madre que descanse un poco. Se acerca por detrás y la abraza con vehemencia. La madre tiene pezones grandes y el visitante los acaricia con un extraño fervor. El fervor aumenta, se hace violento, incisivo, y él aprieta esos pezones y entonces entramos ya en la lucidez precisa (nos hallamos en una película de Takashi Miike) de la alucinación: de los pezones de la madre brotan finos chorros de leche. Los chorros dan contra el retrato de la hija. El hijo llega y escucha a la madre que ha estado gimiendo constantemente. El suelo está pespunteado con abundancia.
En medio de la cena los matones que abusan del hijo empiezan a arrojar piedras y bengalas. Ya antes el hijo le ha tirado a la madre una taza de sopa y esta, por primera vez, responde: le lanza un cuchillo afilado. El padre toma la cámara y empieza a reportar lo que ocurre.
Después de este momento, ya sabemos cuán alejada de lo intersticial —la convención dramática y su estructura en módulos que van asociándose— se encuentra la película. Lo que vemos en un continuum perfecto de causas y efectos que, de manera obsesiva, vuelve a los soportes básicos de la trama: el abuso, lo infame, la pureza definitiva del deseo sexual y las potestades que genera la violencia física. No existen esos remansos que sirven como transiciones de tipo estructural. De hecho, cuando los matones la emprenden contra la casa otra vez, ya el padre decide traer a una periodista (su ex amante) para que reporte el abuso al que los matones someten a su hijo. Pero ella se niega, dice que nada de eso no funciona y que es aburrido, y él se enfurece, la viola y la mata, después de lo cual lleva su cuerpo a un invernadero con el auxilio del visitante ignoto, que ya es una suerte de contemplador desasido de toda esperanza y representa, tal vez, una singularísima forma de la serenidad dentro de la decepción total.
El padre se excita con el cadáver y coloca su cámara y habla: su sentimiento ante el abuso de su hijo no era de indignación ni de tristeza, sino de deseo sexual. Y se dispone a tener sexo con la muerta. Mientras lo hace, el visitante contempla, bajo una sombrilla, cómo la madre aprieta sus pezones y una lluvia de leche empapa el piso de la cocina. Pero en el cadáver hay ya rigor mortis y el pene del padre queda apresado en la vagina, y tanto la madre como el visitante tienen que ayudarlo.
El final de Visitor Q no puede ser ni más ambiguo ni más tropeloso. El hijo, tirado en la cocina sobre la leche de la madre, promete que estudiará. El joven ignoto se marcha y tropieza, en una calle, con la hija, que le ofrece sexo por dinero. Él le hace lo mismo que al padre: la apedrea y la deja ensangrentada. La escena del desenlace es perentoria: el padre y la madre yacen desnudos en el invernadero. Ella lo amamanta. La hija regresa a casa y, a través de la ventana de su habitación, observa llena de felicidad ese acto. Y se suma a él. Y también es amamantada. Por detrás del obvio ritual asoma una ferocidad insondable.
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