Miguel Mejides fue mi gran amigo, casi un hermano, nos conocimos hace muchísimos años en Camagüey, en un encuentro de Talleres Literarios que se hacía entre las provincias de Villa Clara y Camagüey. Andaba con un uniforme verdeolivo porque estaba pasando el Servicio Militar. Luego la vida nos juntó en La Habana cuando él era vicepresidente de la Asociación de Escritores y yo director de Ediciones Unión, todo ello en la sede de la Uneac.
Mejides falleció temprano, estando en plenitud de facultades. No pudo ver publicado un cuento suyo traducido al alemán en una antología bilingüe que se organizó en Cuba y se realizó en ese país.
Una de sus últimas novelas titulada Amor con cabeza extraña me resulta bastante inquietante.
De una apariencia formal cercana al más puro surrealismo, Miguel juega a confundir la verdad, lo verídico, con lo verosímil, y al mezclar fantasía con realidades, nos brinda un producto creíble y a la vez perturbador. Porque sucede que detrás de la imaginería, de la ficción casi absurda del hombre que puede quitarse la cabeza y hasta cambiarla por otra, se esconde el deseo, a veces irrefrenable en muchos, que al ver que va cayendo «la nieve de los años» como decía la vieja canción, se aferran a encontrar la manera de mantenerse «jóvenes», con el rostro terso y la mirada centelleante, y se afanan en cosméticos, prótesis variadas, lentes de contacto coloreados, cirugías reconstructivas y otros menesteres que solo sirven como ensoñación para tratar de ocultar una cruda realidad: todos los días de la vida somos hombres y mujeres distintos a lo que fuimos anteriormente, y tratar de revivir el pasado es cosa de ilusos frustrados y al final amargados y retorcidos.
Esa manera de mensaje indirecto nos llega muy a menudo a partir de las ficciones extravagantes y distorsionadas del autor, que al final no son más que otras lecturas de un mismo problema. El colofón sobre este tema lo aporta Rebeca, el personaje protagónico femenino casi al final de la novela cuando dice: «La eternidad no existe, ni para mi juventud existe».
En Amor con cabeza extraña de nuevo Mejides nos inserta en algo muy parecido a una obsesión: la vida en ese submundo habanero de ciertas zonas del Municipio Centro Habana y Habana Vieja, recuérdese otra novela suya titulada Perversiones en el Prado, donde junto con las escenas de ficción, la obra nos brinda un fresco de los bajos fondos habaneros y de las mediocridades y miserias humanas del devenir de muchos.
La lluvia, las tormentas, los ciclones se unen a las aberraciones de determinados sectores populares, pero son simples chispazos de crítica social, algo sin demasiado peso y sin la intención de convertirse en un superobjetivo de la novela.
Otro asunto interesante se manifiesta al descubrir el estilo particularmente personal del autor a todo lo largo de la obra.
Los narradores maduros siempre se distinguen porque su prosa tiene características tan particulares, que son perfectamente distinguibles de la de otros autores, esto es, tienen un sello personal, un estilo propio.
Desde siempre Mejides ha armado su obra apoyándose en construcciones conceptuales a veces casi arbitrarias. Frases como «voz de centeno», «cintura de dragón», «la yema (del huevo) se evangelizaba en la sartén», «maletín color gorila», «perro harapiento», «incienso de praderas», «fénix de mamparas», «adiposos fingimientos», o a veces el uso de adjetivos de manera peculiar como pueden ser «dactilares memorias» o «descalabrada ropa», hacen de la prosa una especie de acertijo, que si al principio es algo chocante al lector de la primera vez, al continuar la lectura y como su uso es sistemático e intencionado, uno se va acostumbrado a este lenguaje a veces estrambótico, pero siempre preciso exponente de algo que explica o califica, aunque a la manera muy personal del autor.
Hay temas que se abordan con una mirada crítica e indagadora: el trabajo de la oficina de registro de consumidores,( la institución que reparte las Libretas de Abastecimientos para comprar la «cuota», productos subsidiados por el estado, pero que no llegan aún a satisfacer las necesidades alimentarias de la población), los intríngulis del ballet, los balletómanos y el Gran Teatro, dados de una manera original, a veces simpática pero al final desgarrante, la vida en el cine Mégano y la confusión entre la ficción de los filmes que se exhiben y la propia realidad ilógica en que viven sus moradores, el rock y su promoción, la pintura de caballete y sus reclamos, la vida nocturna de las terminales ferrocarrileras habaneras, la Avenida del Puerto y el propio puerto.
El erotismo es otro tema manejado con profusión y profesionalidad, sin ningún tipo de reparos y casi sin escrúpulos se aborda el tema sexual pero cargado de un aliento poético que lo eleva a planos literarios, enriquecedores del espíritu. Cierto atisbo de la corriente literaria conocida como realismo sucio recorre el texto, pero siempre con la suficiente austeridad para que no alarme demasiado ni nos permita encasillarlo dentro de esa línea. En fin, si recordamos a Nietzsche cuando dijo que «Los poetas carecen de pudor respecto a sus vivencias: las explotan», nos damos cuenta de que Mejides una vez más se desnuda, como solo le ocurre a un narrador convicto y confeso y nos descubre con toda honestidad sus miedos seculares, sus limitaciones, atavismos y esas cosas feas, muy feas, que a veces aparecen en nuestras conciencias y que rápidamente sepultamos en el inconsciente con el deseo de no recordarlas más. Eso es lo que se llama diablo, demonio, perversidad en la literatura. Y es un gran acierto.
El amor está tratado pero de una manera egoísta, tanto Juan como Rebeca codician el amor, pero un amor a sus conveniencias, a las conveniencias de los dos, porque los dos tienen sus preconcepciones establecidas firmemente. Para ello Juan debe romper con posiciones machistas arraigadas en la conciencia de los hombres cubanos y adecuarse a la nueva circunstancia que le impone Rebeca, quien también se desnuda, para desgracia de Juan, y le cuenta sus insatisfacciones y avatares con la vida.
El final no es un final feliz, aunque quizás por la circunstancia en que se produce debía serlo. Se van juntos, desaparecen de La Habana que los oprime y los acusa y los obliga a un mutuo sentimiento de culpa, logran tomar el barco que los llevará a N a comenzar una nueva vida, pero esta nueva vida no es la felicidad, van con la inercia del mar, como un madero a la deriva, sin voluntad ni anhelos.
La última frase del texto, parte de un diálogo entre Juan a Rebeca, lo condensa todo: «N es un pueblo triste, no sé si lo resistirás».
En definitiva, después de leerme de un tirón Amor con cabeza extraña, y porque conozco casi toda la obra anterior de Miguel Mejides, me atrevo a aseverar que es una novela de la madurez, de la solidez y el peso que solo logran el trabajo, la experiencia y los años.
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