Anatomía de una isla. Jóvenes ensayistas cubanos es una brillante recopilación de ensayos críticos organizada por Reinaldo Lastre y publicada por Ediciones La Luz (Holguín, 2015). Me emociona, ciertamente, la complejidad de un libro que se permite, de modo multifacético, ejercer un género híbrido —artístico y meditativo, creador e implacablemente atrevido—, que, más allá de toda cuestión cuantitativa, ha constituido un no siempre reconocido eje de la cultura nacional. Porque, en efecto, ya todo el siglo XIX es una centuria de ensayismo imprescindible para comprender la emergente nación cubana. Mucho se olvida que, más allá de la poesía, el teatro y la novela, fue el ensayo el punto donde convergieron figuras tan disímiles como Saco y Del Monte, como Piñeyro y Casal, Martí y Montoro. Fue con el ensayista Antonio Bachiller y Morales con quien se empezó a defender la memoria cultural de este país; fue con Manuel Morúa Delgado, entre otros, con quien el afrodescendiente intervino, ya en el s. XIX, en el difícil acto de pensar en la cultura de una nación orgánica y a participar con conciencia creciente en su configuración. El ensayo cubano fue siempre proteiforme: lo mismo habló de nuestro peculiar y salvador sentido de la ironía en Mañach, que del deporte en el ensayo martiano, que de la Modernidad en las crónicas meticulosamente olvidadas de Aurelia Castillo.
En aquella ya tan lejana —pero no suficientemente desterrada de nuestro presente— década del setenta, se organizó un libro con un cierto parecido al de este que presento, Nuevos críticos cubanos, debido a José Prats Sariol, y nunca más se intentó —quiero decir de manera eficaz y orgánica, un proyecto similar—. Nuevos críticos cubanos tuvo su utilidad, pero se concibió desde una perspectiva quizás demasiado atenida a los avatares de la década mencionada y resulta menos orgánico que Anatomía de una isla.
Me es muy grato hallar en su “Presentación” una apelación al pensamiento de uno de los investigadores con quien me he cruzado una y otra vez en el áspero trayecto del lector: el rumano Adrián Marino, cuya percepción de lo que el ensayo significa todavía sigue siendo para mí de una notable inteligencia, aunque no coincide con mi personal convicción. Pero creo, como él, que el ensayo solo existe como tal por una intensa —quisiera decir “feroz”, pero no sé cómo sería recibido aquí el término— integración del análisis y la percepción unificadora y sensible que el ensayo de alto vuelo creativo, así sea el famoso estudio hematológico, La sangre, de Gustavo Pittaluga, escrito en un estilo digno de la generación del 27, o el siniestro y absorbente Del asesinato como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey, que menciono aquí, deliberadamente, en orden cronológico inverso, quizás porque buena parte de la última brillante última etapa de vida de Pittaluga transcurrió en La Habana, donde nuestra epidémica falta de memoria cultural lo ha mantenido fervorosamente olvidado. Sí, el ensayo es ese imposible y necesario espacio de encuentro entre Descartes y Pascal, de la duda racionalista que dio inicio a la Modernidad, y de la intuición recurrente que algunos quieren rebautizar con ese término sospechoso y un poco vacío de Posmodernidad.
Creo que el valor esencial del libro está en su voracidad por replantearse la cultura insular y sus senderos profundos. Emilio Ballagas escribió, tan frescamente, que él había inventado la poesía. No dejó de aclarar, creo que innecesariamente, que todos los poetas antes y después de él hacían lo mismo. El ensayo tiene esa médula cambiante: tiene que ser reconfigurado cada vez: ¿quién se atrevería a pontificar cómo se escribe un ensayo? Mi pregunta es tonta: las universidades suelen contar a veces con dómines dedicados a tan triste cuantoestéril aspiración: pedimos jóvenes críticos y comprometidos con su tiempo, pero les exigimos informes de lectura, con páginas y estructuras fijas y donde no se escriba “yo”. Para mi tranquilidad, Anatomía de una isla es variopinto, desbalanceado y felizmente falto de uniformidad. No puedohablar de todos y cada uno de los ensayos allí contenidos en una presentación de libro, ceremonia que ya, como tantas otras cosas en una vida literaria nuestra tan empobrecida, se hacongelado en una forma repetida hasta el bostezo, la que, sin embargo, nadie nos ha impuesto, salvo quizás un aburrimiento revelador y pertinaz, que exige brevedad y lenguaje adocenado. Me detengo, por tanto, solo en algunos textos, que no califico ni siquiera de mejores, sino porque me inquietan con más fuerza.
Me sorprende profundamente y casi me disgusta el trabajo de David Leyva sobre el tema “Dante Alighieri y José Martí”. Es por completo fascinante que haya escrito algo que, en verdad, me hubiera escribir yo mismo. No se comprenderá realmente a Martí sin penetrar en su diálogo insondable con la cultura euroccidental, antecesor, por cierto, de la conversación intensa y cuestionadora que, no por gusto, supieron establecer José Lezama Lima, Alejo Carpentier y Severo Sarduy, imantados por una expresión americana que se forja de ecos insondables con las culturas hispánica, francesa, italiana, africanas y chinas. Solemos quedarnos con el tronco, pero Martí insistió en que había que injertarlo, y no solo para que su fruto dejara de ser, aunque nuestro, agrio, sino porque solo se expande lo que se abre voluntaria y audazmente al mundo.Solo se alcanza una verdadera identidad cultural cuando somos capaces de contrastarnos con lo que no somos y asumir gallardamente la diferencia que nos hace únicos.
Estremece la forma en que Leyva airea los nexos profundos, más allá de la historia boba que a veces se nos cuenta, entre el sentido de la ciudad que comparten el Dante y Martí, cada uno situado en un instante en que sus ciudades respectivas se enfrentaban a un tránsito hacia épocas de renovación medular. Esta idea del ensayista es vital, porque la ciudad en Martí es un tema decisivo, porque nos habla de una ciudad que seguimos compartiendo porque la suya ¿no es siempre la misma ciudad semintemporal, la ciudad letrada y angustiosa, política y creadora, que ciertamente nos teorizó Ángel Rama, pero que, al fin y al cabo en nuestra isla se compone de la violenta y genial mezcla de la rabia de Casal ante la colonial ceguera de La Habana, de la ensoñación altiva que contempla la ciudad moderna en su irisada bruma, desde un Jardín refugiado en la poesía de la Loynaz; la mirada desafiante y melancólica de Mario Coyula; el humanismo gallardo y sobre todo noble y bueno de Fernando Pérez, quien nos convirtió La Habana en personaje cinematográfico fundamental? Como devela el ensayista, las ciudades de Dante y de Martí despertaban de una época para lanzarse, casi a ciegas, en otra nueva y desafiante. Florencia parecía entrar en el Renacimiento —la peste, esa conjunción de enfermedades entrelazadas, le impidió a Dante llegar a un tiempo que debió de haber sido suyo—; Martí estuvo a las puertas de la megalópolis, que llegó a fascinarlo y a espantarlo a un tiempo; pudo imaginar la nueva ciudad latinoamericana, pero también quedó en los umbrales de un futuro que le pertenecía.
Solo esta idea de Leyva convierte su ensayo en página memorable, pero hay otras, igualmente envidiables, que ya no puedo comentar aquí. Me encantaría volver a encontrar a este ensayista, y leer un texto suyo en que, violando la historicidad de esquemas avulgarados que tanto pulula, nos comente los nexos entre aquel dolce stil nuovo del que bebió Dante —y cuya especial entonación espiritual y filosófica –la belleza en su fuga inacabable–también contribuyó a consolidar, como atmósfera poética, para todos los tiempos— y cierta poesía relegada e incomprendida de Martí, como esos versos, Polvo de alas de mariposa, que han vuelto a encajonar en la gaveta de lo que se diría carece de valor en la obra martiana.Reinaldo Lastre Labrada emprende, en tu trabajo “Virgilio Piñera: la literatura del miedo”, una aventura intelectual bien interesante. Alguna vez oí a gentes de generaciones anteriores a la mía, hablar del “miedo al miedo que da miedo”. Lastre, al analizar el miedo en Piñera, escribe una idea capital sobre el concepto mismo de miedo: “La particularidad de este caso estriba en que la idea de miedo, como estado angustioso ante un peligro definido y objetivo que pueda provocarnos la muerte, se invierte en el estado de permanencia del miedo, unido irremediablemente a la incertidumbre”. Esta afirmación da una medida del valor del trabajo, por cuanto se fija en una cuestión fundamental que suele desatenderse: el contexto macrocultural de Virgilio Piñera.
En primer lugar, es decisivo tener en cuenta, como hace Lastre, el problema de la incertidumbre que, en la primera década del s. XX toma una relevancia sorpresiva en el terreno de la física, de la lógica y de la filosofía. Tanto Heisenberg como Benoit de Mandelbrot contribuyen a la constitución del concepto actual de incertidumbre, que, derivado directamente de la crisis de la física a principios de esa centuria, fue un componente de vital importancia en el cambio de paradigma científico en el siglo pasado, tal y como lo enfoca Thomas Kuhn. La incertidumbre, por tanto, asumida conceptualmente por una serie de ciencias puras y sociales, además de por la tecnología, tiene una proyección en las artes, en una medida semejante tal vez, me atrevería a decir, a la que en su día estableció Severo Sarduy entre el Barroco y la cosmología de los s. XVI y XVII. La comprensión de que en cada etapa del desarrollo humano existen –a pesar de la ingenua confianza del positivismo y sus secuelas en el desarrollo científico como motor único del desarrollo social— siempre zonas que, en dialéctica de verdad relativa y verdad absoluta— se constituyen en sectores de incertidumbre, de carencia de certeza. Gombrowski, el gran amigo de Virgilio, pero también grandes figuras de otras tendencias y posicionamientos, desde André Malraux, Simone Weil, y más tarde grupos enteros de artistas, como el efímero, pero contundente Nouveau Roman en literatura, o los Angry Young Men en el cine británico, incluyeron la incertidumbre como componentes, si no ejes incluso como el Michel Butor de El empleo del tiempo, en obras de arte que marcaron las décadas del cuarenta al setenta.
La revisión que realiza Lastre de contextos esenciales, como las obras de Freud y de Fromm nos permite vislumbrar un Virgilio Piñera menos simplificado del que con tanta frecuencia se nos presenta. El interés de Lastre por el miedo como tema en Virgilio tiene que ser comprendido también desde una perspectiva de contexto amplio: el miedo tiene una historia cultural, lcomo demostró en su momento, de modo brillante, Joanna Bourke en su libro El miedo: una historia cultural que el miedo está relacionado siempre con un determinado momento histórico. Por eso Lacan declaraba en una entrevista a la revista Panorama en del 21 de febrero de 1974: “Hay una gran fatiga de vivir como resultado de la carrera hacia el progreso”. Ese cansancio vital se vinculó en los años cuarenta, incluso desde antes de la Segunda Guerra Mundial –piénsese solo en las obras de Simone Weil o de Anna Ajmátova–, con el problema de la angustia, otra arista virgiliana que Lastre aborda. Martí escribió alguna vez que solo conoce su idioma quien vaya a las raíces etimológicas de él. En este caso es particularmente verdad: “angustia” se relaciona con “angosto”: es el pavor del estrechamiento. Toda la obra de Piñera acusa, aquí y allá, el miedo al estrechamiento vital, esa “terrible circunstancia del agua por todas partes” capaz de aislarnos, de reducirnos una expansión cultural en ese amplio sentido de injerto de que habló Martí.
Pero también, como supo Joanna Bourke, el miedo de nuestro tiempo tiene que ver con el sentimiento de una incomprensión posible, una incapacidad de entender. Lastre se mueve con osadía al tratar un tema tan desatendido en nuestra crítica de arte, y lo hace con un inteligente equilibrio entre el análisis del contexto directo y vivencial del grande y desafortunado polígrafo cubano, y su brillante captación del contexto cultural de su tiempo, que en ciertos rasgos sigue siendo el nuestro, en un nivel planetario.No conozco personalmente a Ibrahín Hernández Oramas.
Me desconcierta que, admirando yo tantísimo a Roberto Friol, como para haberle escrito, lo confieso, una carta de entusiasmo juvenil cuando publicó uno de sus poemarios, ahora Hernández Oramas me descubra un perfil tan brillante de quien seguirá siendo uno de mis poetas preferidos, pero cuyo valor real vengo a descubrir en este ensayo que me echa en cara una verdad cegadora: no, claro que no, Ibrahín, no sabía —aunque hubiera sido tan obvio— que ni Friol es puro origenismo, ni un poeta eternamente menor. Quizás defienda mi ignorancia diciendo que algo de eso presentía hace tres dècadas: pero el asunto central no es la intuición, sino la fundamentación clarividente.Hacía falta una lectura ancha y, sí, culta, como la de este ensayo que, por fin, nos revela, contra el adocenamiento irreflexivo de tanta crítica repetitiva, lo específico creador de un poeta que año tras año hemos ignorado en su grandeza verdadera, en su manera en entender no solo la poesía, sino la cultura misma de un tiempo fundamental para la isla, metida siempre en el drama de hallar su identidad.
Solo tiene sentido aquí y ahora que sea Hernández Oramas quien nos hable: “La grandeza del hallazgo poético en Friol se produce entonces cuando la palabra se reconoce permeada por el acceso a ese instante de experiencia de elegidos. La escritura, en su imposibilidad, encarna así la sombra de una «opción heroica» (según Bloom), pero, en última instancia, incompleta”. Ah, sí, mi desconocido Ibrahín sabe de Harold Bloom y de Northop Frye, y eso es, por sí mismo, un mérito en un panorama ensayístico cubano tan especializado en decir las mismas cosas, década tras década, con diferentes sintaxis y adjetivos, e ignorar la teorizaciòn ajena sobre la literatura y la crìtica.
Pero además de ese conocimiento orgánico y bien nacido del contexto macro de la teoría crítica que digan lo que digan no se puede desdeñar, hay también un tono que es renovadoramente suyo, desafiador e iconoclasta. Oigámoslo de nuevo descubrirnos un ángulo perdido de la historia poética cubana: “El consuelo del proceso quemante de la escritura se alcanza para Friol en cierto placer del historiar, en una bitácora de sus intentos en torno a un centro, en un recubrimiento del poeta-escriba por el poeta-testigo (imágenes estas que no se niegan, sino se complementan)”. Hernández Oramas nos ha devuelto no ya a un poeta incomprendido, sino una función de la poesía de hace pocas décadas: ¿de qué mayor fiesta de espíritu puede enorgullecerse un ensayista?
Y por lo mismo, ¿qué extraña y repentina iluminación producen ciertas afirmaciones de otros textos que no puedo comentar, no por falta de tiempo, ni siquiera por evitarme el hablar demasiado, sino porque de pronto descubro que puedo leer lenguajes que son más que palabras? Ariel Camejo, en un ensayo con un título afilado —“De género: de-generaciones y de-generados”—, a lo largo de un discurso de percepciones, latidos y razones, escribe entre otras una afirmación reveladora de una arista escamoteada del proceso identitario de de nuestra cultura, cubana y caribeña, y nos habla decrear un espacio, un lugar cultural en el cual el proyecto identitario es expuesto a un vértigo caótico, fragmentado en el horizonte de una escena que ya no es alegoría, sino pragmática de roces y polirritmos culturales en que la mirada aterriza, se sitúa al nivel del suelo y destierra los planos etéreos hacia el fondo.Y
es cierto, dramáticamente cierto, lo que nos tira a la cara. La identidad, en países como el nuestro, como todo el Caribe y América, es algo más complejo que un proceso lineal, acompasadamente histórico. Nos dice algo terrible y verdadero, que a lo mejor solo yo ignoraba: somos países crecidos en el remolino implacable. Y si el pobre Hegel nos creyó fuera de la historia, es porque no supo, no quiso ver que veníamos restaurando hasta hoy, y no por jóvenes, sino porque somos, en efecto, escenario no alegórico, la violencia de roces, es polirritmia que el ensayista me descubre en una idea que viene a completar, desde un tiempo nuevo, la intuición de Lezama, Carpentier, Pogolotti y Sarduy sobre la peculiaridad latinoamericana, barroco transhistórico, pero nuevo de pocos siglos; neobarroco de la permanente revolución, como decía Sarduy, el cosmólogo que, sin embargo, olvidó fijarse en la diversidad de ritmos que este ensayo nos descubre. Sí, tenemos que volver a crear nuestra conciencia de cultura.Por eso este libro se atreve, descarada, apasionadamente, a recolocar a Friol, a revisar la literatura de la diáspora en su cerca y su lejos lacerante, pero desde una voluntad que ya no es un esquema histórico —que a veces ha sido caricaturesco— de la cultura cubana.
Por eso había que encarar también, como lo hace el ensayo de Giselle Victoria, las fiestas de quince como un componente impactante del imaginario cubano contemporáneo, y también una especie de ominosa axiología. Nada puede estar tan cercano de lo que Carpentier, que quiso ser cubano y latinoamericano, consideró a la vez la magia y el realismo de nuestro continente. Virgilio Piñera y Elpidio Valdés, ¡qué espectacular confluencia en este libro! El documental rescatado en su función cabal de meditación sobre un presente y el presente, Sara Gómez y Guillén Landrián en firme pinta de contemporáneos de estos ensayistas que se diría empeñadosen alcanzar otra invención del ensayo cubano, en una forma dura y sangrante,abierta al mundo y a lo hondo de nosotros mismos.
Editado por: Maytée García
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