André Breton convirtió el surrealismo en acto de voluntad. O sea, su aparente contrario. Pero antes había abarcado todo el territorio en los márgenes de la realidad —o había renegado de la realidad, porque no le interesaba, para mirar más lejos— y había puesto nombre al mar de los inviernos de nuestro limbo psíquico entre oleadas blancas de abismos infinitos, ensoñados y desconocidos. Su fórmula fue lanzar un pase corto: desde un estado previo al pensamiento, a la palabra, hecha asidero de revelación.
Desprovista de lógica y convertida en fiebre del decir, la voz poética recuperó su lugar originario como respiración de la conciencia. Porque desde el principio, desde la psiquiatría con Freud al fondo sobre los cristales rotos de la escritura automática, la razón verbal había sido el enemigo a batir: su «Manifiesto del surrealismo» iba a transformar nuestro paisaje lírico de vida:
El surrealismo se basa en la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación desdeñadas hasta la aparición del mismo y en el libre ejercicio del pensamiento.
Eso iba a ser y fue hasta que Paul Éluard, Louis Aragon y el propio André Bretón se afiliaron al Partido Comunista en 1927.
Ahí acabó la vastedad de la asociación libre: el «Segundo manifiesto» surrealista supuso un regreso a una razón, revestida esta vez de justicia social. Pero Breton fue más visionario o rápido que otros y abandonó el partido ocho años después, porque el realismo marxista dejaba escaso margen para la libertad imaginativa, a no ser que uno la desarrollara sobre la brutal página en blanco, definitiva por otro lado, del desierto de nieve de Siberia. No fue, desde luego, nada surrealista André Breton cuando llamó a Salvador Dalí, su compañero de alucinaciones estéticas, «Ávida Dollars», pero su poesía bebía con lúcido asombro del caudal de Rimbaud, Apollinaire o Mallarmé, y no necesitaba ningún pretexto social. Quizá por eso nunca ha terminado de calar entre nosotros, aunque se le reconozca el magisterio: porque España es un país mucho más dado al realismo en el arte, comprometido o no, y al surrealismo en política.
Partiendo de ese discurso, ¿puede aplicarse el surrealismo al estudio de cualquier arte? Más allá de la expresión poética, donde la fórmula parece sencilla —o evidente, desde Góngora a Berta García Faet, pasando por el último Gimferrer, con esa asociación torrencial de belleza bebiendo en sus márgenes— ¿es posible establecer una estructuración en el análisis de cualquier obra de arte que nazca de un estadio anterior a su planteamiento, desde una región previa, hasta desembocar en su resultado? André Breton creía que sí; y después de disfrutar de El arte mágico, la maravilla que acaba de publicar Atalanta, yo también lo creo. El libro se publicó por primera vez en 1957, con una tirada mínima para los socios del Club Français du Livre, dentro de un proyecto con varios autores y tomos para el estudio del arte, y pronto se convirtió en objeto de culto para los bibliófilos franceses.
Pero en El arte mágico, André Breton miraba la creación desde el prisma de luz del surrealismo, sin espacio ni tiempo, con la visión poética de un hombre que había hecho de su estética una conquista personal. Siempre quiso publicarlo de nuevo, porque en aquella edición primera las ilustraciones se habían convertido en viñetas y Breton aspiraba a un diálogo máximo entre el texto y la selección de las imágenes, como explica Jacobo Siruela en su nota a la edición. Así, tras el iluminador ensayo introductorio, El arte mágico se estructura en tres partes: «El arte, vehículo de la magia», «Los tiempos modernos: crisis de la magia» y «La magia recobrada: el surrealismo». Sobre la encuesta final, planteada a Maurice Blanchot, Georges Bataille, Claude Lévi-Strauss, Leonora Carrington, René Magritte, Juan Eduardo Cirlot o Julien Gracq, entre muchos otros, Martin Heidegger respondió que dudaba sobre sus conocimientos para poderlo afrontar y del enfoque de las preguntas, y Octavio Paz que no hay arte sin magia en cualquier tiempo.
La hermosa edición de Atalanta resulta, visualmente, la culminación de esa obra en marcha de interpelación entre el inconsciente y el arte que vislumbró André Breton, desde los orígenes mágicos de la arquitectura en la cueva, custodiados por pueblos primitivos en riesgo de desaparición, el chamanismo o el misterio de los megalitos, con la isla de Pascua y el círculo de Stonehenge, o desde Creta a Roma; la lucha medieval contra la brujería, encarnada en El Bosco, la cábala o la alquimia, al análisis de Ingres, Gauguin o el poeta-pintor metafísico Giorgio de Chirico, junto a cineastas como Méliès, Josef von Sternberg y Abel Gance.
Para Breton, la magia es lo irracional puro y arcaico. De la América india hasta Orson Welles, todo es surrealismo antes del surrealismo. El resultado es elocuente: la conversación está ahí, en esa calidad visual de la página, con la magia anterior al planteamiento intelectual convertida en hallazgo de conciencia de una verdad artística, y no podemos parar de leer y mirar.
***
Tomado de El Mundo
Visitas: 20
Deja un comentario