Poeta, narrador, cantautor exitoso con más de 15 álbumes grabados, director de espectáculos realizados en los más diversos sitios del mundo, diseñador de jardines y de instalaciones a modo de museos en los que el visitante interactúa, André Heller (Viena, 1947) ha sido, además, actor de teatro y cine, DJ, presentador de radio y televisión, cofundador de un circo: en suma, un artista en el más amplio sentido de la palabra. El Jardín Botánico de Gardone Riviera, al norte de Italia, se cuenta entre sus creaciones poéticas: una verdadera Tierra de Fantasía, inundada de luz, donde conviven armoniosamente rosas alpinas y palmeras tropicales, bambúes de la China y espléndidos tulipanes europeos.
La obra escrita de Heller no solo incluye la poesía de sus canciones, sino también libros de memorias, novelas y cuentos en cuya atmósfera de ensueño se difuminan las fronteras entre realidad y ficción. La sencillez aparente de la prosa de Heller se asemeja a la de ciertos dibujos a línea, logrados solo tras largas horas de estudios y bocetos preparatorios. Su narrativa está poblada de interesantes y curiosos personajes y situaciones, pero lo que a mi juicio resulta más cautivador es su manera de abordarlos: una mirada tierna y compasiva, un tanto irónica, tal vez burlona a veces, pero siempre bondadosa y humana, capaz de despertar en el lector risas y lágrimas al mismo tiempo.
En 1999, la editorial cubana Arte y Literatura publicó su novela Buzo en la sombra (Schattentaucher). El texto que ahora presentamos pertenece a la antología publicada en Cuba por SurEditores bajo el título Y otra vez Viena (2006), con selección y traducción de quien escribe estos apuntes.
Plenitud
A veces, en julio, el sol parece declinar una o dos horas antes de su tiempo. Uno siente que todavía no puede ser tan tarde, que el claro atardecer ha comenzado solo ahora a reunir en las copas de los árboles a los pájaros, quienes proclaman desde allí los aconteceres celestes. Especialmente en el paisaje delimitado abajo por el Lago de Garda, y arriba por los pastos alpestres del Monte Lavino, el día puede precipitarse sin transición hacia la noche, como si el crepúsculo fuera superfluo en el alternar entre sol, luna y tierra.
Paseaba yo por la avenida de oleandros junto al malecón de Gardone, frente al Hotel Savoy, cuando me sorprendió semejante fenómeno y, de un paso a otro, me vi privado de la luz. Me detuve y extendí las manos, como hacen los que esperan cuando viene hacia ellos el amado o la amada. Por mucho que me esfuerce, no puedo recordar lo que me llevó a actuar así, pues no veía ni esperaba a nadie.
Pero pocos momentos después cobró sentido el sinsentido de mi gesto y, de manera tan inesperada como antes lo hicieran las tinieblas, apareció una joven, me abrazó sin una palabra, y yo también la abracé fuerte. De su cuerpo emanaba la más perfecta suavidad; sus cabellos olían a serrín y virutas, como si fuera hija o mujer de carpintero. No nos conocíamos, pero en aquel primer contacto nos conocimos totalmente el uno al otro. Después ella se separó y caminó por una callejuela que lleva desde el malecón hasta la calle principal. Puedo decir que esa muchacha representa el más dichoso instante de mi vida hasta ahora, y sin embargo no hice nada por volver a hallarla, pues nuestro encuentro había sido tan pleno que no dejó tras sí añoranza alguna.
Ciertos lectores criticarán lo increíble de tales incidentes, pero, ¿debo acaso mentir o callar la verdad, sólo porque hay tantas personas sin idea de los caprichos de la suerte, para los cuales siempre debe estar preparado un vagabundo e hijo del azar como yo?
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