El 8 de marzo de 1960, por primera vez, todas las naciones en el momento mismo en que muchas de ellas prosiguen una guerra secreta o proclamada reciben una invitación para salvar conjuntamente las obras de una civilización que a ninguna pertenece.
Durante el siglo pasado tal llamamiento hubiese sido quimérico, y no porque se ignorara lo que era el Egipto, pues se presentía su grandeza espiritual y se admiraba la majestad de sus monumentos. Pero si el Occidente lo conocía mejor de lo que conocía la India o la China, ese conocimiento se debía al hecho de que lo consideraba como unido a la Biblia. El Egipto pertenecía, como la Caldea, al Oriente de nuestra historia. Entre los cuarenta siglos de que hablaba Napoleón, el instante escogido era aquel en que Moisés los había contemplado.
Después, dentro de unos límites más estrechos de lo que se pueda pensar, el Egipto conquistó poco a poco su autonomía. Estaba aún intacta la primacía de la arquitectura y de la escultura grecorromanas. Baudelaire hablaba de la ingenuidad egipcia. Esos templos grandiosos eran, sobre todo, testigos, los únicos testigos que nos había legado el Oriente antiguo, como lo eran esas obras maestras, catalépticas, que a lo largo de tres milenios parecían unirse en el mismo eterno sueño. Y todo ello dependía más de la historia que del arte. En 1890 como en 1820, el Occidente, que se interesaba en estudiar al Egipto, no se habría preocupado por salvar sus obras.
Mas, en nuestro siglo, ha tenido lugar uno de los más grandes acontecimientos de la historia del Espíritu. Esos templos, en los que tan solo se veía un testimonio, han vuelto a ser lo que eran: monumentos. Esas estatuas han encontrado un alma. ¿Han reencontrado la suya propia? ¡De ninguna manera! El alma que hemos encontrado, que pertenece a esas estatuas y que nadie antes había descubierto, estaba ya en ellas.
Solemos decir de ese arte que es testimonio de una civilización en el mismo sentido en que decimos que el arte románico es el de la cristiandad románica. Pero nosotros solo conocemos realmente las civilizaciones que han sobrevivido. A pesar de la admirable labor de los egiptólogos, la verdad es que la fe de un sacerdote de Amón o la actitud fundamental de un egipcio frente al mundo son aun inaccesibles para nosotros. El sentido humorístico de ciertas inscripciones y de ciertos objetos, el pequeño pueblo de estatuillas, el texto en el cual un soldado llama a Ramsés con un apodo, de la misma manera como los grognards de la Guardia Imperial llamaban a Napoleón, la irónica sabiduría de los textos jurídicos, ¿cómo unir todo ello al Libro de los Muertos, a la fúnebre majestad de las grandes efigies, a una civilización que da la impresión de haberse mantenido durante tres mil años tan solo en beneficio de un más allá, de otro mundo?
El único Egipto antiguo que vive para nosotros es el sugerido por el arte egipcio… Y ese Egipto nunca ha existido, como tampoco existiría la cristiandad que nos sugiere el arte románico si por acaso ese arte fuera el único testimonio de ella. Egipto sobrevive en su arte y no en los nombres ilustres o en la lista de sus victorias… A pesar de Kadech, una de las batallas decisivas de la historia, a pesar de las cartelas repujadas y cinceladas por orden del intrépido Faraón que intentó imponer su posteridad a los dioses, Sesóstris está menos presente para nosotros que el pobre Akhnatón. Y el rostro de la reina Nefertiti obsesiona a nuestros artistas como Cleopatra obsesionaba a nuestros poetas; pero Cleopatra era una reina sin rostro y Nefertiti es un rostro sin reina.
El Egipto sobrevive gracias a sus formas artísticas. Y hoy sabemos que esas formas, como las de todas las civilizaciones de lo sacro, no se definen por su referencia a los hombres que parecen imitar, sino por el estilo que las hace entrar en un mundo que no es el de esos hombres. El estilo egipcio ha sido elaborado para servir de mediador, con sus formas más nobles, entre las efímeras generaciones de los hombres y las constelaciones que los conducen. Ese estilo ha divinizado la noche. Tal es lo que sentimos cuando nos acercamos, de frente, a la Esfinge de Gizeh; lo que yo mismo sentía la última vez que la vi a la caída de la tarde: A lo lejos, la segunda Pirámide cierra la perspectiva y hace de la colosal máscara fúnebre el guardián de un ardid tendido contra las arenas del desierto y contra las tinieblas. Es la hora en que las viejas formas vuelven a encontrar el cuchicheo de seda con el cual responde el desierto a la inmemorial prosternación del Oriente; la hora en que esas formas reaniman el lugar donde hablaron los dioses, alejan la inmensidad informe y ordenan las constelaciones que parecen surgir de la noche tan solo para gravitar en torno de ellas.
Después de lo cual el estilo egipcio, a lo largo de tres mil años, traduce lo perecedero al lenguaje de lo eterno.
Comprendamos bien que ese estilo no nos afecta solamente como un testimonio de la historia ni como eso que antaño se llamaba la belleza. La belleza ha llegado a ser uno de los mayores enigmas de nuestro tiempo: la misteriosa presencia por la cual las obras del Egipto se unen a las estatuas de nuestras catedrales o a los templos aztecas, a las grutas de India o de China, a los cuadros de Cezanne y de Van Gogh y a las obras, en fin, de los más grandes artistas muertos o vivos, en el Tesoro de la primera civilización mundial.
Gigantesca resurrección de la cual el Renacimiento nos parecerá en breve como un tímido esbozo. Por primera vez, la humanidad ha descubierto un lenguaje universal del arte, cuya fuerza sentimos sobremanera aunque conozcamos mal su naturaleza. Esa fuerza viene, sin duda, del hecho de que ese Tesoro del Arte, del cual por primera vez la humanidad tiene conciencia, nos aporta la más espléndida victoria de las obras humanas sobre la muerte. Al invencible «nunca más»; que impera sobre la historia de las civilizaciones, ese Tesoro imperecedero opone su grandioso enigma. Del poder que hizo surgir al Egipto de la noche prehistórica, nada queda; mas el poder que creó los colosos hoy amenazados y las obras maestras del Museo del Cairo nos habla con una voz tan alta y tan noble como la de los maestros de Chartres y como la de Rembrandt. Nosotros, en verdad, no tenemos en común con los autores de esas estatuas el mismo sentimiento del amor, ni tampoco el de la muerte, y tal vez ni siquiera el modo de mirar sus obras. Pero, ante esas obras, el acento de esos escultores anónimos y olvidados durante dos largos milenios nos parece tan invulnerable a la sucesión de los imperios como el acento del amor materno. Ello explica por qué, señor Director General, tantos nombres soberanos se asocian al llamamiento que acabáis de hacer.
No podremos felicitaros lo bastante, señor Director General, por haber preparado un plan de una audacia magnífica y precisa, al mismo tiempo que hace de vuestra empresa un Valle de Tennessee de la arqueología. Pero aquí se trata de algo más que de una de esas enormes empresas en las que suelen rivalizar los grandes Estados modernos. Y el objeto preciso de vuestra acción no debe ocultarnos su significado profundo. Si la UNESCO intenta salvar hoy los monumentos de Nubia, ello se debe al hecho de que están amenazados, y claro está que intentaría asimismo salvar otros grandes vestigios, Angkor o Nara por ejemplo, si estuvieran también en peligro. Como otros lo hacen, durante esta misma semana, en favor de las víctimas de la catástrofe de Agadir, dirigís un llamamiento a la conciencia universal en favor del patrimonio artístico de los hombres. ¡Ojalá no tuviéramos necesidad de escoger entre las estatuas y los hombres! —decíais hace poco—, y nos proponéis, señor Director General, que pongamos por primera vez al servicio de las imágenes, para salvarlas, los poderosos medios que hasta ahora solo se habían puesto al servicio de los hombres. Tal vez ello es así porque la perennidad de las efigies ha llegado a ser para nosotros una forma de la vida…
En el momento en que nuestra civilización intuye que hay en el arte una misteriosa trascendencia y que el arte es uno de los medios, aunque todavía oscuros, de su unidad; en el momento en que nuestra civilización reúne las obras de tantas civilizaciones que ayer se odiaban o se ignoraban las unas a las otras y que hoy se unen fraternalmente, proponéis una acción que quiere convocar a todos los hombres contra todos los grandes naufragios. Vuestro llamamiento no pertenece a la historia del Espíritu por el hecho de que quiere salvar los monumentos de Nubia, sino porque con él la primera civilización planetaria reivindica públicamente el arte mundial como su indivisible patrimonio. En la época en que creía que su herencia comenzaba en Atenas, el Occidente veía con ojos distraídos la destrucción de la Acrópolis…
En las lentas aguas del Nilo se han reflejado las multitudes desoladas de la Biblia, el ejército de Cambises y el de Alejandro, los jinetes de Bizancio y los de Alá, y los soldados de Napoleón. Cuando pasa sobre el río el viento de arenas rumorosas, sin duda su vieja memoria une, indiferente, la esplendorosa polvareda del triunfo de Ramsés y el polvo miserable que dejan tras de sí los ejércitos vencidos. Y una vez disipadas las arenas, el Nilo vuelve a encontrar las montañas esculpidas y los colosos cuyo inmóvil reflejo acompaña desde hace tanto tiempo su murmullo de eternidad.
Aquí tienes, viejo río cuyas crecidas permitieron a los astrólogos fijar la más antigua fecha de la historia, los hombres que transportarán esos colosos lejos de tus aguas a la vez fecundas y destructoras. Esos hombres vienen de todos los rincones de la tierra. Al caer la noche, volverás a reflejar las constelaciones bajo cuyo claror ofició Isis sus fúnebres ritos, como reflejarás también la estrella que contemplara Ramsés. Pero el más humilde de los obreros que salvarán las efigies de Isis y de Ramsés podrá decirte lo que tú has sabido siempre y que ahora escucharás por vez primera: solo existe un acto sobre el cual no prevalecen la indiferencia de las constelaciones ni el eterno murmullo de los ríos, ¡y es el acto que permite al hombre arrebatar alguna cosa al imperio de la muerte!
* El 8 de marzo de 1960, André Malraux, Ministro de Estado en la Cartera de Asuntos Culturales de Francia, presidió la ceremonia celebrada en la Casa de la Unesco que inauguraba la Campaña Internacional en favor de la Conservación de los Monumentos de Nubia.
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Tomado de UNESCO
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