Ángel Escobar no llegó a cumplir los 40, pero su obra poética es hoy ‒a un cuarto de siglo de su muerte‒ una de las que mayor atención merece de la crítica y con más interés buscan los lectores en bibliotecas y reediciones.
Quien escribe estas líneas se confiesa uno de esos lectores gustosos de la obra de Ángel Escobar, con quien coincidió muchos años atrás en algún que otro encuentro de la entonces Brigada Hermanos Saíz, institución de la cual Escobar fue uno de los miembros de su ejecutivo en la capital. Ya por entonces había ganado el Premio David de Poesía con un libro que todavía nos sorprende: Viejas palabras de uso, publicado en 1978.
Fue Escobar un intelectual de múltiple hacer. Se graduó de Arte Dramático en 1977 en la Escuela Nacional de Arte y en 1984 lo hizo en Artes Escénicas en el Instituto Superior de Arte. De su labor como dramaturgo queda la obra Ya nadie saluda al rey, estrenada en 1989. Y mencionemos que también publicó, en 1992, un volumen de relatos, Cuéntame lo que me pasa, además de que dejó inéditos otros textos del género ensayístico.
Pero es la cuerda poética la que nos desvela a un Ángel Escobar cuya autenticidad creadora deslumbra en su sencillez desgarradora y su desnudez autobiográfica, más allá de fórmulas o clisés.
Oiga, Maestro, quiero que me escuche
como si me estuviera muriendo
por si eso lo conmueve,
y que me dé un consejo.
Muérete de una vez,
me dijo el Maestro:
pero no puedo prometerte nada—
y menos un consejo—
porque los muertos son los peores.
(«Lo que buscábamos»)
Los libros de Ángel Escobar se suceden, el poeta es tenaz y halla en la palabra el modo de sofocar un tanto su fiebre interior. Quien lo lee descubre, cada vez más, la presencia de dos elementos: el amor a la esposa y compañera, y la muerte que ronda y destruye.
Señala el crítico y ensayista Enrique Saínz, quien tuvo a su cargo el prólogo de la Poesía completa de Ángel Escobar (Ediciones Unión, 2006), que son los suyos «poemas de un hombre en perpetuo desasosiego, poseído por un mal incurable y devastador que apenas le permitió entrever y disfrutar algunos momentos de paz y sosiego».
Premios David y Roberto Branly de la Uneac en 1978 y 1985, respectivamente, cada libro eslabona nuevos elementos en la vida del autor. Están ahí Epílogo famoso (1985); Allegro de sonata (1987); La vía pública (1987); Malos pasos (1991); Todavía (1991); Abuso de confianza (1992); Cuando salí de La Habana (1996); El examen no ha terminado (1997) [del cual se ha tomado el poema que acompaña estas notas] y La sombra del decir (1997).
Estoy parado en esta esquina
entre la cordillera y el mar,
entre el sur y el desierto.
Soy pobre, pero no puedo vender mi pobreza,
ni cambiarla por un augurio.
Seguramente estoy esperando algo
parado en esta esquina del mundo,
pero ya no sé qué. Quisiera
ser una chispa en algún fogón,
en alguna cocinería, en el campo.
(…) Ahora estoy parado en esta esquina –
entre una rodilla rota y un latón de basura,
entre un paredón y un diente de menos.
Hablo con calma, solo; ni siquiera puedo ser
un mendigo: no tengo dones para eso.
(«El anciano»)
De «tortuosa, inclemente, suicida» llama Efraín Rodríguez Santana a la poesía de su amigo entrañable. Guantanamero de nacimiento (el 3 de marzo de 1957), y con raíces familiares —traumas, dolores, visiones— tan profundas en su espíritu como para no abandonarlo jamás, Ángel Escobar se suicidó en La Habana el 14 de febrero de 1997.
Esta muerte, que para él es un grito de libertad del cuerpo atenazado por el espíritu, llega para Ángel Escobar en plena madurez, cuando su obra ha revelado ya los hallazgos más notables de un carácter, personalidad y talento singulares dentro de la literatura cubana de la segunda mitad del siglo XX. Invitar a la lectura de los versos de este autor no es una mera propuesta, diríase mejor que una obligación asumida con entera responsabilidad.
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