Sobre el autor
Ann Radcliffe (Londres 9 de julio de 1764 – 7 de febrero de 1823) fue una novelista británica, cuyos relatos, caracterizados por sus argumentos misteriosos, su atmósfera de terror y sus paisajes llenos de poesía, contribuyeron a crear la llamada novela gótica.
En el año 1787 Ann Ward contrajo matrimonio con el periodista William Radcliffe, editor del English Chronicle, quien la animó a publicar las historias que escribía como un pasatiempo. Poco tiempo después, Ann publicaba su primera novela, The Castles of Athlin and Dunbayne, una historia ambientada en las tierras escocesas que pasó bastante desapercibida. A pesar de eso Ann continuó escribiendo relatos de terror con damas lánguidas en apuros que tuvieron buena aceptación de un amplio público, especialmente femenino, y que la llevaron a ser considerada durante una época fue la novelista más famosa de Inglaterra.
Entre sus novelas más conocidas se encuentran Aventuras del bosque (3 volúmenes, 1791), Los misterios de Udolfo (4 volúmenes, 1794) y El italiano (3 volúmenes, 1797).
Como homenaje en el aniversario de su natalicio, compartimos el primer capítulo de una de sus novelas más célebres, cuya fama llevaría a Jane Austen a parodiar esta obra en La abadía de Northanger.
Fragmentos de su obra
Los misterios de Udolfo
Capítulo I
el hogar es el refugio,
del amor, del júbilo, de la paz, y mucho más, donde
soportando y soportando, refinados amigos
y queridos parientes se unen en la felicidad.
THOMSON
En las gratas orillas del Garona, en la provincia de Gascuña, estaba, en 1584, el castillo de monsieur St. Aubert. Desde sus ventanas se veían los paisajes pastorales de Guiena y Gascuña, extendiéndose a lo largo del río, resplandeciente con los bosques lujuriosos, los viñedos y los olivares. Hacia el sur, la visión se recortaba en los majestuosos Pirineos, cuyas cumbres envueltas en nubes, o mostrando siluetas extrañas, se veían, perdiéndose a veces, ocultas por vapores, que en ocasiones brillaban en el reflejo azul del aire, y otras bajaban hasta las florestas de pinos impulsados por el viento. Estos tremendos precipicios contrastaban con el verde de los pastos y del bosque que se extendían por sus faldas. En ellas se veían cabañas, casas o simples edificios, en los que reposaba la vista después de haber llegado a las alturas cortadas a pi co. Hacia el norte y el este, las llanuras de Guiena y de Languedoc se perdían en la distancia; al oeste estaba situada la Gascuña bañada por las aguas del Vizcaya.
A monsieur St. Aubert le encantaba pasear con su esposa y su hija por el margen del Garona y escuchar la música que producía su oleaje. Había conocido otras formas de vida que no eran de tanta simplicidad pastoril, participando en las bulliciosas y ocupadas actividades del mundo; pero el elogioso retrato que se había forjado en su juventud de la humanidad, la experiencia lo había ido corrigiendo dolorosamente. Sin embargo, después de las distintas visiones de la vida, sus principios no se habían visto conmovidos, ni su benevolencia perjudicada. Se retiró de la multitud, «más con pena que con ira», al escenario de la simple naturaleza, al puro deleite de la literatura y al ejercicio de las virtudes domésticas.
Era descendiente de la rama más joven de una familia ilustre. Las deficiencias de la riqueza patrimonial pueden ser suplidas por una excelente alianza matrimonial o por el éxito en las intrigas de los negocios públicos. Pero St. Aubert tenía un excesivo sentido del honor para tener en cuenta la segunda posibilidad y muy poca ambición para sacrificar a la riqueza lo que él llamaba felicidad. Tras la muerte de su padre, contrajo matrimonio con una mujer amable, de su mismo nivel social y de una fortuna no superior a la suya. El fallecido monsieur St. Aubert tenía un sentido de la liberalidad, o de la extravagancia, que había influido en sus asuntos, que obligaron a su hijo a deshacerse de una parte de los dominios familiares, y, algunos años después de su matrimonio, los vendió a monsieur Quesnel, hermano de su esposa, y se retiró a una pequeña propiedad en Gascuña, en donde la felicidad conyugal y los deberes de padre dividían su atención con los tesoros del conocimiento y las iluminaciones del genio.
Desde su infancia había estado en contacto con esa zona. Cuando era niño había hecho frecuentes excursiones y las impresiones que guardaba en su memoria no se habían visto alteradas por las circunstancias. Los verdes pastos que con tanta frecuencia había recorrido en la libertad de su juventud, los bosques bajo cuyas sombras refrescantes se había sumido en los primeros pensamientos melancólicos, que más tarde habían de ser una de las notas más acusadas de su carácter, los paseos por las montañas, el río, en cuyas aguas había nadado, y las llanuras distantes, que le recordaban sus más tempranas esperanzas, siempre fueron evocados por St. Aubert con entusiasmo. Y, al final, se había separado del mundo y retirado allí para realizar los deseos de muchos años.
El edificio, como era entonces, tenía el aspecto de una casa de verano, que llamaba la atención de cualquier extraño por su simplicidad o por la belleza de sus alrededores; por ello fue preciso hacer una serie de adiciones para convertirlo en una confortable residencia familiar. St. Aubert sentía un especial afecto por cada parte de la construcción que le recordaba su juventud, y no permitió que fuera quitada una sola piedra; de tal modo, que el nuevo edificio, adaptado al estilo del antiguo, formaba con él una residencia simple y elegante. El buen gusto de madame St. Aubert se ocupó de los interiores, en los que se observaba una casta simplicidad tanto en los muebles como en los ornamentos de las habitaciones, que definían las costumbres de sus habitantes.
La biblioteca ocupaba el lado oeste del castillo y fue enriquecida con una colección de los mejores libros en las lenguas antiguas y modernas. Esta habitación se abría a una arboleda, situada en un leve declive que caía hacia el río, y los altos árboles le daban una sombra melancólica y grata; mientras que desde las ventanas se podía admirar todo el paisaje del lado oeste y, hacia la izquierda, los tremendos precipicios de los Pirineos. Junto a la biblioteca había un gran invernadero, totalmente lleno de plantas de gran belleza y poco conocidas, porque una de las distracciones de St. Aubert era el estudio de la botánica. Para él era una fiesta, con su mente de naturalista, recorrer las montañas vecinas, a lo que con frecuencia dedicaba todo el día. Madame St. Aubert le acompañaba a veces en aquellas pequeñas excursiones y más a menudo su hija. Con una pequeña cesta recogían plantas, mientras que solían llevar otra con alguna bebida fría de las que no podían conseguir en las cabañas de los pastores. Pasaban así por los escenarios más románticos y magnificentes, sin que nada les distrajera de su trabajo. Llegaban a las rocas de difícil acceso con su entusiasmo, y cuando no alcanzaban sus objetivos, se entretenían entre las flores silvestres y las plantas aromáticas que brotaban en las rocas o nacían en la hierba.
Al lado del invernadero, por el lado este, mirando hacia las llanuras de Languedoc, había una habitación que Ernily consideraba como suya y en la que tenía sus libros, sus dibujos, sus instrumentos musicales y algunas plantas y pájaros favoritos. En ella se ejercitaba habitualmente en las artes de la elegancia, que cultivaba sólo porque coincidían plenamente con sus gustos, y en las que su talento natural, asistido por las instrucciones de monsieur y madame St. Aubert, hacían que destacara. Las ventanas de esta habitación eran particularmente agradables; llegaban hasta el suelo y se abrían sobre la zona de césped que rodeaba la casa. La vista se recreaba en los almendros, las palmeras, fresnos y mirtos, hacia el lejano paisaje por el que corrían las aguas del Garona.
Cuando concluía el trabajo, los campesinos disfrutaban del clima por la tarde bailando en grupos en las márgenes del río. Las vivaces melodías, los pasos debonnaire, las airosas figuras de los bailarines, con el buen gusto y el modo caprichoso con el que las muchachas se ajustan sus sencillos vestidos, daban a las escenas un carácter totalmente francés.
La parte frontal del castillo, en un estilo del sur, se abría a la grandeza de las montañas. A la entrada, en el piso bajo, había un vestíbulo rústico y dos amplios cuartos de estar. El primer piso, que era el último, estaba integrado por las alcobas, a excepción de una de las habitaciones que tenía una terraza, que utilizaban generalmente para tomar el desayuno.
En todo el terreno que rodeaba la casa, St. Aubert introdujo mejoras de muy buen gusto, aunque el cariño que sentía por los objetos que le recordaban su infancia había hecho que en ocasiones sacrificara el buen gusto al sentimiento. Había dos alerces que daban sombra al edificio y limitaban la visibilidad. St. Aubert había declarado en alguna ocasión que creía que debía tener la debilidad suficiente para llorar cuando los talaran. Además de estos alerces, había plantado una pequeña arboleda de hayas, pinos y fresnos. En las corrientes de la orilla del río, había un naranjal, limoneros y palmeras, cuyos frutos, en el fresco de la tarde, despedían una deliciosa fragancia. Con ellos se mezclaban algunos árboles de otras especies. Allí, bajo la sombra de un plátano silvestre, que extendía sus ramas hacia el río, se sentaba St. Aubert en las tardes de los veranos, con su esposa y los niños, para contemplar, entre sus hojas, la puesta del sol, el esplendor suave de las luces desapareciendo en el paisaje lejano, hasta que las sombras del crepúsculo se reunían en un soberbio color gris. Allí, también, le gustaba leer, conversar con madame St. Aubert o jugar con sus hijos, dejándose llevar por la influencia de aquellos afectos dulces, rodeado de simplicidad y de naturaleza. Había dicho con frecuencia, mientras lágrimas de satisfacción brotaban de sus ojos, que aquellos momentos eran infinitamente más agradables que cualquiera de los que había pasado en los escenarios brillantes y tumultuosos que son admirados por el mundo. Su corazón tenía todo lo que ambicionaba y ningún otro deseo de felicidad ocupaba su interés. La conciencia de comportarse como debía se reflejaba en la serenidad de sus maneras, lo que nada hubiera podido sustituir en un hombre de unas percepciones morales como las suyas, y que confiaban su sentido de todas las bendiciones que le rodeaban.
La sombra más profunda del crepúsculo no le inclinaba a abandonar su lugar favorito junto al plátano silvestre. Era feliz en esas últimas horas del día en las que se apagan los últimos rayos de luz; cuando las estrellas, una tras otra, tiemblan en el éter y se reflejan en el espejo oscuro de las aguas. Esas horas, que por encima de las restantes, llenan la mente de ternura y elevan a la contemplación sublime. Con frecuencia tomaba su cena campesina de leche y frutas bajo los suaves rayos de la luna que penetraban entre las ramas. Entonces, en la calma de la noche, le llegaba el canto del ruiseñor, respirando dulzura y despertando la melancolía.
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