Hasta el día de hoy no he conocido una que me guste. Quizá un poco la de la foto que está en la pared de mi cuarto, pero no la recuerdo bien. Y, para ser sincera, no sé si me gusta por sí misma o por la niña que apoya en ella su rodilla, la niña que fui y que tampoco recuerdo.
De ese modo comienza el breve y sutilmente intenso relato titulado La silla, de Anna Lidia Vega Serova, escritora cuyo nombre escuché por vez primera cuando se cerraba el milenio en el que el ser humano ascendió al espacio e hizo algunas invenciones de valor, entre ellas obras literarias como El jardín de los senderos que se bifurcan, Más sobre escaleras o Conejito Ulán. El enunciador de la ocasión, cuyo nombre apenas recuerdo —quizá sea una invención justificada solo este ámbito, pues se ha de seguir la pauta de Macedonio Fernández y no aceptar que la realidad se interponga—, aseguraba con entusiasmo que Anna Lidia, así con familiaridad —algo que nunca he confirmado— y fervor mediantes, era una de las mejores representantes de la narrativa cubana.
En esos tiempos rodaba por algunas manos su libro B. P. pequeño volumen, ganador del Premio David, 1998. Para muchos era una novedosa manera de mirar y contar, dígase testificar, que se me hizo cierta. Pasó algún tiempo y me encontré con Anna Lidia, empecé a darme cuenta de lo que se reafirma hoy, pasados más de veintes años: Su manera de contar es otra, otra en dos sentidos. Lo primero, se necesita apuntar con señales muy visibles su punto de vista, la singularísima capacidad de mirar la realidad y filtrarla por una muy bien solapada agudeza, matizarla con un lenguaje que de admirable manera mezcla lo objetivo y el lirismo, todo eso elaborado con cuidadosa simetría. «Quiero decir y digo, así es y así lo muestro», pareciera aclarar la autora. Coloca objetos y con ellos la subversión de su entorno, para que al mirarlos —aunque sea de reojo— sepamos que en cada uno está todo lo otro, esa carga de la vida cotidiana a la que hay que agregarle sustancia y premura.
Al revisar el índice, Mirada de reojo es el inventario del interior de una casa habitada: La cama/ La mesa/ La silla/ El sofá/ El televisor/ El equipo de música/ La computadora/ El reloj/ El fogón/ El libro/ La ventana/ El espejo/ La puerta/ El fogón/ El ropero/ La lámpara/ El estante/ La bañera/ El baúl/ La cortina/ El teléfono/ La gaveta/ La alfombra/ La vajilla/ El bicho/ La agenda/ El bolígrafo/ El dinero/ El refrigerador/ El cigarro/ El techo / El alcohol/ El pincel/ El café/ El inodoro/ La pared/ La escoba/. En dichos sustantivos se hilvana una cadena tangible; pero la alusión a los seres que se relacionan con ellos parece estar en segundo plano, mensaje subliminal, diría un comunicólogo; los ha colocado allí, pero sabe quien lee que no se trata de un agregado, sino de los protagónicos, los que llevan la carga de la vida. Es un ardid en la construcción textual, artificio que tiene el don de no parecer. La autora sabe muy bien que la belleza de la escritura radica en lo que Borges [Jorge Luis] (1989-1986) llamara secreta complejidad. Estas preceptivas conducen a lo que podríamos llamar estilo, palabra que desde mediados y finales del siglo XX (lamentablemente) algunos ven como adversaria.
En Mirada de reojo viene a confirmarse, por qué Anna Lidia Vega Serova es su estilo. En sus cuentos lo cotidiano, su madeja de azares, la virtud de la relación del destino y lo circunstancial, la ineludible aparición de epifanía, a pesar del carácter pendular de lo humano, de sus regresos, esa aparente reiteración de hechos, es una condición en la que se viaja hacia el otro, el lector. Porque esa es otra ganancia, el alter ego para el cual se escribe, está siempre allí, sumergido en una continuidad de pequeñas escenas que se erigen como una obra teatral minimalista, ideal para cortos de stop motion, guion suficiente para lograr complicidad, sobre todo por su honda concepción del mundo.
La lectura lleva a un acontecer no velado, a una claridad que no pasa por alto los grandes dilemas de la existencia humana. Cuando se llega a las páginas finales queda un hábil sabor a desventura. Los grandes temas humanos —aquí están todos, no exagero— llegan con un desplazamiento cuidadoso y punzante. Para dar fe de ello vale hacer dos acotaciones:
Léase en el cuento «El reloj», su habilidad para desarrollar una tropología afinada y coherente:
O el horror ante sus tripas dentadas, su forma abúlica de engullir el tiempo, su implacable fidelidad, los silencios aplastantes entre latido y latido, su omnipresencia, su facilidad para el camuflaje y mutaciones, su aparente candidez, su absoluta insensibilidad mecánica…
Por otra parte, en el cuento «La escoba», hay dos párrafos que separados del todo parecieran arbitrarios:
Si una noche de luna llena echas unas monedas a la entrada de tu casa y luego las barres hacia el interior repitiendo venga la prosperidad, venga a chorros, al amanecer encontrarás los bolsillos repletos de dinero.
El otro:
Si vas al bosque a la medianoche, te desnudas, enciendes cinco velas (cuatro hacia los puntos cardinales y la quinta en el medio), esperas a que se consuman sin dejar de bailar al son de tu pandereta, y seguidamente te untas el cuerpo con la cera derretida, podrás usar tu escoba como medio de transporte económico y seguro.
Nótese en ello el juego entre lo externo y lo íntimo, nótese cómo se desliza una ironía que en el cierre del texto se nos muestra como un acto de sabiduría:
Nunca debes usar tu escoba mágica con fines utilitarios. Si deseas hacer la limpieza en tu hogar puedes adquirir en cualquier tienda un objeto vulgar de colores llamativos. Sirve para barrer el suelo, quitar polvo de las paredes y telarañas del techo. Pero nunca, jamás lograrás que vuele.
Fíjese y désele el esplendor que tiene —y el que el lector sea capaz de urdir—, fíjese el modo sentencioso:
- Nunca debes usar tu escoba mágica con fines utilitarios;
- Adquirir en cualquier tienda un objeto vulgar de colores llamativos;
- Sirve para barrer el suelo, quitar polvo de las paredes y telarañas del techo;
- Nunca, jamás lograrás que vuele.
De eso se trata, estamos ante un libro que debe ser mirado como un testimonio individual de un tiempo que también será la historia; pero es, además, una experiencia en la que por el modo de operar gana el cuento como obra de arte, como gana la lengua que recibe articulaciones cohesionadas. Su manera de decir es un raro y hermoso acertijo, un juego en el que cada palabra se levanta y va como nueva al paisaje espiritual.
Cada cuento, cuando se ubica en el núcleo de los círculos, se extiende en ellos en busca de lo inmenso. Se trata de textos camuflados, hechos que se colocan en segundo plano y en la medida que el lector recorre los objetos se va diluyendo en un cuadro social que evoca y redime, todo a través de pequeñas cadenas de sucesos, desplazadas en un tapiz que permite un lenguaje con asiento y capacidad de vuelo, articulado desde la mejor tradición literaria, con un viso intertextual de costuras finísimas y un diálogo con los tres tiempos; además, con la suficiente valentía como para cumplir la máxima de Píndaro, «Sé el que eres». Confirmada luego por Pessoa, «Para ser tú, sé entero, nada tuyo exageres o excluyas». Eso y el probado hecho de que se cuenta y se deja el halo de la historia, bastaría para decir como el querido Eliseo Diego: «Esto es la vida».
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