En una nota al pie de Una habitación propia, en relación con James Frazer y La rama dorada, Virginia Woolf dice que los antiguos germanos creían que había algo sagrado en las mujeres, y que por ese motivo consultaban a muchas de ellas como oráculos. No estoy insinuando que Anna Lidia Vega sea un oráculo, pero sí creo que, de algún modo, empezó su camino en la literatura ejerciendo una suerte de mirada oracular, que, a diferencia de otros caminos literarios, le ha permitido arrojar varias anclas para emplazarse y radicarse, y para que determinados territorios del yo (frecuentes, tradicionales y hasta rutinarios) se metamorfoseen en un espacio, el de los demás, y viceversa: el de los demás en un espacio del yo, a sabiendas de que no hay forma de ser uno mismo si los otros no devuelven, en el espejo momentáneo que son o podrían ser, nuestra imagen incrementada o intervenida o glosada o destrozada gracias al lenguaje.
Conocí a Anna Lidia Vega hará veinte años, muy cerca de aquí, en el Palacio del Segundo Cabo, cuando yo me encargaba de enrumbar, entre mediados y fines de los años 90 (la época de los novísimos), la publicación de novelas y cuentos en la Editorial Letras Cubanas. Y enseguida su forma de hablar y su aspecto se concertaron acoplándose de un modo especial. Creo que usaba trenzas y hasta un vestido no extraño, pero sí separado de lo habitual. Me traía un libro de relatos que, en lo concerniente a mi gusto, siempre me ha parecido el más inseminador de los suyos porque contiene embriones vivos, resonantes aún: Bad Painting. Recuerdo que llevé el manuscrito a mi casa. Empecé a leerlo con entusiasmo, a sabiendas de que estaba concursando en el Premio David —yo quería que obtuviera ese premio y al mismo tiempo me interesaba mucho editar el libro—, y de pronto se supo que ella era la ganadora. Desde entonces ha estado ella ahí, con sus historias, desplegando una persistencia hija de la convicción.
Si no recuerdo mal, fue el narrador Rogelio Riverón quien dijo que si él fuera Anna Lidia Vega Serova, firmaría sus libros sólo como Anna Serova, para instaurar un falso seudónimo, o un heterónimo arduo, en los límites de la perturbación, capaz de dibujar un conjunto de máscaras y fundar una mitografía más o menos recurrente. Pero creo que no ha hecho falta,puesto que el otro lado del nombre (Lidia Vega, imagínense ustedes cómo suena) también tiene su sustancia. Porque la escritora ha avanzado por un sendero que siempre me he inclinado a aplaudir, aunque suele malinterpretarse: ella no se prodiga.
A propósito de ese sendero, labrado por medio de la presencia entre nosotros de un conjunto de libros que la distinguen con claridad y mucho énfasis de otros escritores, habría que decir que Anna Lidia Vega ha creado un personaje tipológico, un personaje casi global que viene a constituirse en el centro mismo de su poética y que utiliza varios antifaces dentro de la duda vital, la ilusión, la recaída, la separación y el alejamiento, la autoconciencia, la obsesión por el cuerpo, la construcción de la amistad, el ajuste lingüístico de los diversos grados de la sinceridad, el sexo, el deseo que acaba en el orgasmo, el drama de la comunicación, la legibilidad del yo, y el estilo de las confidencias. Ese personaje, claro, es una mujer, y esa mujer se refugia con intrepidez en sus estancias privadas compartibles, se ha entrenado en la tasación (y el culto) de las dádivas y los merecimientos de la existencia, y se impone a sí misma caminar por ciertos bordes donde la felicidad o es precaria o es embarazosa.
Hay construcciones narrativas confesionales—enramadas en el follaje de lo cotidiano cuando se articula con la inmediatez del yo que se reparte en los objetos, en sus pequeñas historias, en sus descendencias y genealogías, en las historias de otros, y en la consiguiente modulación de la sensibilidad de esos personajes—, hay construcciones narrativas confesionales, repito, que abrevan allí y van horneando una especie de hojaldre en espacios domésticos que, lejos de lo obvio,van transformándose, sin embargo, en sitios para la interrogación y el misterio. Esa es, lo diré así, casi la única manera en que esas narrativas toleran la condición de literatura. Y lo hacen porque crean un sistema que trasciende el orden aparencial y sólido de las cosas, y porque dependen (pura magia de lo real) no de la percepción, sino de la percepción de la percepción. Ella, Anna Lidia Vega, conoce bien ese fenómeno casi meta-narrativo: cómo apresar (pintar, registrar, objetivar) los sesgos y las rutas de los breves laberintos de la percepción que sus personajes hacen funcionar. Y allí vivir es hacerlo anómalamente cuando se cree que el mundo o está muy mal o le faltan un montón de cosas.
No me resisto a escribir esta frase terrible: los cuentos de Anna Lidia Vega son un poco como creo que es Anna Lidia Vega. Hablo de la personalidad de una mujer que comprende el valor de la ilusión y que, al mismo tiempo, teme o repudia el carácter esencialmente maldito de la ilusión. Parece que no hay que desear demasiado, como en las filosofías orientales que nos inducen a la renuncia. O que hay que desear bien poco, fijándonos en la autenticidad de lo inestimable, mientras uno conserve algunos recuerdos de aquello que es la esencia de la dicha personal, cuando el reino del deseo se ha convertido ya en el reino de las excepciones, o de la casualidad providencial, lo mismo en dirección al pasado que en dirección al futuro.
A medida que aprendemos de la vida y, minuto a minuto, envejecemos, el espejismo de la universalidad nos atraviesa con su fulgor y su penumbra, y alcanzamos a distinguir lo ecuménico en nosotros mismos. Los libros de Anna Lidia Vega han estado fundando una intensidad de mujer asible e inasible en su asteroide. Se trata de una intensidad que prácticamente no se muda a otros dominios, pues cultiva capa a capa, objeto a objeto, la revelación del espacio interior en el espacio exterior, como si uno fuera la traducción del otro en la memoria y el presente.
La veo, en sus narraciones, como una coleccionista de adversidades y trofeos, de padecimientos y breves (pero sólidos) optimismos, de preguntas y superficies escrituradas, de tazas de café y recortes de papel, de figuritas fantasmáticas que hablan en los textos, de pigmentos e hilos de placer que brotan en el sexo de sus personajes y corren hasta endurecerse, con algún brillo pasajero, como de laca, allí donde la memoria podría poner una señal de aviso acerca del júbilo de la compañía. Oscar Wilde, que en nuestro tiempo habría sido una estrella de rock, dijo que la finalidad del arte es crear estados de ánimo con fuerza suficiente como para inducirnos a actuar. He aquí una literatura que nos llega como testificación incesante de la persona, en las grandes preguntas que no se nombran, por suerte, pero que están en los libros de la escritora, apremiadas por nuestra imperfección y nuestro apetito.
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