Esencial en el trabajo humorístico es detectar tendencias de anomia ciudadana y convertirlas en chispazos que llamen a reflexionar tras la sorpresa de la asociación. Este es un tópico de vital importancia en la obra de Ares. Mediante sus estampas confrontamos manías, costumbres y desviaciones de conducta social, y personal, que nos revelan cuánto sigue influyendo el sicólogo de formación en el artista de oficio. La anomia, valga la aclaración, es la socialización de la ausencia de normas, algo que la sociología clásica definió como motivo de quiebra de la armonía que la sociedad necesita para no actuar en destrucción de sí misma. Ciertas escuelas han llegado a apostar por hacer resiliente al ciudadano, dando por imposible ese anómico devenir de la vida cotidiana. La sicología, por su parte, focaliza su mirada en el motivo individual que conduce a esa anomia ciudadana y llama al individuo a superarse a partir de las dificultades que lo cercan.
El humor gráfico, en cambio, resalta, o debe resaltar en su más pleno concepto, la esencia de ambas fuentes, sintetizando individuo y sociedad en una imagen. Al acudir a la risa como instrumento de interpretación, no se resigna a aceptar los embates autodestructivos con que vive. La ganancia de Ares radica en haber dado la vuelta tanto al método sicológico como a la visión sociológica, a la que el arte de nuestros días se aferra en demasía.
Un verdugo que reprende a su hija por haber decapitado a su muñeca es un ejemplo de ello. La habitual contigüidad con el humor negro que la tradición icónica asocia a los verdugos va a adquirir un nuevo contexto de significación: el de la educación de la familia. Una señora obesa que reza arrodillada ante una cruz formada por tenedor y cuchara se inserta en esta línea reveladora de la dicotomía entre el deber ser social y la conducta individual anómica. Es difícil decidir si en este caso el humorista ha preferido dedicarle un algo de complicidad al personaje dibujado, aunque sí es cierto que el sentido a transmitir no es totalmente negativo, de implacable sátira. Acaso la ligereza doméstica de la ropa que la obesa viste ayuda a implicar al receptor.
Vale también para este caso el del hombre que escucha por un oído un secreto y a la vez lo amplifica por el otro, convertido en bocina. El revólver, cuyo gatillo es una hoja de afeitar, actúa como una imagen de síntesis que remite más a un objetivo conceptual que a un suceso específico. Así vamos hallando abundantes ejemplos en su obra, a veces concretando las implicaciones de la urbanización desmedida, como en la del señor de traje y corbata que conduce una moto-ciudad de cuyo gran tubo de escape brota la contaminación que va directo a su cabeza, a veces dejando para la propia acción del receptor la relación de los detalles que dan sentido a la viñeta.
Mercado, religión, tecnologías de avanzada o estamentos de ética social son convocados en ese mundo que muestra y relaciona, en ciertos casos con obras que parecen aislarse del motivo central y en otros con detalles de contigüidad que refuerzan las bases del motivo. De ahí que una a esta vertiente la viñeta que muestra un rostro que en sí mismo es el icono de Facebook, mientras otro lo atisba muy de cerca, o la que refleja al monitor de la PC como un tiburón que abre sus fauces, dispuesto a tragarse de un bocado al usuario.
De relevancia es, además, el tópico de la economía global y sus consecuencias, asociado en no pocas ocasiones a la correlación de los poderes, sobre todo al ejercicio concreto de las hegemonías. La nocividad del mercado como regla de la sociedad, el compulsivo consumo de marcas y productos y los desastres de la economía recorren esta área de su obra, acaso una de las que más ha surgido del encargo. En una u otra percibimos la huella ilustrativa, aunque estas se salven por su implicación en el panorama global que a diario confrontamos. Elementos funcionales de representación icónica, como códigos de barra, dólares, flechas de ascenso y descenso de los índices económicos o logos de marcas globalizadas, dan pie a los ámbitos significantes.
Los códigos de barra como simbolización del mercado y sus fatídicos efectos, pueblan toda una región en el impresionante mundo que Ares interpreta. Diversas variables de función significante condicionan el contexto axiológico. En un caso, un señor lo consume como droga, aspirando sus líneas por las fosas nasales; en otro un pobre remendado lo emplea como violín y en otro sirve de peinado a un chico punk. Vale este último para mostrar cuánto se equilibra en su elección el valor sugerente de la línea con las sugerencias de sentido semántico que logra acumular. El pecador que se auto flagela dejando en su espalda las líneas del código de barras es modular para este tópico, pues sintetiza los recursos de figuración con el destino ético que propone el mensaje.
Por último, quisiera detenerme en ciertas viñetas en las que Ares utiliza el cerebro como elemento de significación. Lo representa a partir de los códigos más universales, como un órgano vital que todos reconocen sin esfuerzo. En una el cerebro se convierte en paraguas, enorme sobre el cuerpo del ciudadano que lo porta; en otra el cerebro concluye en un megáfono que ha salido al exterior de la cabeza. Una estampa exquisita y polisémica muestra a un señor sentado ante una mesa, cigarrillo en mano, cuyo cerebro está siendo planchado por una señora. No es solo golpe de sorpresa ni, por demás, el estupor risible de la asociación de órganos y objetos de funciones opuestas, mataforizados para un resultado que en sí mismo es cómico, sino además una extensiva advertencia al universo que va dejando pasar esas constantes anomias de la sociedad hasta vivir con ellas en armonía autodestructiva.
El universo humorístico de Ares imbrica además con singular ingenio la habitual poesía del dibujo y la inesperada chispa de semiosis que el absurdo humano recibe en calidad de chiste. Circunstancia, motivo y entramado social se funden en sus turbadoras estampas; dan fe de que el humor es, y debe ser, un modo digno de expresión artística y, por supuesto, instan a dejar cerca la posibilidad de recorrer una y otra vez las páginas de sus preocupaciones, enojos y deseos.
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