5 razones que demuestran que Añoranzas y pesares es un clásico de la fantasía
Es alta fantasía
Recuerdo que este tema surgió hace demasiados años en los foros por los que nos movíamos muchos de los fanáticos de la literatura fantástica. Por aquel entonces no existían los blogs como los conocemos hoy en día y los portales eran simplemente un tropel de gallineros. En ellos se daban muchos debates interesantísimos que harían palidecer a los programas más salvajes de actualidad política de nuestra televisión por la vehemencia de los alegatos que allí se hacían —a día de hoy sé que no hubo un claro ganador en aquella discusión—. Supongo, pues, que me gusta empezar fuerte y me siento en la obligación de recoger el testigo de «aquellos maravillosos años» para reclamar un trofeo que siempre le he reservado a las novelas que conforman la tetralogía de Añoranzas y pesares: el de encontrarse entre los cinco primeros puestos de esos libros que para mí conforman esa «alta fantasía».
Muchos de los que hablábamos de este concepto nos basábamos en varios puntos determinantes. Uno de ellos debía ser el de las características mágicas. Una novela de «alta fantasía» no podía carecer de ese elemento misterioso que le otorgaban las artes ocultas más primigenias, que además venían siempre aderezadas por la aparición de razas especiales que le daban al trasfondo un peso y una presencia mucho más real, aunque parezca una contradicción. Otro debía ser el de la calidad narrativa, una que no llegase a ser pesada ni pomposa, pero que nos permitiese obtener hasta el más mínimo detalle de su entorno fantástico —principalmente medieval— sin ningún tipo de dificultad. Y cómo no, el último punto pero no menos importante, el ambiente carismático que conformaban los personajes más interesantes de la historia y que no siempre tenían que ser los protagonistas iniciales. Lo que contaba al fin y al cabo era que hubiese epicidad por todos los poros. No estábamos leyendo un cuento infantil repleto de colorines, sonrisas y rayos de sol, sino una historia cruenta que nos hacía temer por la supervivencia de nuestros personajes favoritos.
El necio, el héroe y el villano: salsa de caracteres
Me encantan las novelas en las que ciertos roles no son detectables a simple vista o en las que el autor juega contigo y te va introduciendo nuevos tipos de personaje a medida que avanzas en la lectura. En Añoranzas y pesares no está el típico protagonista que es fantástico en todo lo que hace, desde que empieza hasta que acaba. Aquí se tiene la ocasión de paladear eso que antaño se utilizaba mucho, lo que viene siendo «un guion complejo». Desconozco si es solo cosa mía o es que me he vuelto más exigente con los años, pero me he dado cuenta de que últimamente las novelas de nueva factura —ni quiero generalizar, ni quiero especificar, dejémoslo en que hay nuevos tipos de lectura que suelen ser algo simples para mi gusto— no son especialmente complicadas, por no decir que son «más simples que el mecanismo de un botijo». En pocas ocasiones he visto un argumento que haga falta seguir con dedicación casi devota, o que utilicen los giros de guion para sorprender al lector, incluso por las acciones heroicas de sus personajes.
En Añoranzas y pesares se paladea la sorpresa cuando el que inicialmente parece el villano resulta ser el necio, el que parece el héroe santurrón es el villano, y que quien inicialmente parecía el necio tiene visos de convertirse a fuerza de palos en héroe. Que conste que con esto no estoy revelando nada de la trama —ya sabéis que, salvo que se indique lo contrario, por aquí no soltamos spoilers a troche y moche—. Por tanto, lo que quiero decir con esto es que estamos ante una lectura que hace pensar en cada uno de los protagonistas que se presentan: desde Simón, Elías e Isgrimmur, hasta Geloë, pasando por Pryrates o el mismo Ineluki. Al fin y al cabo, es una narración de aquellas en las que te hacía falta un dramatis personae para tener bien claro quién era quien, pero no porque todo resultase ser un lío tremendo en el que hasta el tabernero del segundo pueblo que recorren los personajes tiene nombre y abolengo —lo siento, si no menciono La rueda del tiempo exploto—, sino porque les terminas cogiendo verdadero amor y odio a muchos de ellos y quieres tenerlos bien localizados.
Ruinas, civilizaciones e imperios, ¿perdidos?
Hay una norma no escrita en todas las novelas de fantasía que, doy por hecho, está directamente influenciada por nuestra sociedad, nuestra historia y la forma que tenemos de basarnos en los mitos, leyendas y tradiciones, para construir nuestras creencias sobre una base sólida que ofrezca cierta sensación de seguridad, a la vez que de ominoso aviso por si nos descarriamos demasiado a lo largo del camino. Me refiero a eso que quedó prácticamente olvidado, a lo que nos sirve para poder construir encima nuestra nueva civilización supuestamente perfecta, a lo que puebla nuestra mente de seres sobrenaturales e irreales que eran más sabios, guapos y listos que nosotros, y que en ocasiones ofrecen a la humanidad esperanza cuando ya creíamos que no quedaba ni una gota.
En unos casos ya no se sabe nada de ellos y se les idealiza; también los encontramos en aquellos cuyo recuerdo se ha perdido en el tiempo y la información que se tiene de ellos es difusa, y en otros casos todavía existen y han alcanzado el rasgo de leyenda viva. La cuestión es que siempre se tienen de fondo para dar vida a lo que de otra forma no sería más que atrezzo para la historia que el autor quiere contar y normalmente son determinantes en la narración, dando a entender que las leyendas también forman parte del mundo real de los protagonistas. En el El tapiz de Fionavar, de Guy Gavriel Kay eran los lios alfar; en El ciclo de la Puerta de la Muerte, de Margaret Weis y Tracy Hickman eran los patryn; en El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien eran los Istari; en Las crónicas de Belgarath, de David Eddings, eran los ulgos. En Añoranzas y pesares son los sitha, una clara referencia a los Eldar de Tolkien.
Como no podía ser menos, también tendremos la oportunidad de recorrer esas ruinas que antaño fueron parte de civilizaciones mucho más prósperas que en la que viven los protagonistas de la historia. La capacidad que tiene Tad Williams de describir este tipo de entornos es simplemente perfecta. A diferencia de muchos nuevos escritores a los que parece que les cobran por las palabras que incluyen en el texto, dedicándose a enumerar simplemente los elementos que aparecen en escena como si estuviesen narrando teatro, este autor es capaz de ser directo, conciso y a la vez poder transmitir mil detalles con la menor cantidad posible de palabras, sin llegar a parecer una calculadora, algo que, honestamente puedo decir, últimamente echo mucho de menos en mis lecturas.
La Liga del Pergamino, la resistencia
Admitámoslo, una de las cosas que más nos gustan en una historia es que haya personajes que quieran arriesgarlo todo por un ideal, algo que les haga tener la sensación de que están luchando por algo más grande que ellos mismos. En las novelas de fantasía no es el patriotismo, tampoco es la riqueza —tampoco en el caso de los villanos, pues es un recurso muy soso—, es la salvación de la humanidad y de «las personas buenas» de ese mal absoluto que todo lo quiere engullir. Parece que no, pero al igual que se hacía con los cuentos hace cientos de años, la novela fantástica también sirve como recurso para ilustrar las miserias del individuo y cómo enfrentarse a ellas. Es una forma fantástica de evadirse de este mundo, donde nada parece tener solución, para viajar a otro aparentemente mucho más oscuro, pero en el que hasta el más humilde tiene la capacidad de sobreponerse a la adversidad y, ya sea mediante el uso de su magia o de sus habilidades en la lucha, salir airoso.
Mientras que Star Wars tiene a la Alianza Rebelde, Añoranzas y pesares tiene a la Liga del Pergamino, un grupo de sabios y eruditos que conocen todo lo que se puede conocer de Osten Ard, sus posibles villanos, sus mitos, leyendas, tradiciones, características mágicas y cómo reaccionar ante un posible mal de proporciones épicas. Los miembros de la Liga son los que mueven conciencias, los que dictan el camino a seguir, los que deciden enfrentarse ante el mayor de los males, normalmente en inferioridad de condiciones, porque saben que su superioridad moral los hará prevalecer sobre todas las cosas.
Un final digno de debate
Evidentemente, no voy a contar cómo acaba la tetralogía. Diré simplemente que otra de las razones para leer esta serie es porque desde sus más tiernos inicios su final ha recogido opiniones de lo más diversas. Hay quienes pensamos que por aquella época un mosquito llamado Spielberg debió picar a Tad Williams y que el famoso director de cine lo poseyó durante un momento bastante desconcertante, haciendo que prefiriera finalizar la narración en el penúltimo capítulo y no en el último como tal; otros consideran que es una buena forma de cerrar la saga, con una proporción justa de drama, felicidad, puntos suspensivos y un gran hachazo —lo siento si soy algo críptica en este aspecto, pero imagino que entendéis la razón—.
Así que La Torre del Ángel Verde tiene dos finales que sirven para hacerte sentir como te sentías en los noventa cuando te lanzabas al ruedo de los foros, armado hasta los dientes de las pullas más hirientes, los argumentos —a nuestro entender— más sólidos y, por supuesto, un montón de ejemplos de finales sobre los que apoyar las pertinentes reclamaciones.
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Tomado de La espada en la tinta
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