
El valor de un gesto no se halla en el aire que mueve, sino en su sentido para quien lo ve, lo presiente, o lo siente. Un gesto se completa en el otro, en el prójimo, y este puede estar a pocos centímetros o a mil años. Porque el tiempo es espacio y viceversa.
Hay devociones culturales que son devociones sensualistas que son, a su vez, devociones de la carne y el espíritu. Devociones proteicas donde se salda una deuda, se resuelve una interrogación, se completa algo que quedó en suspenso, como una buena conversación, que siempre es posible retomar por cualquiera de sus partes, igual que esos libros que son muy buenos y no necesitan de lectores ordenados. Señalo esto como efecto dejado en mí por la lectura de estos textos de Antón Arrufat.
Una de las frases más bellas y significativas aquí escritas, frase que más bien parece un verso, es esta: «Mi corazón suele tener perennidades de pirámide azteca». Este libro deviene, a su aire, a su modo, una autobiografía intelectual y sensorial, un memorial sesgado, lateral, indirecto. Sin embargo, también es el rostro de un hombre ante sus espejos más íntimos y más públicos, aparte de ser una testificación (esas testificaciones que, en principio, sólo involucran la voluntad y el impulso del sujeto a solas consigo, para extenderse más allá). Una testificación convertida en diálogo con los difuntos y sus verdades, que muchas veces discrepan de las verdades históricas, o las matizan. Que los difuntos ilustres, escritores de huella precisa y de amistad irrevocable, sean casi exorcizados aquí, en estas páginas, implica un echarlos fuera de la muerte, un expulsarlos no tanto del olvido (porque no es olvido lo que los aqueja) sino más bien de esas sacralizaciones que no hacen más que matar a un escritor ya muerto.
He aludido a la belleza y con seguridad hay belleza en este libro. Pero esa palabra es hoy rara o por lo menos controvertida. Paul Cézanne no la usaba. La evitaba por completo cuidadosamente. En su lugar decía la palabra «intensidad», que es más conveniente y se encuentra más a una altura humana. Antón se muestra capaz de enganchar al lector e izarlo como un pez. Ese poder suyo es, creo, opulento y apasionado. Intenso.
El convidado del juicio encierra un ritual muy serio y distinguido: el que se apareja cuando un escritor busca definirse en los otros a despecho, incluso, del tiempo. La escritura, aun cuando se notan los matices de las épocas (el Antón muy joven, el hombre de Ciclón, el hombre confinado en la biblioteca pública de Marianao, el hombre de los 80, el de su vínculo con los poetas que empezaron a resonar en los años 90, el Antón de los últimos años y el de hace muy poco), la escritura, decía, permanece fiel a una especie de deambular moroso y dependiente de la curiosidad, un fisgoneo gentil pero directo, la mirada atenta y, como ya expresé, alerta.
El convidado del juicio también se constituye, página a página, en una radiografía sentimental de La Habana. En su cabeza, en su pensamiento y su imaginación, La Habana va y viene por dentro de la Historia, de la mesura a la violencia, del entusiasmo al consuelo, de la admiración al silencio. Vivir es eso, también. Y este beneficio, este rendimiento, esta valía posiblemente se articule con las formas envolventes del caminante que es Antón Arrufat, caminante físico y caminante de soliloquios y, mejor, de conversaciones. Estos textos, unos más que otros, tienden a ser ensayos conversados en el interior de sí mismos, si se me permite decirlo de esa manera. Y exhiben, así, los meandros y las pausas del viajero que conversa con amigos vivos y muertos, a pesar del hecho «simple y a la vez atroz», como él dice, de la muerte.
Este es, pues, el Antón que se pelea y reconcilia con Lezama, el Antón que entra en el corazón de Ramón de Palma, el que indaga en los primeros novelistas cubanos, el que nos habla de la amistad (con Calvert Casey, con José Rodríguez Feo, con Dulce María Loynaz, con Raúl Martínez, con Virgilio Piñera), el que nos relata cómo era y cómo se hacía Ciclón y luego Lunes de Revolución, y el que explica qué significa poseer una «conciencia del estilo».
Si algo debo añadir a esta ya larga presentación, señalaría que me entusiasma coincidir con él en ciertas preferencias suyas (preferencias cubanas) de las cuales me enteré, sorprendido, hace sólo unos días: El negrero, de Lino Novás Calvo; Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro; Cuentos fríos, de Virgilio Piñera, e Historia de una pelea cubana contra los demonios, de Fernando Ortiz. En esas obras extraordinarias, de las que la literatura cubana puede enorgullecerse, existe lo que Antón denomina la «perenne novedad oculta».
En sus merodeos alrededor de Guillermo Cabrera Infante, dice sobre el autor de Un oficio del siglo XX: «pertenece a la estirpe de los grandes escritores cubanos». A mí me gustaría apropiarme de esa frase y decirla también sobre él, sobre Antón Arrufat. Él ha terminado por pertenecer a esa estirpe. Tengo la suerte de que él y yo seamos, como se dice, contemporáneos. Tengo la suerte de vivir en su tiempo y coincidir con él en algunos pocos lugares, y que alguna vez me haya puesto en el aprieto de contestarle, caminando por la calle Obispo, antes de sentarnos a merendar unos pasteles de carne con refrescos, una pregunta tramposa: «¿usted cree de verdad que Virgilio Piñera es un escritor trascendente?» Tengo la suerte de que yo pueda marcar su número de teléfono después de muchas ausencias y oírlo del otro lado y escucharle decir, entre el asombro y la ironía: «Ah, esa voz, esa voz», y enseguida empezar una conversación alerta, electrificada como una cerca de contención. Una conversación presta a la agudeza, al juicio ponderado, a los énfasis audaces, a los exabruptos, a la confidencia, a la risa, a las dudas teatrales o auténticas, al entusiasmo y la verdad sinuosa de la literatura y la vida.
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Leer también Antón Arrufat, el juicio que convida (primera parte)
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