Beatus ille, la primera novela de Antonio Muñoz Molina —Premio Príncipe de Asturias en 2013— le valió a su autor, entonces con apenas treinta años, el premio Ícaro e lo instaló sólidamente para siempre en el panorama literario español de 1986. Profundamente original en su estilo y su configuración temática, Beatus ille apareció como una intensa renovación de la narrativa peninsular. Antecesora de Los detectives salvajes, del chileno Roberto Bolaño, la opera prima de Muñoz Molina reflexiona sobre la vida y el arte con una intensidad pocas veces alcanzada en la novelística en lengua castellana.
Como su título indica, Beatus ille se vincula con las cuatro virtudes humanas que el poeta latino Horacio consideraba ejes fundamentales para una vida feliz: carpe diem (disfrutar el presente); locus amoenus (el sitio perfecto para una dicha perfecto); el tempus fugit (la noción de que, sin embargo, la vida se nos escapa y es necesario conocer esta verdad); y finalmente el beatus ille como alejamiento de la vida mundana y banal, el refugio en la Naturaleza o, al menos, en la vida campestre, como única garantía y amparo para el ser humano. Pero al mismo tiempo el título es un timbre irónico al aislamiento y el olvido en que ha sido sumergido el poeta Jacinto Solana, prometedor talento de la última oleada de la generación del 27, personaje creado por Muñoz Molina como eje extraordinario de su novela. En las primeras páginas de la narración, una voz que, en ese momento, resulta intrigantemente desconocida, declara en relación con Jacinto Solanas:
Solo hablaba de eso, en la primavera del treinta y seis, de la necesidad de abandonar la mala vida de los periódicos y los banquetes con brindis y las revistas literarias para volver a Mágina y encerrarse en la casa de su padre y no salir de allí ni hablar con nadie hasta que no hubiera terminado un libro que todavía no se llamaba Beatus ille y que iba a ser no solo la justificación de su vida, sino también el arma de una incierta venganza, porque decía, con aquella sonrisa que no manifestaba ninguna clase de placidez o amargura, sino una muy calculada complicidad consigo mismo, que algunas veces el éxito de los mejores era una venganza personal.
Uno de los factores de mayor esplendidez en Beatus ille es la belleza impresionante de su prosa, que se mueve con absoluta destreza entre el tono cabal de la narrativa y la intensidad profunda de un lirismo de gran calibre. Ello contribuye poderosamente a incitar en el lector un estado de concentración muy peculiar, como si, más allá de la peripecia estrictamente novelística, Muñoz Molina estuviese tallando verdades trascendentes, en particular sobre la literatura misma:
[…] quince versos sin rima, sin ningún ritmo evidente, como si quien los escribió hubiera renunciado con absoluta premeditación a señalar un solo énfasis para que las palabras sonaran como pronunciadas en voz baja, con sostenida frialdad, como si la perfección no importara, y ni siquiera el acto de escribir. Un hombre solo escribía frente a un espejo y cerraba los labios antes de decir el nombre único que lo habitaba para mirarse en una tranquila invitación al suicidio.Beatus ille, sin embargo, no es solo una novela sobre la literatura, ni siquiera sobre la experiencia estética, porque si bien de principio a fin sus páginas abordan —desde los ángulos más originales— el tema de la relación entre el hombre y el arte, también esa gran opera prima de su autor constituye una tumultuosa reflexión sobre el sentido de la existencia humana, en un mundo contemporáneo que, más que en otros hitos de la historia, cuestiona un amplísimo conjunto de componentes de la vida.
Todo el texto está permeado por un tangible modo de creación posmoderna y, para decirlo con mayor precisión aún, neobarroca, donde el trompe l´oeil, el trampantojo, el equívoco, la difuminación de límites entre la realidad y el sueño, el ideal y lo más ordinario de la cotidianeidad asaltan a cada momento al lector desprevenido. Y esa soberbia perspectiva se levanta ya desde las primeras páginas del texto:
Como el primer día, cuando apareció en la casa con aquella aciaga melancolía de huésped recién llegado de los peores trenes de la noche, Minaya, en la estación, todavía contempla la fachada blanca desde el otro lado de la fuente, la alta casa medio velada por la bruma del agua que sube y cae sobre la taza de piedra desbordando el brocal y algunas veces llega más alto que las copas redondas de las acacias. Mira la casa y siente tras él otras miradas que van a confluir en ella para dilatar su imagen agregándole la distancia de todos los años transcurridos desde que la levantaron, y ya no sabe si es él mismo quien la está recordando o si ante sus ojos se alza la sedimentaria memoria de todos los hombres que la miraron y vivieron en ella desde mucho antes de que naciera él.
De aquí que el protagonista sea nombrado Minaya —del posesivo romance “mi” y el euskeva “anai”—, “mi hermano”. Por tanto, la peripecia del protagonista se nos presenta como un equivalente de nuestro propio destino y, por ende, también del de Muñoz Molina, quien, al presentar a su héroe como un joven perseguido, frustrado y sin otro destino posible que el de sobrevivir a una España franquista que, en el 1968 en se sitúa la trama, parece más que nunca en trance de aniquilamiento, en realidad traza un correlato del misterioso poeta desaparecido, Joaquín Solanas, y, por esa vía, también una compleja parábola del destino del escritor en la tierra, su paradójica predestinación de escribir incluso —y sobre todo— a pesar de sí mismo y de sus circunstancias, terrible noción que Muñoz Molina no deja de señalar de la manera más directa, con énfasis en la muy dura y barroca noción de la escritura como algo indefinido, donde quién sabe realmente quién es el autor ni cuáles los materiales vivientes de los que se nutre:
«Usted ha escrito el libro», le dije, «usted me ha devuelto por unos días a la vida y a la literatura, pero es posible que no sepa medir mi gratitud y mi afecto, que son más altos que mi ironía. Porque usted es el personaje principal y el misterio más hondo de la novela que no ha necesitado ser escrita para existir. Usted, que no conoció aquel tiempo, que tenía el derecho a carecer de memoria, que abrió los ojos cuando la guerra estaba ya terminada y todos nosotros llevábamos varios años condenados a la vergüenza y a la muerte, desterrados, enterrados, presos en las cárceles o en la costumbre del miedo».
Firmemente arraigada en un doble contexto —los últimos años de la segunda república española y la década del sesenta—, también su estructura temporal tiende a la difuminación neobarroca, desde la cual se empina para enunciar una serie de verdades de gran calado sobre la creación literaria en particular, y sobre la condición humana en general. Obsesionado por la escritura misma como proceso vital, Muñoz Molina traza en Beatus ille todo el atormentado proceso de la conformación de una novela. Literatura sobre la literatura, el texto logra sin embargo el milagro de constituirse en una obra de una vitalidad, un realismo y una lucidez que por momentos resultan —además de imponentes por su belleza— verdaderamente aterradores. Toda la gran obra posterior de Muñoz Molina está contenida en esta maravillosa primera novela. Otras novelas suyas —como El jinete polaco— serán quizás más empinadas y ambiciosas: ninguna supera en humanidad a esta su sorprendente novela de cabal juventud.
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