Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) es, sin la menor duda, uno de los más relevantes escritores españoles del tránsito entre los siglos XX y XXI. Miembro de número de la Real Academia Española desde los cuarenta años, obtuvo el premio Príncipe de Asturias de las Letras cuando tenía apenas cincuenta y siete. Beltenebros fue su tercera novela (1989), después de las muy notables Beatus ille (premio Ícaro de literatura) y Un invierno en Lisboa (premio Nacional de Literatura). Crítico de arte en activo, esta profesión, además de como mínimo un par de ensayos de gran interés, marca sus novelas con un sentido de visualidad extraordinario, que se hizo especialmente notable en Beltenebros hasta el punto de que su desenlace, verdaderamente digno de lo mejor del cine de Orson Welles, está construido enteramente sobre la percepción visual.
Beltenebros puede ser llamada muchas cosas. Pero la primera, para evocar su extraordinario ensayo Anatomía de la influencia, es ante todo un testimonio acerca de una concepción de la existencia humana, como sometida a la vez a un despiadado juego de casualidades y, asimismo, a un indescifrable misterio de estructuras de causa y efecto, pero anebladas por la indefensión de la estrecha lógica de que somos capaces los seres humanos. No puede olvidarse que José Bergamín publicó un libro ensayístico de enorme sutileza y profundidad: Beltenebros y otros ensayos sobre literatura española (Ed. Noguer, Madrid, 1973), título a su vez derivado de otras referencias —el eco de los libros sobre otros libros, la intertextualidad infinita tal como la percibió, entre otros, Julia Kristeva—, entre ellas el Quijote, quien en un momento dado evoca que Amadís de Gaula, durante su doliente estancia en Peña Pobre, fue llamado Beltenebros. Hay un momento en que en el Amadís de Gaula se pone de manifiesto que este Amadís, ahora convertido en Beltenebros, es una sombra de sí mismo: «Buenas señoras, dijo; yo soy caballero é me fué mejor que agora me va en las cosas vanas deste mundo, lo cual agora estoy pagando, é mi nombre es Beltenebros».[1] Es decir, Beltenebros es un heterónimo, tópico que en efecto campea a través de la novela de Muñoz Molina, que comienza aludiendo siniestramente a esto:
Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca. Me dijeron su nombre, el auténtico, y también algunos de los nombres falsos que había usado a lo largo de su vida secreta, nombres en general irreales, como de novela, de cualquiera de esas novelas sentimentales que leía para matar el tiempo en aquella especie de helado almacén, una torre de ladrillo próxima a los raíles de la estación de Atocha […].[2]
Fuertemente posmoderna, y sobre todo neobarroca, Beltenebros, más allá de la anécdota revestida del áspero claroscuro de la novela negra norteamericana, en realidad tiene una doble dirección temática: por una parte, una reflexión impresionante acerca de la vida contemporánea en España —donde la guerra civil y el franquismo siguen siendo una presencia ominosa por todas partes—; por otra parte, una meditación sobre la problemática del ser humano en el mundo actual: cercado por trampantojos —toda la novela es un engaño de la visualidad—, el protagonista, Darman parece ser un inglés, pero no podemos estar seguros de ello; Walter, años atrás asesinado por Darman, que mata para una organización al parecer opuesta al franquismo, pero que actúa aproximadamente como un asesino a sueldo, está sin embargo vivo en la memoria del protagonista, atormentado por aquella muerte que los convirtió, a la víctima y a él mismo, en las dos parte del «caso Walter», una y otra vez evocado a lo largo de toda la narración, a pesar de que «—El caso Walter se mantuvo siempre en secreto —dije—. Nadie debe hablar de él».[3] Hay dos mujeres llamadas Rebeca Osorio, práctica, pero imposiblemente idénticas, pues han pasado muchos años desde que Darman había conocido a la primera. No son la misma, pero una es el reflejo de la otra, como Rita Hayworth en el desenlace atroz de La dama de Shangai, otra referencia cinematográfica que para nada es gratuita o casual: es un leitmotiv, pues buena parte de la acción transcurre o alude a un viejo cine.
Neobarroco es el juego interminable entre verdad y ficción, en el contraste monstruoso entre la(s) trama(s) de Beltenebros, que insinúa una y otra vez la desesperación, el destierro y la muerte del héroe que tiene dos nombres (Amadís-Beltenebros) y la superficial democracia y en verdad el todavía vivo franquismo. El amor mismo se construye como una atormentadora trampa orsonwelliana, en que ni Darman ni el lector pueden estar seguros, durante interminables páginas, acerca de la segunda Rebeca Osorio, la que no escribe novelones románticos al parecer tocados de la misma aura estúpida y fácilmente comercial de Corín Tellado, pero que es una prostituta ambigua, altanera y aterrada, forcejeando con la traición que la rodea. La muerte, pues, es la otra constante de la narración: pero resulta igualmente bivalva, porque tiene un pie en el pasado —el innombrable caso Walter— y otro en el presente novelístico —el elusivo Andrade a quien han obligado a servir de nueva víctima para un Darman cansado de matar, y de luchar en una atmósfera en la cual ya no se distinguen diferencias tangibles entre aliados y enemigos, verdugos y condenados—.
Novela de un ambiente poderosamente trazado, como un gran cuadro barroco, el autor traza los espacios que se disuelven uno en otro, a la mejor manera del barroco histórico, esa Explosión en una catedral que obsesionó a Alejo Carpentier y sobre todo en la hazaña superior de Velázquez, Las meninas, en que el pintor a la vez resulta la figura más enigmática del cuadro, como una presencia ausente. Con extraños ecos de El hombre que fue jueves, el desenlace de esta genial novela onírica, recreación a la vez de la novela negra en su más nítida fuerza policíaca, nueva epopeya de una sociedad ya muy enferma desde la década del treinta del siglo pasado, consiste en la fusión estremecedora del Valdivia antifranquista, supuesta y falsamente asesinado, y el sicario de la «democrática» España juancarlina, el implacable comisario Ugarte, que no muere asesinado por Darman el asesino hastiado de ser juguete de gente ensombrecida, sino que resulta destruido porque su rostro siempre velado en todos los escenarios de esta narración oscura y opresiva carece de visión verdadera en el más directo sentido físico: no soporta la luz, como no la soporta nunca el horror de la opresión a la que una y otra vez alude, paradójicamente, el asesino Darman. Basta una luz encendida hacia el rostro de Valdivia-Ugarte, y este se desploma precisamente en el cine alrededor del cual se mueven los personajes. No sé por qué justamente el descubrimiento de que el monstruo está prácticamente ciego es el momento en que la desesperación alcanza en el texto su momento más alto. Extraordinario final, pero sobre todo impactante construcción, bien lejos del tormento meramente sicológico de las dos novelas precedentes de Muñoz Molina.
Con una prosa absolutamente certera, que no traiciona nunca a una trama a la vez sardónica y desilusionada, tanto como el propio protagonista, Darman, que ya no tolera de su vida anterior ni el título de capitán, que se sugiere alcanzó durante la guerra civil española. Incluso el amor aparece aquí tersamente desnudo, como la Rebeca Osorio desnudista en un cabaré de mala muerte, donde se desviste directamente para los ojos ciegos de Valdivia-Ugarte, incapaz de ver, física y moralmente, ninguna realidad humana, asfixiado por su crueldad y su pasión retorcida.
Pasado y presente, reflexión sobre la existencia contemporánea, literatura de alto calibre, pero deudora de una percepción finísima de las artes plásticas, orgullosamente deudora de una multiplicidad de ecos creativos, que emparientan la novela con la expresión literaria tardomedieval y, también, para que no falte nada, prerrenacentista, Beltenebros es, sin la menor duda, uno de los grandes textos en la narrativa castellana en su sentido más transcontinental: refinada y vulgar, destiladamente literaria y a la vez histórico-testimonial, esta obra de Muñoz Molina es, para siempre, un documento del mayor valor artístico, pero también un documento humano acerca de la confusión destructiva del pasado y el presente cuando se obstinan los seres humanos en mantenerlos en un diálogo sin salida, un encierro sin destino ni más legado que el terror.
[1]Amadís de Gaula. Libros de caballerías. Con un discurso preliminar y un catálogo razonado por don Pascual de Gayangos, de la Real Academia de Historia. M. Rivadeneyra, impresor-editor, Madrid, 1857, p. 125.
[2] Antonio Muñoz Molina: Beltenebros, decimoctava edición, Seix Barral, Barcelona, 1996, p. 7.
[3]Ibídem, p. 28.
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