Nacida en junio de 1915, Apolo, título que evoca al dios griego de la belleza y de las artes, como otras muchas revistas, tuvo una vida efímera, pues, al parecer, apenas logró publicar dos o tres números más. Pero el hecho de ser una revista dedicada por entero a la poesía, en época en que ser poeta era poco menos que ser un loco, le otorga una especial significación. Fue dirigida por el asturiano Alfonso Camín (1890-1892), poeta él mismo, narrador y periodista. Había llegado a La Habana en 1905 y tanto en la capital como en otros lugares del país realizó humildes tareas. Comenzó a escribir en la cárcel, mientras cumplía condena por su vinculación a un hecho de sangre, y dio a conocer sus primeras composiciones en el Diario de la Marina. Liberado tras cumplir dos años en prisión, colaboró en varios periódicos de Santiago de Cuba, ciudad a la que pasó a residir. Posteriormente vivió en Cienfuegos y también se vinculó a la prensa local. De regreso a La Habana su firma se vinculó al Diario Español y sacó a la luz la revista Apolo. Su agitada vida lo condujo posteriormente a México y a su lugar de nacimiento, donde defendió los ideales republicanos durante la Guerra Civil Española. Regresó a Cuba en 1937 como exiliado y posteriormente se instaló en México, siempre vinculado a periódicos y revistas. En 1967 volvió definitivamente a su rincón asturiano.
Uno de sus mejores amigos cubanos, el poeta, narrador y periodista Federico de Ibarzábal (1894-1955), lo acompañó en la aventura de fundar Apolo, donde también colaboraron numerosos escritores cubanos y algunos extranjeros. Entre los primeros figuraron Arturo Alfonso Roselló, José Manuel Carbonell, Felipe Pichardo Moya, Fernando Lles, Arturo Doreste, Aniceto Valdivia y, sobre todo, uno de los poetas más conocidos (y peor juzgado) en la historia de las letras cubanas: Hilarión Cabrisas (1883-1939), que figura en todos los números revisados, y sobre quien vale la pena detenerse, pues sin que sea una de las voces más altas de su momento lírico —al contrario, muchos lo consideran un poeta cursi— fue uno de los de más sonado éxito popular en la etapa comprendida entre 1899 y 1923, conocido, sobre todo, por ser el poeta de «La lágrima infinita».
Si Cintio Vitier no tuvo reparos en incluirlo en su antología Cincuenta años de poesía cubana (1902-19529 (1952), y en el mismo año Raúl Roa le dedicó un acápite en su libro 15 años después (1952); si a su muerte, ocurrida en La Habana en 1939, sus amigos, poetas como él, lo despidieron recitando a coro su composición «El peregrino absurdo», y poco después honraron su memoria, y también su quehacer, publicando ese mismo año, mediante colecta, sus libros hasta entonces inéditos, La caja de Pandora, Sed de infinitos y La sombra de Eros, algo que no se logra si en la comunidad intelectual no existen reservas espirituales listas para entrar en juego, ¿por qué Hilarión Cabrisas, cuando hoy escasamente se le recuerda, es evocado por su poema más divulgado, hasta parodiado y, hay que decirlo, afectado, «La lágrima infinita»?
Si en algo están de acuerdo los que, de un modo u otro lo mencionan, para bien o para mal, es el de considerarlo el poeta más popular de su generación, aquella que volcada en la vertiente amoroso-intimista de la etapa de 1899 a 1923 estuvo sostenida por voces de cierta significación, como Mercedes Matamoros, Enrique Hernández Miyares, Manuel Serafín Pichardo, los hermanos Francisco y Fernando Llés, Emilio Bobadilla, más conocido por su seudónimo Fray Candil, acompañados por los tres más relevantes: Bonifacio Byrne, Francisco Javier Pichardo y René López, sin olvidar que en Santiago de Cuba y en Guantánamo José Manuel Poveda y Regino E. Boti, respectivamente, iban colocando, piedra a piedra, vale decir, poema a poema, una nueva sensibilidad ante el arte de la poesía, y ya habían circulado los Versos precursores (1917), único libro del primero, y el segundo, desde 1913, había echado a rodar, con no poco esfuerzo, sus Arabescos mentales.
Al parecer —es solo una suposición— ni Poveda ni Boti lograron penetrar en la sensibilidad de los reunidos periódicamente en la tertulia que dio en llamarse «Areópago bohemio», cuyos encuentros tenían lugar en los bajos del Palacio Municipal de Matanzas, ciudad donde había nacido Cabrisas el 9 de septiembre de 1883. Allí las voces mayores eran las de Medardo Vitier y Byrne, en tanto el coro lo integraban Félix Campuzano, Mariano Albadalejo, Juan Daniel Byrne, Joaquín Cataneo y el propio Cabrisas, entre otros. Sin embargo, Cabrisas logró imponerse de un modo distinto a como lo logró, quizás impensadamente, Byrne, quien, por esa suerte de misterio habitante de la literatura, escribió en el momento preciso, cuando ondeaba en el Morro solo la bandera norteamericana, un poema patriótico de indispensable lectura: «Mi bandera», hoy conocido por gran parte de los cubanos, aunque el resto de su obra es también valiosa por otros aportes a nuestra poesía.
Los mencionados eran deudores literarios del intimismo romántico de finales del siglo xix y de la obra de poetas españoles de esa misma centuria, así como de la influencia ejercida por los parnasianos y simbolistas franceses y, muy acusadamente en el caso de Cabrisas, del Modernismo y su máximo representante: Rubén Darío. Este sustrato de presencias labró en Hilarión Cabrisas su modo personal de encarar la poesía. Como ha apuntado el dominicano Max Henríquez Ureña, cercano al poeta y tan imbricado con nuestra literatura como con la de su país de nacimiento, tenía el autor de «La lágrima infinita» una capacidad natural para darle una sonoridad agradable al verso, con rasgos ocasionales de auténtica emoción, pero embriagado por el éxito de público proporcionado por la composición antes citada, no puso empeño en liberarse del demonio de la facilidad y escribió muchos versos, a veces empalagosos, a veces simplemente efectistas, que si bien aumentaron su popularidad, restaron calidad a su obra. Esa exuberancia exhibida estuvo acompañada de falta de rigor para seleccionar su propia obra, en buena medida agotada en el erotismo y en la retórica sentimental
Se impone transcribir un fragmento del tan mencionado poema, dedicado a un novelista bayamés, Jesús Masdeu:
¡Esa!... La que en el alma llevo oculta;
la que no salta afuera ni se expande
en la pupila; la que a nadie insulta
en un alarde de dolor: la grande,
la infinita, la muda, la sombría,
la terca, la traidora, la doliente
lágrima del dolor, ¡lágrima mía!,
que está clavada en mí profundamente.
En sus versos finales dice:
esa... no la verás, porque en la calma
de mis angustias, se ha trocado en perla!
Para verla hace falta tener alma;
y tú, tú no tienes alma para verla!
El poeta dejó plasmada su personalidad en el titulado «Ego sum», dedicado a otro vate de su generación cuyo nombre se pierde también en el olvido: Alfonso Hernández Roselló, también colaborador de Apolo:
Este Hilarión Cabrisas, religioso y perverso,
que ha quemado su vida en la emoción del verso;
asceta y epicúreo, filósofo y poeta
que conoce el ritmo oculto del Musageta.
A un tiempo fauno, santo, devoto y libertino,
que reza reverente, y ama el oro y el vino;
que tiene una litúrgica devoción pura y franca,
por la Virgen María y por la Venus Manca.
¡Este Hilarión Cabrisas... ¡Si tú lo conocieras!
Si supieras sus dudas, su angustia, si supieras
cuánta es honda su pena y eterno su quebranto,
verías cómo es grande un dolor mudo, inmenso;
ese dolor tan suyo que, por ser más intenso,
ni se resuelve en risa, si se resuelve en llanto.
Fauno y santo, angélico y demoníaco, se miró bien por dentro en este soneto muy aplaudido por sus contertulios y repetido por muchos otros.
Fuera de las direcciones apuntadas en su arco poético, Vitier reconoce valores en poemas como «El viento», recogido en su citada antología, del cual son estos versos finales:
Coge la nube loca y la mutila;
rompe la piel del mar y la levanta
y en el picacho más enhiesto oscila;
extiende su ala negra y se agiganta.
Súbito cierra la pujante axila
y se hunde en el misterio de la Atlanta.
Hilarión Cabrisas compuso un libreto para ópera titulado Doreya, que en el año 1918 fue premiado en el Concurso Bracale y, simultáneamente, llevado a escena con música de Eduardo Sánchez de Fuentes. Su estreno ocurrió en el Teatro Nacional de La Habana el 7 de febrero de ese mismo año. Al publicarlo en 1919, con prólogo de Fernando Ortiz, lo subtituló «Leyenda ideológica en un acto y dos cuadros».
Fue asiduo colaborador de La Nueva Aurora, de Matanzas, de La Correspondencia, de Cienfuegos, ciudad donde se radicó por algún tiempo, y en la capital lo era de Diario de la Marina, Heraldo de Cuba y El Fígaro. Aceptado en 1937 como miembro de la Academia Nacional de Artes y Letras, su discurso de ingreso a esa corporación lo tituló El sentido del dolor en el arte, publicado ese mismo año. También formó parte del Círculo de Bellas Artes (de cuya sección de Literatura era presidente al morir), de la Asociación de Escritores Americanos y de la Asociación de la Prensa.
Su fallecimiento, ocurrido en La Habana el 9 de abril de 1939, fue muy sentido por la intelectualidad cubana. Junto con su cadáver se sepultó su obra, convertida hoy en puro referente ocasional. Ya ni siquiera se recuerda, a no ser por los que peinamos canas, como el autor de «La lágrima infinita».
Si acaso la revista Apolo cuenta hoy en nuestro panorama literario, fue por la sostenida presencia de este poeta que bien está necesitado de revalorización.
Visitas: 39
Deja un comentario