La poesía es un arte que se manifiesta no solo por la palabra. En todo caso, la palabra es un medio (eficaz) para expresarla, de lo que deviene desde las clasificaciones aristotélicas un género llamado así mismo: poesía, una subsidiaria de la literatura. Tratar sobre poesía no es una limitación genérica, sino más bien una apertura hacia el mundo, hacia el cosmos, hacia la vida y el ser, y en ella aparece lo social como poesía ordenada, si orden ofrecen la política, la economía, las técnicas y las ciencias. Un tratado acerca de la poiesis se sentiría estrecho si derivamos la charla sobre exquisiteces de diletante o embrollos de purista.
Poesía resulta una palabra en singular con significado plural. La expresión del cosmos brinda grados de poesía que esperan ser develados, o que lo han sido parcialmente, porque la poesía que vive en el cosmos es infinita como él, es su expresión en formas, colores, sonidos, todos adecuados a la aprehensión de los sentidos humanos, o en verdad son ellos los que se adecuan a la recepción de lo que llamamos «la realidad». Esa poesía expresiva del cosmos requiere un captor, alguien que además la exprese (apresador-expresador), una suerte de racionalizador incluso de aquello que pueda ser derivado de la imaginación y no se encuentre vívido en la realidad que llamamos filosóficamente «objetiva».
Avengamos a ver lo que pueda ser «la realidad». Una génesis de la poesía como arte de la palabra, o como experiencia de develación de la expresión múltiple del cosmos, del lenguaje de la realidad, nos conduce hacia derroteros sensoriales, porque los seres humanos aprehendemos el mundo desde nuestros sentidos. Y esa aprehensión tiene derivaciones prácticas (hay que comer, hay que vestirse, hay que vivir en el rango de la economía) y luego damos el paso hacia la captura científica (descubrir, describir, conocer) y de las técnicas (aplicar).
Vencido lo perentorio (ha de recordarse aquí un verso famoso del prócer y mayor poeta cubano José Martí: «Ganado tengo el pan, hágase el verso», del poema «Hierro»), es posible que las primeras tribus humanas o aun humanoides se hayan enfrentado al paisaje y resultasen abrumados por la belleza. Una cuarta aprehensión del mundo, la religiosa, acompañará durante siglos, milenios diría, a la precepción filosófica y sobre todo a la religiosa del mundo. ¿Qué podría ser el Sol sino un dios? Y si es un dios, ha de tener historia y exige reverencia y ella dona invocaciones y cantos. Ahí conecta la poesía.
Las aprehensiones técnica (práctica), científica, estética y religiosa del mundo no solo enfrentan al ser a la relatividad objetiva sino a la subjetividad y la creación. De lo que se ve hacia lo que se sabe, irrumpimos en lo que se supone o imagina, lo invisible por «irreal», el misterio. El ser humano enfrenta así un diálogo que no solo abarca a lo visible sino también a lo oscuro, a lo que le resulta arcano e incluso a lo que conjetura desde su aprehensión subjetiva y creativa. Esos dos «mundos»: realidad/irrealidad, fijan el desarrollo humano en su batalla por el conocimiento y la mejoría material de la vida. El ser humano se decide por la explicación filosófica del mundo, pero a la par siente la belleza y desea embellecer sus circunstancias.
La poesía por supuesto que no es un mero acto de solo embellecimiento. Resulta un modo de conocer la realidad, de interpretar el mundo, de vivir en armonía o en contradicción, con o frente al sufrimiento y a la inexorable muerte. Véase ese adjetivo de lugar común: inexorable. El ser humano se enfrenta al fatum, se pregunta si lo hay, si vive bajo un determinismo absoluto, si en la relatividad de la existencia puede expresarse con connotaciones realistas, metafísicas, dramáticas, y frente a lo factual despliega su imaginación que termina o en el terreno filosófico o en el poético. La poesía deviene otra manera de comprendernos en el entramado cósmico, en un planeta viajero por el espacio y el tiempo, busca respuestas o solo hace preguntas, y deja esas preguntas como una angustia existencial o las inscribe, como hacía Rubén Darío, en las alas de los cisnes.
Pero conceptualmente la poesía no se limita a solo esto que he explicado. ¿Qué límite le ponemos a la poesía? En cuanto a ser captada por los seres humanos, ella precisa un discernimiento de la sympatheia ante las cosas o lo sentimientos, captación, expresión y vibración, y añade un interés creativo, ya esté sustentado en la celebración, la queja, el lamento, la complacencia o no de lo vivido. A ello se le llama poesía lírica, para diferenciarla de otras maneras de disponer de la poesía desde lo narrativo (épico) o lo dramático (teatral), e incluso de otras condiciones expresivas y de otras artes que inevitablemente, para serlo, contienen poesía.
¿Qué puede ser, por ejemplo, la literaturidad, el por qué una obra literaria lo es, sino su carga de poesía, entre otros signos cualitativos? Hallamos poesía en el gran poema marmóreo que es el David de Miguel Ángel, en La Gioconda de Leonardo, en la Novena sinfonía de Beethoven, en las muchas otras artes derivadas de la diversidad aprehensiva de los sentidos humanos. Lo que decimos no se aviene solo al ritmo de las palabras, hay muchas diversas maneras de comunicarnos, de traducir o imaginar al mundo, y a nosotros mismos viviendo en él.
Creo que el acto creativo de la poesía posee particularidades explorables, y otras que no son más que reacciones del pensamiento ante la realidad, de manera que trabaja en el poeta la conciencia aprehensiva y el subconsciente batallador. Northon Frye expresa esto mejor que yo:
…podría decirse que la poesía es el producto, no solo de un acto deliberado y voluntario de la conciencia, como la escritura discursiva, sino asimismo de procesos que son subconscientes o preconscientes, semiconscientes o inconscientes, sea cual fuere la metáfora psicológica que uno prefiera. Poder escribir poesía exige mucha voluntad, pero parte de esa voluntad debe emplearse en tratar de mitigar la voluntad, logrando así que gran parte de la propia escritura se vuelva involuntaria (Anatomía de la crítica, Monte Ávila Editores, Caracas, 1991, segunda edición, pág.122).
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