La crueldad desoladora con que el mundo literario iberoamericano es percibido, tiene un sentido a la vez simbólico y paródico, que preanuncia La literatura nazi en América: los protagonistas, Ulises Lima y Arturo Bela, son dos jóvenes poetas en los años setenta, que buscan incansablemente a Cesárea Tinajero, desaparecida fundadora de un movimiento poético —los visceralistas— en la época de las vanguardias, misteriosa y olvidada mujer que hace honor a su nombre romano, que parecería remitir al enorme y rápidamente destruido puerto romano en el antiguo Israel provincia imperial. Su pesquisa tiene un sentido definido: Belano y Lima han creado un grupo literario inspirado en aquel, y han tomado el nombre de los neovisceralistas, odiados por todos los demás escritores por considerarlos hipercríticos e irreductibles a las «normas» de la vida literaria dominante. La caracterización de ambos poetas se produce incansablemente, por refracción de decenas de testimoniantes, pues a lo largo de la novela ellos también han desaparecido. Se trata de una refracción especular: Belano y Lima buscan a la perdida Cesárea Tinajero; nosotros, los lectores, indagamos por los dos muchachos de los setenta, que ahora, en los años noventa, a su vez se han borrado del horizonte, como termina por sucederles a todos los que se consagran a la esencia misma de la literatura y se alejan de la miserable cortesanía de los círculos literarios al uso, descritos implacablemente a lo largo de la novela, nuevamente como pronóstico de La literatura nazi en América. La indagación, circular y laberíntica, se asoma una y otra vez a esferas que la rebasan y nos conducen a preguntas de mayor calibre que trascienden la literatura misma:
Se bebió mucho vino aquella noche y cuando nos fuimos, sin saber cómo, me encontré caminando a su lado algunas cuadras. Entonces le dije lo que me había estado rondando por la cabeza. Belano, le dije, el meollo de la cuestión es saber si el mal (o el delito o el crimen o como usted quiera llamarle) es casual o causal. Si es causal, podemos luchar contra él, es difícil de derrotar, pero hay una posibilidad, más o menos como dos boxeadores del mismo peso. Si es casual, por el contrario, estamos jodidos. Que Dios, si existe, nos pille confesados. Y a eso se reduce todo.[1]
Es esta una hendija que nos permite asomarnos al trasfondo último de Los detectives salvajes: se trata de una exploración simultánea de la literatura misma —en su enloquecedora vaciedad final, en su capacidad de crear y destruir, en su autoamordazamiento y su triste conversión en modo de vida de gentuza—, pero también de la existencia misma del ser humano en el desesperanzado segmento terminal del siglo XX. Bajo su ironía dominante, su capacidad simultánea de analizar y destruir, en dualidad neobarroca, su delirante capacidad de transparentar el vacío literario de nuestra época, una disipación específicamente neobarroca, sí, pero igualmente emparejada con la necesidad de una expresión que revele la complejidad delirante a que nos ha conducido la crisis de nuestro tiempo, en fin, asimismo la erosión de los discursos de dogmas supuestamente salvadores, esta novela es, con una fuerza muy pocas veces o nunca alcanzada en la narrativa latinoamericana, un ademán ontológico que intenta recuperarnos, comenzar de nuevo, dejar atrás todos los engaños y fracasos que la literatura, y el decurso mismo del continente desde el s. XIX, han tratado en vano de perfilar como permanencia y conquista del espíritu, para perseguir —los personajes, sí, pero también nosotros—, a toda costa, un nuevo sitio donde finalmente estar, donde poder, de modo neobarroco, más-o-menos-ser, aferrados a un no-sé-qué que nos permita rencontrarnos, ensayar quizás una retombée de lo que, tal vez en el pasado, haya sido la existencia humana. De aquí que tenga una resonancia profunda que la Cesárea por fin hallada —inesperadamente encontrada por estos jóvenes que, hacia el segmento final de la narración declaran como al pasar que a donde quieren llegar es «a la pinche modernidad»—[2] declare por su parte, con una clarividencia llena de resonancia y, también, de indescifrable simbolismo «que ese era el porvenir común de todos los mortales, buscar un lugar donde vivir y un lugar donde trabajar».[3]
Los detectives salvajes, ciertamente, parecen una entrada centelleante y a la vez sobrecogedora no en la Modernidad, sino en un sentimiento difuso y hondamente neobarroco, una voluntad desesperada de crítica y descubrimiento de una realidad por mucho tiempo deformada por infinitos travestimos, un impulso agónico hacia una lucidez desoladora. Por eso la narración se cierra en una pregunta cósmica, que trasciende cualquier pista aparente anclada en el argumento de la novela: «¿Qué hay detrás de la ventana?»,[4] la cual de facto es más que nada una afirmación neobarroca. Pues, en efecto, dos de los elementos fundamentales del texto enclavado en el gusto neobarroco es precisamente el trampantojo, el trompe-l´oeil comentado por Severo Sarduy en su brillante ensayo La simulación:
El trompe-l´oeil, inventado precisamente para simular un espesor, una presencia verosímil, inmediata, o una profundidad, por esa insistencia misma en el ser-allí, parece apelar a nuestra mirada como para captarla, hacerla deslizar a lo largo de sus planos lisos, bruñidos, sobre los objetos patinados por el manejo, o al contrario, invirtiendo ese llamado, transformar su platitude en mirada, contemplarnos para suscitar así la dimensión, ahuecar el plano único, ya que «la profundidad no nace más que en el momento en que el espectáculo mismo vuelve lentamente su sombra hacia el hombre y comienza a mirarlo».[5]
Tal vez el propio Bolaño no tuviera respuesta para esa pregunta esencial. Pero haberla formulado con semejante fuerza, con tal magia de convicción, como un grito —más que una invitación— dirigido hacia los lectores, convierte a esta obra en un texto formidable, desgarrado entre su genial literaturidad y su rechazo de entraña ante lo que se ha venido considerando literatura.
En cierta medida, su novela 2666 [6] —por muchos considerada como su obra mayor— viene a resultar una retombée de Los detectives salvajes. En ese gran texto póstumo el tema de la relación entre literatura y vida vuelve a ser replanteado, pero ahora en un sentido diverso, a pesar de las múltiples coincidencias. De nuevo varios personajes se ven envueltos en una persecución obsesiva de un summum literario, que, por lo demás, entraña un nuevo canon. En este caso no se trata de un cuarteto de jóvenes irreverentes, sino de académicos bien establecidos en su medio profesional, la filología, e incluso con reconocimiento más allá de sus respectivos países —el francés Jean-Claude Pelletier, el italiano Piero Morini, el español Manuel Espinoza y la británica Liz Norton— en calidad de germanistas y, sobre todo, de investigadores del misterioso narrador alemán Benno von Archimboldi —o Archimboldo—. Este autor se convierte en el eje exclusivo de sus vidas, que son presentadas por Bolaño, en principio, como una continua sucesión de congresos sobre el elusivo narrador a quien al parecer nadie ha visto. La búsqueda de un símbolo de la gran literatura es, por supuesto, una firme coincidencia con Los detectives salvajes, pero las variaciones son contundentes. Los jóvenes poetas de la novela precedente son, de un modo u otro, una reafirmación de la vida tanto como del arte. Los cuatro filólogos son presentados como ajenos a la realidad cabal de la existencia, consumidos en la sofisticada atmósfera de un autor que ha elegido el anonimato y la ausencia. Desde este inicio hay ya una clarísima alusión a la voluntad neobarroca de Bolaño: el supuesto escritor germano porta un apellido italiano, precisamente el mismo del desconcertante pintor del s. XVI, Archimboldo o Archimboldi, artista a medio camino entre el manierismo y el barroco histórico, quien trazó rostros extravagantes, donde los rasgos humanos resultan sugeridos por elementos vegetales y de otro orden. Marcados por diversas características, los cuatro filólogos tienen la misma meta —encontrar a Benno von Archimboldi— y una cualidad común, la voluntad de hierro, pero también poseen rasgos diferenciadores muy nítidos. Morini parece ser el más alejado de la vida real, mientras que el español Espinoza resulta el más cercano, tal vez por su subrayada cercanía del resentimiento y, quizás, de la violencia, ese tema principal en la obra de Bolaño.
Nuevamente la novela negra proporciona buena parte de la textura narrativa, sobre todo en cuanto a la diversidad de facetas de los personajes, la violencia latente o patente y la indeterminación que debe recorrer la trama, hasta desembocar, con mucha mayor intensidad que en Los detectives salvajes, en un sentido de la violencia, el misterio y el horror que están profundamente enraizados en la estética neobarroca: así la refinada y enrarecida búsqueda del originalísimo novelista termina revelándose como enlazada con los terroríficos feminicidios del norte de México. Como en otras grandes obras de Bolaño, La pista de hielo, Nocturno de Chile, Estrella distante, entre otras, se entrelazan temas recurrentes: la búsqueda de una verdad fundamental, la violencia como una fascinación de la sociedad humana, lo inalcanzable del amor en su sentido más absoluto, los desdoblamientos inevitables —y trágicos— del ser humano, y la interrogación estremecedora acerca del sentido de dos grandes actividades humanas: la indagación de la verdad y el juego.
Los detectives salvajes y 2666 contienen algunos de los rasgos neobarrocos más peraltados de la narrativa de Bolaño. Uno de ellos es la inquietante tríada de vaguedad, no distinción e indefinición. Los personajes, las metas, las peripecias, incluso la propia espesura narrativa —armazón de extraños sucesos, desafíos, conflictos, crisis y desenlaces que, en este caso, son permanentemente imprecisos o engañosos— están trazados con la falta de epicentro que caracterizaba tanto ciertas plantas arquitectónicas del barroco histórico, las desmesuradas propuestas narrativas de Sobre héroes y tumbas, de Sábato, y Rayuela, de Cortázar, como determinados videojuegos contemporáneos, incluso de su primera época, como Wolfstein. La oscuridad es tratada como fuente de placer estético: Cesárea solo aparece al final de Los detectives salvajes; Benno von Archimboldi no se revela jamás. No es una originalidad de Bolaño. Omar Calabrese nos ha indicado con acierto:
En las recientes Leçonsd´àpeuprès, el matemático francés Georges Guilbaud describe algunas grandes etapas del pensamiento relativo a la aproximación. Etapas que se refieren a la belleza de 24 siglos de humanidad. Logra, de este modo, rehabilitar una noción, la del «más-o-menos», que nuestro léxico califica negativamente, relegándola a prácticas de imprecisión que se contrapondrían a las «exactas» de las ciencias y en especial de la matemática, cuyo valor sería, en cambio, «optimal». En realidad, sostiene Guilbaud, la matemática se ha ocupado siempre del cálculo aproximado y lo ha hecho siempre de modo fascinante. Pero, lo que cuenta más: lo ha hecho de modo riguroso. Por lo tanto, si la aproximación puede revalorizarse, esto ocurre a condición de establecer, cada vez, de qué aproximación se trata y cuáles son las condiciones dentro de las cuales se la indaga.[7]
Esa refinada imprecisión constituye un elemento de enorme fuerza neobarroca en Bolaño, donde el no-sé-qué marca toda la atmósfera narrativa de sus obras. Otro elemento neobarroco fundamental es la predilección por una estructura disipadora, en la cual la estricta sucesión temporal es con frecuencia dinamitada por esa retombées arduyana. De modo ajeno al cartesianismo presente todavía en La comedia humana, de Balzac, donde los mismos personajes aparecen ya como protagonistas, como segundones o como paisaje de fondo humano, pero con un delineamiento reconocible, Bolaño parece apelar a ese puntillismo impresionista que tanto contribuyó a que Heinrich Wölfflin lograra definir el barroco histórico mientras buscaba la delimitación estética del Impresionismo. En un texto temprano como La pista de hielo, se anuncian personajes e incluso locaciones de una novela mucho más madura y netamente neobarroca como El Tercer Reich, en que la ambigüedad, el exceso y la excentricidad convierten aquellos antecedentes lejanos en un exceso poderoso y vibrante. Esas alusiones de un elemento de una novela hacia otro marcan la voluntad de repetición, de juego un poco sádico con límites que, por una parte, son reconocidos y, por otra, desechados; un ejemplo nítido de ello es esa brillante integración de relatos semienlazados, novela desmenuzada y ensayo sardónico que es La literatura nazi en América, uno de los textos más extraordinarios del autor, pero sobre todo de las letras en el Nuevo Continente.
Bolaño ha superado ya la obsesión de dibujar el diálogo entre Europa y América, tan recurrente —a veces hasta el cansancio en Alejo Carpentier, como lo había sido, décadas antes, en Henry James—. Lo ha logrado no por la integración de locaciones y etnias, sino por dos rasgos brutalmente neobarrocos: la inestabilidad como ingrediente del mundo presentado —ayer nos ignorábamos, hoy nos incrustamos unos en los otros—, cuyo vaivén precisamente es causa de una amalgama por momentos extravagante —los sudamericanos en Barcelona—, y en otros instantes fusionadora —el filólogo encarado a la realidad del crimen como hecho cotidiano en México—. Esa inestabilidad es, como ha sabido verlo Calabrese, generadora de monstruos: el exótico poeta aviador está sumergido en la tortura; la perspectiva totalitaria, nazi, aunque no solo eso, se deslíe en el mal gusto de una literatura oficialista a lo largo de América. La ambigüedad contribuye no poco a ello: el Quemado, latinoamericano sombrío en El Tercer Reich, es un monstruo real por las quemaduras en su piel, pero también un monstruo falso por la imagen torcida y por último falsa que trazan de él diversos personajes.
La obra de Roberto Bolaño hace brotar de su más profunda médula una visión del neobarroco de los siglos XX y XXI. No nos engañemos: la existencia de varios barrocos —el helenístico, el llamado barroco histórico, el indebidamente denominado neobarroco— nos indica claramente varias verdades humanas. La primera es su asociación con la crisis general. La brillante teorización de Wölfflin sobre el barroco como estilo histórico no puede borrar, para una pupila bien avezada, el hecho de que durante mucho tiempo —entre los siglos III y II antes de Cristo, y desde fines del siglo XVI hasta fines del XIX— muchos críticos de artes diversas identificaron lo que hoy llamamos estilo barroco con una decadencia, nombre que, en otras épocas, cubría bastante del contenido semántico de la palabra crisis. Si esto es así y constatando que el arte helenístico tiene muchos puntos con común con el barroco histórico y el neobarroco, pero no son idénticos, el posible pensar en que nuestro neobarroco, incluido el latinoamericano, tendrá también su fin histórico, hasta que otro sismo profundo de la sociedad nos devuelva la necesidad de una expresión ambigua, desbordada, monstruosa, angustiada. En algún lugar, el neobarroco es un recordatorio de que las sociedades, por estrictos que sean sus proyectos y propuestas enarboladas, están sujetas a transformaciones, como el hombre mismo, cuya única esencia permanente es la del cambio. La literatura, parece recordarnos Bolaño, no puede encerrarse en esquemas prefijados, ni en supuestos realismos decorados con ideologemas. Como el gran chileno supo hacer, también tiene la novela que asomarse a la violencia, la vergüenza, el horror y la inestable, pero espantosa monstruosidad del ser humano. Es ese heroísmo que el hombre ha reconocido a lo largo de milenios: ver la vida tal como es, y amar el arte que se atreve a recrearla desde el valor y la verdad.
Notas
[1] Ibíd., p. 378.
[2] Ibíd., p. 439.
[3] Ibíd., p. 439.
[4] Ibíd., p. 583.
[5] Severo Sarduy: «La Sard simulación», en Obra completa, ed. cit., 1999, t. II, p. 1284.
[6] Roberto Bolaño: 2666, Editorial Anagrama, S.A., Barcelona, 2004.
[7] Omar Calabrese: La era neobarroca, ed. cit., p. 170.
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