Una de las figuras esenciales en lo que se refiere a esta relación neobarroco latinoamericano-crisis cultural lo ha sido, desde luego, Roberto Bolaño, cuya singularísima estatura como escritor se apoya en una serie de factores, entre los cuales no puede desconocerse su personal experiencia multicultural —en particular de su Chile natal, de su México adoptivo y de España—, además de una agresiva perspectiva neobarroca, en la cual se abordan muchos aspectos diversos de la crisis raigal que han venido enfrentando las sociedades iberoamericanas, sobre todo en lo que se refiere a una entrada deformada y tardía en la Modernidad, como han señalado, entre otros, Mabel Moraña, por una parte, y Saúl Yurkievich, por otra; a unas estructuras socio-económicas marcadas por una evolución cuando menos tardía de ellas desde un marco básicamente agrario y latifundista, hacia una industrialización señalada por una dependencia de capitales foráneos; a la lentitud del proceso de fortalecimiento de una voluntad de autoafirmación identitaria en el marco de las expresiones culturales en general y artísticas en particular, y al no menos demorado y difícil camino hacia la constitución de un pensamiento de cabal enraizamiento en las realidades de una Iberoamérica cada vez más compleja y urgida de transformaciones profundas a nivel pragmático y teórico.
En la imposibilidad de abarcar aquí de manera exhaustiva la cuestión del neobarroco en la obra multifacética de Bolaño —poesía, crítica, periodismo, diarios, novelística—, me resigno a limitarme a considerar ciertos elementos en algunas de las novelas que cimentaron su enorme resonancia literaria, en particular Los detectives salvajes. Es, sin discusión, una de las obras de mayor calibre en la literatura en letras castellanas de la segunda mitad del siglo XX.
Novela torrencial, Bolaños ha sabido aprovechar en su texto toda la experiencia de la narrativa precedente, incluso aquella que se encuadra bajo la denominación de bestseller. En efecto, nada falta de los ingredientes consagrados por dicha modalidad de escritura: diversas tramas paralelas, buena carga de especias —desde cierta atmósfera policial ya sugerida por el propio título, hasta dosis generosas de angustia existencia, sexo, drama, estética e, incluso, política—. Sí, está todo allí, menos el sentido banal y de mero entretenimiento del bestseller comercial. Sin error posible, Los detectives salvajes son literatura a la más alta potencia, hasta el punto de que, más allá de toda fisonomía exterior, su tema fundamental es la literatura misma —y en particular la poesía—, tal como se nos presenta en el tiempo actual de Iberoamérica: consciente de su posible inutilidad, enfrentada a un lenguaje agotado en su apariencia, condenada a la retombée a la manera en que la define Severo Sarduy:
Llamé retombée, a falta de un mejor término en castellano, a toda causalidad acrónica: la causa y la consecuencia de un fenómeno dado pueden no sucederse en el tiempo, sino coexistir; la «consecuencia» incluso, puede preceder a la «causa», ambas pueden barajarse, como en un juego de naipes. Retombée es también una singularidad o un parecido en lo discontinuo: dos objetivos distantes y sin comunicación o interferencia pueden revelarse análogos; uno puede funcionar como el doble —la palabra también tomada en el sentido teatral del término— del otro: no hay ninguna jerarquía de valores entre el modelo y la copia.[1]
Asimismo, la escritura latinoamericana neobarroca se presenta, sobre todo, lanzada a una oscilación entre la tendencia al detalle y la obsesión del fragmento, esos dos componentes fundamentales de la composición neobarroca que destaca con fuerza Omar Calabrese en su inteligente ensayo, La era neobarroca.[2] Todo esto constituye el dilema que, convertido en tema orquestado por decenas de voces y múltiples líneas argumentales quebradas y no siempre convergentes de un modo nítido, se presenta al lector como un enigma hiriente que solo desde una recepción esencial de la novela puede ser desentrañado. Pues el receptor abocetado insistentemente por Bolaño en esta novela se presenta como capaz de matizar, configurar formas literarias. Otro personaje, Joaquín Font, pontifica:
Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura para cuando estás calmado. Esta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás alegre. Hay una literatura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado.[3]
Lo cierto es que en Los detectives salvajes la labor de indagación se realiza tanto por los personajes centrales —Arturo Belano y Ulises Lima, quienes son, a la vez, detectives y culpables, salvadores y criminales, autores y lectores—, como quienes se enfrentan a la lectura de esta novela profundamente desgarrada, donde el tema de la creación literaria —frecuente en la obra de Bolaño— aparece bajo el la perspectiva del grupo de escritores, vistos en plena angustia y, por momentos, envueltos en la desorientación que se experimenta al transitar por un laberinto. De hecho este sentido grupal —donde se nuclean ya sea tendencias estéticas, generaciones, preferencias estilísticas, predecesores asumidos como comunes, como una tradición elegida— es desnudado con un sentido realista escalofriante, como cuando Xóchitl García dice en la novela:
Otros, los menos, recordaban a Ulises Lima y Arturo Belano, vagamente, no sabían, por ejemplo, que Ulises estaba vivo y que Belano ya no vivía en el D.F.; pero los habían conocido, recordaban sus intervenciones en recitales públicos en donde Ulises y Arturo acostumbraban a meterse con los poetas, recordaban sus opiniones en contra de todo, recordaban su amistad con Efraín Huerta, me miraban como si yo fuera una extraterrestre, decían ¿así que tú fuiste real visceralista, eh?, y después me decían que lo sentían, pero que no podían publicar ni uno solo de mis poemas. Según María, a quien acudía cada vez más desanimada, eso era lo normal, la literatura mexicana, probablemente todas las literaturas latinoamericanas, eran así, una secta rígida en donde el perdón era costoso de conseguir.[4]
Mirna Solotorevky ha llamado la atención sobre lo que ella llama «el espesor escritural en novelas de Roberto Bolaño», y en verdad si un elemento llama la atención en la constitución de sus textos es la superposición de dualidades, polares o no, en sus novelas: en La literatura nazi en América, por ejemplo, el ritmo varía marcadamente de un capítulo a otro de esta burlesca y amarga historia de la literatura de América en el siglo XX, mirada específicamente en el terreno de sus fracasos, de sus monstruosismos, de su repetición oficialista de antivalores y esperpentos impuestos o derivados de las deformidades sociales y, sobre todo, de la situación dependiente del escritor en relación con el poder. Pocos textos tan excéntricos como La literatura nazi en América, en que Bolaño ha creado una criatura prácticamente gongorina y polifémica, integrada genialmente por el autor a partir de identificar los puntos neurálgicos de inestabilidad de ambos tipos escriturales en nuestras culturas: el detallismo anecdótico, tantas veces asfixiante en la historia literatura iberoamericana y la tendencia a la deriva expositiva en ciertas zonas de nuestra narrativa y, también, de nuestra crítica literaria. No puede ignorarse que Bolaño, como en una pieza antológica del Barroco histórico, La bella y la bestia, de Mme. Le Prince de Beaumont, disfruta trabajando con brutal eficacia el monstruosismo, el extravío, el caos neobarroco en el tratamiento de la —inútil— búsqueda de la belleza total a través de los laberintos del horror. De aquí, en cierta medida, su tangible interés —y visceral rechazo— por el totalitarismo, maldecido y a la vez desmenuzado, su relación con un elemento fundamental de la cultura neobarroca: el videojuego, de hecho lo que pudiera yo llamar un neoludismo en el cual, más allá de Huizinga, el juego, además de ser una esencia cultural del ser humano, se convierte en una modalidad freudiana de la voluntad de autodestrucción, tal como se puede palpar en una novela tan ominosa como El Tercer Reich. Habría que añadir que en toda su narrativa se percibe ese trampantojo, ese no-sé-qué que Sarduy subrayaba como sellos clarísimos de la estética neobarroca.
Centrado sobre todo ahora en Los detectives salvajes, ejemplo cabal de la voluntad neobarroca de inversión —la novela negra, impecablemente seguida como canon, resulta dinamitada finalmente como modo de escritura del siglo XX— de referentes y herencias culturales. Ante todo, el título. Se trata, desde luego, de una denominación que vincula a esta novela con la narrativa policial y, sobre todo, con la novela problema, en la que un protagonista con un perfil más o menos típico y caracterizador de su conducta durante la peripecia contada —policía, detective o investigador aficionado — se enfrenta con un hecho misterioso, por lo común un delito de alguna índole, y mediante una serie de procedimientos sobre todo hermenéuticos, logra identificar al criminal y desentrañar la lógica interna de los hechos que condujeron al suceso enigmático. Desde este punto de vista, habría que convenir en que la narración está constituida a partir de una intertextualidad posmoderna neobarroca, en el sentido de que no se incrusta en el nuevo texto uno prexistente, sino que se percibe la presencia de todo un género, cuyas funciones resultan trastrocadas en la obra. Lo esencial, por otra parte, es que la intertextualidad en Los detectives salvajes se relaciona con el criterio más amplio y abarcador de este concepto literario tan difundido luego de su empleo fundador por Julia Kristeva. Me refiero a que esta novela se construye como una inmensa dialogicidad,[5] en la cual no solo es traída a colación, en tanto subgénero literario, la novela policial, sino que también confluyen hacia ella, pero caóticamente, en un fluir impreciso, otros tipos de novela —la sicológica, el Bildungsromany la de aventuras, entre otras—. Pero, ciertamente, el diálogo más intenso y más engañoso —verdadero trompe l´oeil neobarroco— es el que se establece con la novela problema.
Desde los pioneros y fundadores diversos —Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle, Gilbert K. Chesterton, entre muchos otros paradigmas—, la novela policial ha sufrido transfiguraciones varias, e incluso ha llegado a proporcionar atmósferas narrativas de una envergadura ambiciosa y una voluntad de radiografía social compleja, como es el caso de El nombre de la rosa, de Michel Foucault, o El gran arte, de Rubem Fonseca. La novela de Bolaño va incluso más lejos: el componente «policial», incluso el título mismo, no son un trasfondo eficiente para la acción, antes bien, resultan una alusión quintaesenciada, pero también simbólica, que requerirá de una lectura hermenéutica total —no puedo detenerme aquí a considerar las relaciones implícitas entre la estética neobarroca y un lector-hermeneutica ideal, pero simultáneamente asumido como destinado perpetuamente a la derrota, a un grado de incomprensión definitivo— del laberinto agónico en que el autor percibe la literatura contemporánea, y sobre todo la de América Latina. Por momentos, la visión que brinda esta novela de la vida literaria resulta un mural de lo monstruoso y lo grotesco. Así, por ejemplo, entre otros momentos de la narración, el personaje de Xóchitl García nos asoma al horror en el siguiente pasaje:
Ya estaba harta de trabajar en el Gigante [Nota: se refiere a Gigante, que fue una muy extendida cadena de supermercados en México] y creía que mi poesía se merecía, si no un poco de respeto, sí un poco de atención. Con el paso de los días descubrí otras revistas, no aquellas en donde a mí me hubiera gustado publicar, sino otras, las revistas inevitables que surgen en una ciudad de dieciséis millones de habitantes. Sus directores o jefes de redacción eran hombres y mujeres terribles, seres que si te los quedabas mirando mucho rato te dabas cuenta que habían surgido de las cloacas, una mezcla de funcionarios desterrados y de asesinos arrepentidos.[6]
En otros momentos, sin embargo, la inmersión torturante en la realidad de la vida literaria se convierte en una verdadera pesadilla del espíritu, una trampa social de la cual es preciso escapar so pena de asfixiarse. Es el caso de unas palabras de otro personaje, Julio Martínez Morales:
Voy a contarles algo acerca del honor de los poetas, ahora que paseo por la Feria del Libro. Yo soy poeta. Yo soy escritor. He ganado una cierta nombradía como crítico. 7 x 3 = 22 casetas a ojo de buen cubero, pero son, en realidad, muchas más. Limitada es nuestra visión. He conseguido, sin embargo, hacerme un lugar bajo el sol en esta Feria. Atrás quedan los coches estrellados, los límites de la escritura, el 3 x 3 = 9. Me ha costado. Atrás quedan la A y la E que se desangran colgadas de un balcón al que a veces vuelvo en sueños. Soy un hombre educado: solo conozco las cárceles sutiles. Poesía y cárcel, por otra parte, siempre han estado cerca. No obstante, mi fuente de atracción es la melancolía. ¿Estoy en el séptimo sueño o he escuchado de verdad cantar a los gallos en el otro extremo de la Feria? […] Deambulo por la Feria y saludo a los colegas que deambulan tan idos como yo. Ido x ido = una cárcel en el cielo de la literatura. Deambulo. Deambulo. El honor de los poetas: el canto que escuchamos como pálida condena […] En otros países a esto se le llama mafia.[7]
[1] Severo Sarduy: «Nueva inestabilidad», en Obra completa. Edición crítica coordinada por Gustavo Guerrero y François Wahl, Ed. ALLCA XX, Madrid; Barcelona; Lisboa; París; México; Buenos Aires; São Paulo; Lima; Guatemala; San José, 1999, t. II, p.1370, nota a pie de página 1.
[2] Cfr. Omar Calabrese: La era neobarroca, Ed. Cátedra, S. A., Madrid, 1987, pp. 84-106.
[3] Roberto Bolaño: Los detectives salvajes, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1998, p. 187.
[4] Ibídem, pp. 352-353.
[5] Cfr. al respecto MichałGłowiński: «Acerca de la intertextualidadª, trad. de Desiderio Navarro, en: Criterios. Revista de Teoría de la Literatura y las Artes, Estética y Culturología, cuarta época, no. 32, julio-diciembre de 1994, La Habana, Ed. Casa de las Américas y UNEAC. En la p. 189 este autor apunta: «la intertextualidad es entendida tan ampliamente que se vuelve de cierta manera un sinónimo de dialogicidad».
[6] Roberto Bolaño: Los detectives salvajes, ed. cit., p. 353.
[7] Ibíd., pp. 462-463.
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