
En esta escena hay un perro, allá al fondo. Hay un camino de flores lila, lavandas se me antojan, una muchacha sostiene un ramillete de florecitas silvestres, tiene el pelo rojo y suelto y va recolectando espigas, inflorescencias, dientes de león y guijarros que guarda en el bolsillo de su vestido. La escena se repite. Una y otra vez. Y se apagan las luces, o se enciende la vigilia.
En esta escena hay dos mujeres en un balcón mirando hacia la acera. Juegan a adjudicar historias, vidas improbables a los transeúntes. Encuentran en su andar, ropa, corte de cabello, en los gestos, un argumento, alguna pista, o simplemente eligen esos rostros para ubicarlos en contextos fantásticos. El ritual se repite y ríen a carcajadas por lo absurdo de las vidas que construyen para los viandantes.
Las mujeres ríen y toman café, aquella fuma, pide bocadillos y humeantes capuchinos, habla con afiebrada obsesión de sus lecturas. Ambas viven de/para contar historias. El del balcón fue un útil ejercicio, la observación como fuente nutricia del texto.
La calle es el teatro en el teatro de la existencia, ellas son espectadoras, pero en la distancia otros también las miran y la cuarta pared de este dispositivo que es el universo se rompe en sucesivas realidades paralelas, alternativas, donde ellas son conscientes o no, de la construcción de su personaje, la hondura de esas corrientes subterráneas de sentido que alberga el ademán de hacer autostop en una esquina de la ciudad, o de beber el vino. Atentas al ritmo y arquitectura de su historia andan las mujeres.
La más joven es capaz incluso de escribir sobre sitios que no ha visitado con la naturalidad de quien se hace un selfie con la torre Eiffel de fondo, o puede hilar historias de paisajes bucólicos como quien mira por la ventanilla de una guagua el panorama campestre y se asombra ante una nube, la tierra quemada, algunas vacas famélicas, el sol como una naranja hirviente, o un cartel que anuncia que Australia se encuentra a solo un kilómetro.
Es Katherine Perzant, y hace un tiempo escribí sobre ella que «es una poeta que escribe teatro, o una dramaturga que se sostiene en la poesía». Entonces añadí: «Aún es pronto para definirla». Pero han pasado algunos años, la leo y compruebo que se resiste a etiquetas, por eso vuelvo a aquel texto donde anticipé que «quizás no necesitemos definirla nunca».
Porque Katherine persigue la conmoción, el estremecimiento desde sus textos. No importa si se trata de periodismo o ficción, a fin de cuentas, ambos se sustentan en el lenguaje, toman el cuerpo de la palabra para existir.
Y con el cuerpo de cada vocablo como un templo al que asistir con fe absoluta en el poder de sus significados, en la capacidad de sus sonoridades, en la carga semántica de ciertas estructuras, como una catedral hecha de letras a la que ir a invocar a la belleza, escribe esta muchacha su Teoría de las flores salvajes.
Un volumen que, publicado en Ediciones La Luz, reúne a Cabo de hornos y Cempasúchil, dos de sus obras teatrales más tempranas.
Cabo de hornos ganó el primer lugar en la IX Edición del Festival Internacional de Teatro Femenino «La escritura de la/s diferencia/s». Entonces el jurado sustentó su decisión en que esta es:
(…) una historia de amor y desamor entre dos mujeres que transita entre el lirismo y las contingencias de la vida cotidiana. Inspirada en la narrativa de Virginia Woolf, la dramaturga traslada la poesía al lenguaje teatral para concebir diálogos fluidos, capaces de revelar la naturaleza de los personajes. Sueños recurrentes, necesidades domésticas, amistades entrañables y una pasión amorosa que sostiene el conflicto de principio a fin, son los hilos que bordean un texto dramático con múltiples sugerencias para la futura puesta en escena.
Además, el jurado internacional del festival le concedió a la pieza una mención especial, alegando que «posee un excelente manejo del lenguaje, un buen equilibrio entre los momentos líricos y una sólida estructura dramática».
Al momento de ganar el premio la muchacha me contó que Cabo de hornos es la metáfora de un estado sentimental. De un vacío, y a la vez es muy voluptuosa. Toma del posdrama. Juega con referentes como Virginia Woolf y Eugenio Montale.
La protagonista, Dina, quien vive en una renta con su mejor amigo y una amante, tiene pesadillas recurrentes sobre las que se estructuran los diálogos.
Y añade en una nota a propósito de la publicación en el sello holguinero de la AHS: «quería escribir sobre alguien que solo tiene los libros, sobre ese tipo de amor». Y apunta que Cabo de hornos pudiera parecer un invernadero de nostalgias. Postales donde siempre falta algo.
El texto remite a la soledad propia y a la ajena, hay algo de abandono, algo que tiene que ver con estar desasido pese a la compañía de los otros. Se refiere a la soledad interior que ataca en sueños y se revela despierta en una angustia perenne.
Y como cada autor es lo que lee, la urdimbre de las vivencias auténticas o imaginarias, atestiguadas o perseguidas, hay en la obra poemas suyos y reminiscencias de autores que se han trenzado en su ADN, haciéndola mutar.
En esta escena hay un altar de muertos, y ramos de cempasúchil, y suena un corrido lejano, aquí se manifiestan presencias, fantasmagorías, gente que no sabe si vive o muere, amantes fervorosos, Chavela Vargas esperando en día de muertos a un amigo en un bar, y un cantinero que entabla con la mujer un diálogo, confesión, purga de cuitas.
Katherine embebida de México y su cultura, traspasada por aquello que le han dicho los libros, por la iridiscente materialización de este país, pone en la mesa unos alcoholes y la poesía que con poco más de 20 años insistía en salirle a cada letra.
La joven que siempre quiso «escribir sobre las altas horas en que uno habla sin que ya nada importe, incluso con un desconocido, con alguien que posiblemente nunca más volverá a ver», insiste en que Cempasúchil es: «lo que se dice porque se quiere decir y no se ha tenido oportunidad».
En esta escena ya no hay pétalos amarillos ni velas. Regresa la muchacha con la melena rojiza revuelta. Y volvemos a la ciudad con ínfulas de sala de cine. Ella pide un sándwich infinito y no ha pasado este tiempo, ella tiene otro nombre y todo esto está aún por escribirse. Pero es un sueño, me dirán, solo que, parafraseando a un personaje de Perzant, yo soy la que sueña, y «la que sueña decide».
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