No es este un cuento simple. Ray Veiro, el autor, coloca su narrativa en el borde de la incomodidad y nos hace asistir como testigos a la consagración del círculo. Hasta ahí, y esto es también conclusivo, debo afirmar que la estructura del relato —divido en acápites y capítulos bien delimitados— obedece a una exploración de la conciencia del personaje, de sus miedos, de sus fobias y pasiones, de sus memorias emotivas y, más que nada, de su evocación por una búsqueda que se diluye. Búsqueda diluida, sí, porque el lector puede asumir cuál es la meta y cuál el fondo del río donde se ensaya la muerte, aunque esto solo pase como sospecha y no confirmación, como fórmula dentro del tubo de ensayo y no como cura.
De cierta manera, es preciso afirmar que la circularidad del relato es previsible desde la enunciación del título, y hasta cierto punto no me parece la culminación más acertada, solo un punto de fuga —una pausa— a hechos que venían enunciándose desde el primer acápite. Repetir el punto de crisis y ponerlo en el centro de los acontecimientos no es error en sí, pero creo que debe llevar a los personajes —al menos— a una situación de movimiento (dígase inferior o superior si se le compara con el estado inicial) y no a un testimonio de la inmovilidad.
Testimonio de la inmovilidad que, por otro lado, sí obedece a la idea de lo circular sin contradecir la esencia del relato: hay movimiento en apariencia, pero la evidencia es otra, la mirada es otra, el movimiento solo existe hasta un punto y, una vez alcanzado este, todo volverá a ser inercia. ¿Y qué mejor símbolo de la inercia que la muerte?, advierte el escritor. Muerte que ronda desde el hilo umbilical, desde la enunciación de la sincronía de las máquinas en una sala de terapia intensiva —esas mismas máquinas que traicionarán al protagonista—, desde la evocación visual del parásito en los pulmones o desde la evocación espiritual del beso en la mejilla de la hermana muerta (devenida ahora en artilugio de cera, objeto del museo de cera de los muertos).
Hay pánico y hay claustrofobia en la obra y un final que, en lo cíclico, abre a lecturas múltiples de los acontecimientos. ¿Todo ha sido una alucinación? Este gran monólogo de recuerdos, esta evocación del padre, de la madre, de dios, esta sumatoria de bellezas y crueldades, ¿no es otra cosa que la enunciación del paso de la vida a la inexistencia? ¿Nos traicionan los sentidos o hemos asistido al largo capítulo de una agonía sin fin ni comienzo? El autor se las arregla para dejarnos las preguntas sobre la mesa —un plato dispuesto para el acto comulgatorio y salvaje de la deglución— y permitir que el lector sirva de cuchillo y que su mano selectiva diseccione —viviseccione— el texto.
En “Cíclico” asistimos —más que a una obra de teatro donde lo humano se presentará en toda su dimensión— a un experimento. Ese experimento donde ciertos niños echan sal sobre un sapo o juegan con el vientre de una lagartija y cierto bisturí. Solo que aquí, la materia del dolor no es otra que los nervios del texto. Estos, abiertos frente a los ojos del lector, son testimonio.
Testimonio al que, sin dudas, usted deberá asistir.
No es esta una obra de teatro. Se lo juro. Aquí hay algo vivo.
Ray Veiro (Raimany Veitía Rodríguez). Santa Clara, 29 de julio de 1998. Narrador y ensayista. Actualmente cursa el 2do año en la Licenciatura de Historia del Arte, en la Universidad de La Habana. Ha publicado ensayos en espacios digitales como la revista La Libélula Vaga (Suecia). Obtuvo mención en el concurso de cuentos de la AHS en Pinar del Río: La Gaveta 2019. Vive y escribe en La Habana.
CÍCLICO
¡Placentero arrojarse al polvo, sosiego feliz de la infelicidad! ¡Suprema autoalienación del ser humano en su suprema expresión! ¡Glorificación y transfiguración de los medios de horror y de los espantos de la existencia, considerados como remedios de la existencia! ¡Vida llena de alegría en el desprecio de la vida!
¡Triunfo de la vida en su negación!
Friedrich Nietzsche
OUROBOROS
Un niño que cambia,
luego,
se regodea
en su mala costumbre
de tener nombre.
naGinoris
“¿Quién eres?”, preguntó una voz
Era una voz rara. No había ningún adjetivo para su tono. Al menos, ninguno que conociera. La naturaleza de la pregunta era, también, rara en sí. No tenía respuesta. No sabía a quién, ni de dónde surgían aquellas palabras. Tampoco cómo las estaba escuchando. Yo había dejado de ser humano. Era necesario no serlo para emprender este viaje. Creí, por un momento, que se trataba de Dios. Pero él, estoy seguro, no emite sonido alguno. Dios tampoco es humano. No distinguía forma alguna allí, la luz no dejaba.
” ¿Quién eres?”, insistió.
No veía un porqué adecuado para responder a la impertinente voz. Acaso ahora importaba. Tanto tiempo llevaba tratando de dejar mi nombre. Mi cuerpo. Había renunciado a todo para encontrarla. Mi único objetivo era ese: ¡encontrarla! Y ahora. Tan cerca. ¿Para qué responder esta idiotez?
Entonces pensé que si lo hacía me dejaría en paz con mi búsqueda. De golpe le grité:
“Mi nombre es Abdel. Antes vivía con mi madre en un callejoncito de La Habana Vieja. Ahora vivo solo en el campo. A veces, ni vivo. Tengo una casita pequeña. Yo la construí. Me mudé allí para encontrarla. Pero no está ni en campos ni en ciudades. Se fue hace mucho tiempo. Antes de que yo naciera, creo. Incluso antes de que nacieras tú. Ahora, por favor, déjame seguir buscándola. Si no vas a ayudarme, déjame seguir”.
Eso sí lo recuerdo bien.
” ¡Está de vuelta! ¡Salió del paro!” Varias voces me ensordecían. Entonces lo supe, una tristeza inevitable me invadió.
“El paciente retornó a las 6:26 PM. Patología: desorden psicológico que desembocó en intento de suicidio. Actualmente presenta un cuadro estable. Mantiene una presión arterial normal. ¡Buen trabajo, muchachos! ¡Está vivo!”
¡Ellos no entienden nada! Yo solo quiero encontrarla.
MALESTAR
¡Yo no quería estar aquí! Otra vez. Fracasado. ¡Tenía que haber aumentado la dosis! Lo había intentado todo. Pregunté a la gente algunos métodos. Leí libros de historia, libros de biología, de venenos, de animales venenosos. Escuché sobre muertes célebres.
“¡Cuando está pa ti, ni aunque te quites y cuando no, ni aunque te pongas!», me interrumpió René que había llegado a visitarme en cuanto supo la noticia. “Siempre me han parecido graciosas las filosofías baratas que esconden los refranes populares”, le dije alegrándome de verlo nuevamente. Y sin dudar de su poca capacidad para leer entre líneas, se aventuró: “¡Verdad que bicho malo nunca muere!”
Aproveché su insípida verborrea y le comenté algo que venía maquinando hace tiempo en mi cabeza. “¿Sabes cuáles bichos son malos de verdad? Los parásitos. En esta última estancia en el hospital me diagnosticaron uno. Está alojado en mi pulmón. Dicen que puede extenderse por varios órganos. ¡Eso no me preocupa! ¿Quién sabe? A lo mejor, me mata de una vez. Pero lo curioso es que para este parásito, yo lo soy todo. Soy su casa. ¿Cuál es su objetivo? Vivir. ¿Cuál si no? Claro está, para que él viva tengo que ir muriendo. Se alimenta de mí. Cuando acabe conmigo saldrá por algún hueco. Y buscará otro cuerpo que habitar. Un ciclo, René. ¡Es un ciclo! Lo que este parásito no sabe es que yo soy igual a él. Lo desconoce. No tiene cómo saberlo. Yo soy parásito de varios huéspedes. ¡Me entiendes, René! Sí, ya sé lo que dirás, que en cambio yo sí aporto. ¿Aporto? ¡Mentiras René, mentiras! ¿Sabes que es lo peor? Todos juntos, cada uno de estos míseros seres que habitamos en la tierra, somos un gran parásito. ¿Y la tierra? ¿De qué se alimenta la tierra, René?”
Él estaba impertérrito ante mí, quizás esa era su expresión para todo. Cuando terminé me dijo que yo estaba ¡loco pal carajo!
«Puede que sí, que haya perdido la razón. ¿Y cuándo la tuve? ¿Quién dijo que entiendo de razones? Yo busco otra cosa René. Una cosa sin nombre. Como ningún hombre la ha vivido. Es innombrable. Yo solo quiero encontrarla, para habitar sin parasitar. Para ver si rompo el ciclo. ¡Pero no me dejan!»
GESTACIÓN
Mi madre le pidió a René que me sacara a tomar el aire, igual que se saca a mear a un perro. Pobre e indefenso. A los perros y los enfermos hay que cuidarlos para que no se hagan daño. Una vez en el balcón, respiré profundo mirando las nubes. Por un momento creí que era libre. Dice René que las nubes tienen formas.
¿Sabes tú cómo se forman las nubes? Otro ciclo natural: El agua se evapora, se eleva hasta el cielo y se condensa con aire y polvo formando a la nube, cuando se hace demasiado densa, ¡estalla!, devolviendo todos los elementos a su origen. ¿No te recuerda a nada, René? Las nubes y nosotros tenemos mucho en común.
Cuando nací todos querían que tuviera alguna cosa que les recordara a ellos: Mi nombre, por ejemplo, mi abuela lo leyó en la Biblia, significa, precisamente, “la nube del señor”. Mi rostro, por ejemplo, era inevitable no ver el parecido con mi madre, “¡ese es el niño de mamá!”, me decían. Mi familia, por ejemplo, fue mi primera institución. Luego la escuela, la segunda. Por último: mi barrio, mi ciudad, mi país, fueron instituciones también. ¡Me contaminaron, René! ¡Yo no pedí nacer! Fui libre en algún lugar, pero desde el momento en que el vientre de mi madre presa me gestaba, fui preso también.
En eso las nubes no se parecen a nosotros, ellas sí son autónomas. Pero las nubes, tú y yo no tenemos forma René. Eso tenlo por seguro. Que no te engañe el cuerpo. Ese es un material adaptable, moldeable, totalmente informe.
¿Te gusta la lluvia? A mí también, no veo la hora de ver cómo de mi cuerpo brota el agua, cómo se vuelve polvo. ¡No veo la hora de estallar! Quiero encontrarla, pero se me escapa de las manos.
MADRE, NO ROMPAS LA CUERDA
(…)
Madre silbo, terrón, enredadera,
Mi huerto pequeñito, mi semilla
Donde crece mejor lo que antes era
Entrecerrada y fértil maravilla
Ven y rompe la cáscara, el afuera
Y sácame otra vez de tu costilla.
Damaris Calderón Campos
Hay un ciclo en particular que no quisiera que hubiese acabado. Solo ese, el justo momento en que mi madre me traía a este mundo. Daría lo que fuera, René, para que mi madre no lo hubiera hecho, pero ahora es tarde. Si alguien podía detener todos los ciclos era ella, pero no quiso. Tal vez le dolía demasiado, pero me gusta más suponer que no le dolía en lo más mínimo. Mi madre es una indolente René. ¡Tú lo sabes! Igual que la tuya y la madre de la tuya, y la madre de la madre hasta la primera. Todas igual de indolentes. ¿Tú le dijiste que querías pertenecer? ¡Ay, René!, si la existencia fuera sometida a juicio, si te preguntaran en la puerta, allí entre sus piernas donde todo parece tan inmaculado. Sabes una cosa, sobre la belleza nada se ha escrito. No hay para mí lugar más bello que ese que no recuerdo bien. Mejor dicho, que no recuerdo en absoluto.
Pasaron breves segundos, yo todavía estaba acurrucado entre la vagina y sus piernas, faltaba la mitad de mi cuerpo por salir. Había calor en mis pies mientras mi cabeza se estaba helando. Ahora comprendes porqué digo que vagina es la palabra más bella que alguien haya escrito. Esos segundos de existencia bastaron para mostrarme que no quería existir. Ahora no había margen de arrepentimiento. Ya estaba aquí. Entonces me aferré a mi última oportunidad para no quedarme solo. Todavía me tiemblan las piernas de imaginarme solo en el mundo. Desamparado. Esa idea me destruye.
Ahora todo tiene sentido: tal vez mi madre lo hizo para que aprendiera qué cosa es resiliencia. Pero ella no sabe nada de eso. Además para qué quieren las semillas ser fuertes.
Ahora todo tiene sentido: desde que nacemos nos están preparando para que busquemos solos. ¡Pero qué modelo tan raro de vida es ese, René! Primero, por qué es obligatorio buscar algo y segundo por qué hacerlo solo.
Aún sin poder comprender de qué iba todo lo que estaba pasando miré los ojos de mi madre. Sabía que me quedaba poco tiempo antes de vivir. Miré su rostro. Estaba padeciendo el dolor más bello que pude observar desde que tengo memoria. Su respiración se cortó para un empuje final. No sabía cómo comunicarme con ella para que impidiera el ciclo. Por instinto, abrí la boca y en un llanto incalmable intenté decirle:
“Madre, por favor, no rompas la cuerda que nos une”.
Pero las madres y los hijos no hablan el mismo idioma René. Y eso, ¡tú lo sabes! Qué bueno que aprendí todo sobre la resiliencia. Ahora tengo que buscar como todos. Qué bueno que no aprendí nada sobre la belleza, eso me entorpece. Ahora solo tengo que encontrarla.
EL BESO
René me preguntaba cómo me di cuenta de qué tengo que buscar; en qué momento lo supe; quién me lo dijo. A veces me sorprenden sus preguntas.
“¡Nadie te dice nada, René! ¡A nadie le importa!”
Lo supe en este mismo hospital hace varios años, cuando enfermó mi hermana. Era una de las muchachas más alegres que conocí. Al menos esa es la imagen que recuerdo. No estoy seguro. Ahora todo parece difuso. El día que ella murió, mi madre limaba sus uñas en el portal de abajo. Se las limaba en señal de espera. Para la muerte también hay listas de espera. Hacía mucho tiempo que ella no lloraba tanto como aquellos días. ¡Hay que tener esperanza!, me decía. Quieres un consejo René, nunca tengas esperanza, acuérdate que cuando nacemos nos enseñan resiliencia, la esperanza es para débiles. ¡Soy la persona más débil que conozco! Cualquiera hubiese acabado con este ciclo hace bastante. Pero soy débil porque mi madre cortó la cuerda y me enseñó más bellezas que resiliencias. ¡Soy débil porque me contaminaron, René!
Ese día, mientras a mi madre se le partían las uñas; arriba, en la habitación de mi hermana sonaba el chirrido más melodioso del mundo. Terriblemente armónico. A veces las máquinas son capaces de expresar cosas hermosas, en este caso la composición más pura: la línea infinita. Ahí fue cuando empezó todo. Miré su cuerpecito por varios minutos sin que se me saliera una sola lágrima. Pensé que estas cosas no le pasaban a gente como nosotros. ¡Hay que tener esperanza!, me dije. Me acerqué con miedo. Antes temía a la muerte. Me incliné. Puse mis labios sobre su frente y describí la parábola más triste de la historia. Triste para los espectadores, obviamente. Para mí era insípido, asqueroso, lo más sucio que había hecho en mi vida. Fue ahí cuando lo comprendí. Mi hermana era carne congelada. Volví a besarla no fuera cosa de adaptarse, pero no se trataba de eso. Alguna ley física estaba actuando allí. Por eso me dio asco besar un cuerpo desconocido. Un cuerpo con peste a sudor de ensayo.
¿Quién dijo que las hermanas son eternas?
Ella me enseñó casi todo lo que necesito para encontrarla. Por eso no lloré, porque lo supe. Fue el día más feliz de mi vida. Ahora ya la tiene. ¡La encontró! Yo no sé de otras hermanas, René, pero la mía es eterna.
PATER NOSTER, LO MISMO QUE MEU PATER, LO MISMO QUE NO TENER PADRE
“¿Y tu padre?”, preguntó René después de un largo silencio.
Respiré un rato más. Nunca le había contado a nadie sobre esto. Lo miré. Estaba ahí con su cara de idiota, cara de alguien que quiere consolarte pero no sabe cómo. No sabe pronunciar palabras. Tonto. Afásico. Disléxico. Pobre, él no tiene culpa alguna. Al final, ¿quién tiene la culpa de lo que pasó? Nadie quiere tenerla. ¡Nadie se atrevería! Entonces empecé a hablar, sin pensar más, o acabaría cogiéndole odio a René.
Una tarde mi padre me traicionó. Más que a mí, se traicionó a sí mismo. Él no sabía realmente cómo ser padre. Mucho menos cómo ser buen padre que es cosa totalmente distinta. Tampoco se detendría a pensar ni por un momento qué es el amor paternal. Esa noche, no dormí, lo recuerdo bien. Tenía mucho odio para hacer algo tan improductivo. ¿Sabes lo que hice, René? Convertí el odio en comida. Cociné toda la madrugada sin detenerme. Arroz lavé. Arroz cocí. Ají y cebollas corté. ¡Lloré! Mientras lloraba, seguía cortando las cebollas en pedacitos. Al odio hay que reducirlo en pequeños trozos para que no haga daño. Mientras amanecía, fumé un cigarro frente a mi obra nocturna. Llamé a mis amigos para que comieran. A ellos les encantó. Claro, a quién no le gusta comerse un poco de odio gratis. Luego, por un ciclo biológico, claramente: mi odio, que se convirtió en comida; que dentro de mí se convirtió en mierda; que fuera de mí se convirtió en tierra. ¿De qué se alimenta la tierra, René? Ahora que lo sabes, corre. Regálale tu nombre al primero que pase. Corre, dile a mi padre que mi odio no le hará daño. Dile que permanezca tranquilo. Aliviado. Que continúe siendo nube. Pero no lo seas tú, por favor, ahora que lo sabes, ¡corre, René!
Desde ese día espero. Creo que desde que nací estoy esperando. No sé qué. Realmente, no lo sé.
¡Solo quiero encontrarla!
Respecto a mi padre, te digo que le deseo la muerte. Es lo mejor que puedo hacer por él. Para que encuentre lo que yo llevo buscando hace tanto tiempo. ¡Ojalá lo haga! Pero dudo que la comparta conmigo si una vez la encuentra. Los muertos no pueden compartir nada con los vivos.
Respecto a mi padre, te digo. No tengo padre. Nunca lo tuve. Un padre no es un banco, René. Un padre no es una institución. Ahora me lamento. Algún que otro día, lloro. Pero sobre todo, me lamento. Vivo con pena. Culpable. A veces le rezo en varios idiomas a ver si me escucha: ¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní? Deus meus, Deus meus ut quid dereliquisti me. Padre, Padre ¿por qué me has abandonado? No rezo porque crea en él. Rezo porque tengo miedo.
UN PALCO PARA LOS IDIOTAS
A veces creo que te digo las mismas cosas todos los días. ¿Te estoy reiterando el discurso? A lo mejor es idea mía, no me hagas caso. ¿Te acuerdas el día que nos conocimos, René? Fue un día hermoso. Todo estaba nublado pero no llovía. Fuimos al teatro a ver la obra aquella que siempre está en escena. Cada domingo la misma. Comprando las entradas recuerdo que la señora de la taquilla sonriente nos dijo: Aquí tienen un palco para los idiotas. Te molestaste mucho. ¿Te acuerdas?
Todos estaban callados en el teatro. Miraban ansiosos esperando que se levantara el telón. Tus ojitos brillaban tanto. ¡Qué tonto eres! Solo a los tontos les gusta el teatro. No dije nada por miedo a arruinar la cita. Desde ese día no digo nada por miedo a arruinarlo todo. Solo asiento con la cabeza. Ratifico. Se alzó el telón. La obra iba de una típica familia, con una típica casa y cosas decoradas de forma típica. No entendí bien.
Te reías de mí.
Dijiste: “¿cómo que no entiendes?”, como si estuviese obligado a entenderlo todo
Al final, cuando cayó el telón todos aplaudían, primero los del frente, luego toda la platea, los balcones después. Todos aplaudieron con orgullo. Pude alcanzar a observar una señora llorando, parecía muy conmovida.
Definitivamente, no entendí bien.
Dijiste: “Luego te la explico afuera, es de muy mal gusto hacer preguntas aquí. Nos pueden escuchar. Nos llamarían incultos. Una aberración”.
Seguí estupefacto casi media hora después del final. Cuando salíamos del teatro una periodista se acercó a mí preguntándome qué me pareció la obra. Yo, cordialmente, le dije que no la comprendí.
Un silencio invadió la sala varios segundos. Todos clavaron sus ojos en mí. Un señor de bigotes no disimulaba su cara de asco. No comprendía qué había dicho. Cuando me dispuse a abrir mi boca para intentar decir algo más, la periodista soltó una carcajada estrepitosa. Luego se le sumó el resto de la sala.
¿Sabes qué fue lo mejor?
Todavía me río recordando a la mujer de la taquilla. Al final del día tuvo razón. Hay que ser muy idiota para ir a ver una obra de teatro “típica”. Más idiota aún es aplaudirla.
NÉMESIS
(…)
Un día de estos llega la muerte
y no ha pasado nada.
Noel Nicola
Aquí no se vive, se ensaya. La gente cree que vive pero ensaya, se prepara para cuando llegue ese día. La gente trabaja para satisfacer al cuerpo, pero el trabajo corroe al cuerpo. Un cuerpo descorchado y deslucido no sirve para nada, como tampoco sirve uno tierno, recién nacido.
Conclusión: el cuerpo solo sirve para ensayar.
Aquí no se vive, se ensaya la muerte.
Ahora René se pregunta por qué le hago esto. ¡Qué egoísta es al pensar que lo hago por él! Lo hago por mí, porque me cansé de ensayar. Me dice: ahora que lo teníamos todo, nuestra casita como la soñamos. ¿Por qué insistes en dejarme?
La casa no es, de ninguna manera, como la soñé. La misma fotografía invariable. A veces los personajes envejecen, dicen que por un ciclo biológico. La foto se enmohece, dicen que resultado de la humedad. Dicen, dicen, dicen…
Conclusión: la casa solo sirve para ensayar.
Hay tres cosas que odio René: la primera es todo, la segunda es nada y la tercera son los ciclos. Pero a ti te amo porque formamos círculos que es cosa totalmente opuesta. En efecto, los círculos que formamos en la cama, donde a veces siento encontrarla. Lo admito, detesto la casa, tu cuerpo y el mío; pero a ti te amo aunque no sepa nada de amor. ¡Odio los ciclos, René! Pero a ti te amo.
Prométeme anarquía, René, y te juro que no busco libertad en ninguna parte. ¿Puedes hacerlo? No importa, te entiendo, nadie puede sostener tal promesa.
Prométeme compañía, René, y te juro que me quedo ensayando. ¿Puedes hacerlo? Eso es más razonable claro, pero quién dijo que entiendo de razones. Yo me voy aunque llores, aunque llore la madre presa, el padre cobarde o mi hermana muerta. Yo me voy porque sé que lo aguantarás, ¡el cuerpo siempre se adapta!
Llora René, ¡estalla!, devuélvelo todo a su origen, regálales tu nombre, tu casa y tu cuerpo. Vuelve aquí cuando la encuentres.
” ¡Ayuda! ¡Un médico!” gritaba René desesperado. “Alguien, por favor!”
“¡Entró en paro! ¡No hay signos vitales! Hora del descenso: 6:20PM. Lo siento, no pudimos hacer nada para impedir el ciclo”.
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